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Después de dos días sin sol, el reloj biológico de Michael Tolland seguía sin acostumbrarse al cambio. A pesar de que su reloj indicaba que eran las dos del mediodía, su cuerpo insistía en que era plena noche. Después de haberle dado los últimos toques al documental, Tolland había grabado el archivo del vídeo en un DVD y avanzaba por la cúpula oscurecida. Al llegar al área de prensa, todavía iluminada, entregó el DVD al técnico de la NASA encargado de supervisar la presentación.

—Gracias, Mike —le dijo el técnico, guiñándole el ojo al tiempo que sostenía en alto el DVD—. Diríase que redefine el término «la TV que hay que ver», ¿eh?

Tolland soltó una risa cansada. —Espero que al Presidente le guste.

—No me cabe duda. En cualquier caso, su trabajo ha terminado. Siéntese a disfrutar del espectáculo.

—Gracias.

Tolland se quedó en el área de prensa profusamente iluminada y observó cómo el alegre personal de la NASA brindaba por el meteorito con latas de cerveza canadiense. A pesar de que él también deseaba celebrar el evento, estaba agotado y emocionalmente exhausto. Miró a su alrededor en busca de Rachel Sexton, pero al parecer ella seguía hablando con el Presidente.

«El Presidente quiere mostrarla en directo», pensó Tolland. Y no le culpaba. Rachel sería una adición perfecta al elenco de portavoces del meteorito. Además de ser una mujer hermosa, desprendía una actitud accesible y una seguridad en sí misma que Tolland raras veces veía en las mujeres que conocía. Aunque la verdad era que la mayoría de las mujeres que él conocía o bien trabajaban en la televisión y eran implacables o estaban ávidas de poder, o bien eran deslumbrantes «personalidades» que en directo carecían exactamente de eso. Se alejó en silencio de la multitud de bulliciosos empleados de la NASA y navegó por la red de senderos que cruzaban la cúpula, preguntándose dónde se había metido el resto de los científicos civiles. Por poco que estuvieran la mitad de agotados que él, debían de estar en la zona de dormitorios descansando un poco antes del gran momento. A lo lejos, delante de él, Tolland pudo ver el círculo de postes PAYTT alrededor del foso de extracción desierto. Sobre su cabeza, la cúpula vacía parecía reverberar con las voces huecas de recuerdos lejanos. Tolland intentó bloquearlas.

«Olvida los fantasmas», se apremió. A menudo le acechaban en momentos como aquel, cuando estaba cansado o solo, momentos de celebración o de triunfo personal. «Debería estar aquí contigo», susurró la voz. Solo en la oscuridad, Michael se sintió retroceder hasta caer en el olvido.

Celia Birch había sido su chica en la universidad. Un Día de San Valentín, Tolland la llevó a su restaurante favorito, y cuando el camarero le sirvió el postre a ella, llegó con una rosa y un anillo de diamantes. Celia comprendió al instante. Con lágrimas en los ojos, pronunció una sola palabra con la que hizo a Michael Tolland más feliz de lo que jamás lo había sido.

—Sí.

Llenos de expectativas, compraron una pequeña casa cerca de Pasadena, donde Celia consiguió un trabajo como profesora de ciencias. Aunque el sueldo era modesto, era un principio y también estaba cerca del Instituto Scripps de Oceanografía de San Diego, donde Tolland había hecho realidad su sueño y había conseguido un puesto en un barco de investigación geológica. El trabajo de Tolland le obligaba a estar fuera tres o cuatro días seguidos, pero sus reencuentros con Celia eran siempre apasionados y excitantes.

Mientras estaba en el mar, Tolland empezó a grabar en vídeo para Celia algunas de sus aventuras, grabando minidocumentales de su trabajo en el barco. Volvió de uno de sus viajes con un vídeo casero y borroso que había filmado desde la ventana de un sumergible en aguas profundas: se trataba de la primera filmación de una extraña jibia quimiotrópica cuya existencia era totalmente desconocida hasta el momento. Detrás de la cámara, mientras narraba las imágenes del vídeo, Tolland prácticamente se salía del submarino de puro entusiasmo —¡Literalmente miles de especies desconocidas viven en estas profundidades! —explicaba efusivamente—. ¡Apenas hemos arañado la superficie! ¡Aquí abajo hay misterios que nadie puede llegar a imaginar!

Celia quedó totalmente encantada al ver el entusiasmo y la capacidad de concisión científica claramente apreciable en las explicaciones de su marido. En un arrebato, mostró la cinta en su clase de ciencias. El éxito fue inmediato. Otros profesores quisieron utilizarla. Los padres quisieron hacer copias. Al parecer, todo el mundo esperaba ansioso la siguiente entrega de Michael. De pronto, Celia tuvo una idea. Llamó a una amiga de la facultad que trabajaba en la NBC y le envió una de las cintas.

Dos meses después, Michael Tolland le pidió a Celia que le acompañara a dar un paseo con él a Kingman Beach. Era su sitio especial, el lugar al que siempre iban a compartir sus sueños y sus esperanzas.

—Tengo que decirte algo —dijo Tolland. Celia se detuvo y tomó la mano de su esposo mientras el agua chapoteaba entre sus pies.

—¿De qué se trata?

Tolland estaba exultante.

—La semana pasada recibí una llamada de la NBC. Creen que podría protagonizar una serie de documentales oceánicos. Es perfecto. ¡Quieren grabar el episodio piloto el año que viene! ¿No te parece increíble?

Celia le besó, resplandeciente.

—De increíble nada. Vas a estar fantástico.

Seis meses después, ambos navegaban cerca de Catalina cuando Celia empezó a quejarse de un dolor en el costado. Pasaron por alto la molestia durante algunas semanas, pero finalmente el dolor resultaba tan insoportable que fue al médico.

En cuestión de segundos, la vida de ensueño de Tolland se hizo añicos, convirtiéndose en una pesadilla infernal. Celia estaba enferma. Muy enferma.

—Un linfoma muy avanzado —explicó el médico—. Poco frecuentes en personas de su edad, aunque sin duda existen casos conocidos.

Celia y Tolland visitaron innumerables clínicas y hospitales y consultaron con un sinnúmero de especialistas. La respuesta fue siempre la misma. Incurable.

«¡No pienso aceptarlo!» Tolland dejó de inmediato su trabajo en el Instituto Scripps, olvidó todo lo referente al documental de la NBC y concentró toda su energía y todo su amor en ayudar a Celia a recuperarse. También ella luchó con ahínco contra su enfermedad, soportando el dolor con buen talante, por lo que Michael la amó todavía más. La llevaba a dar largos paseos a Kingman Beach, le preparaba comidas saludables y le contaba historias sobre lo que harían cuando ella se curara.

Pero todo fue en vano.

Después de siete meses, finalmente Michael Tolland se encontró sentado junto a su esposa moribunda en la fría habitación de un hospital. Ya no reconocía el rostro de su mujer. La ferocidad del cáncer era sólo comparable a la brutalidad de la quimioterapia. Quedó convertida en un esqueleto, destrozada. Las últimas horas fueron las más duras.

—Michael —dijo Celia con voz rasposa—. Es hora de despedirnos.

—No puedo —dijo Tolland con los ojos arrasados en lágrimas.

—Eres un superviviente —le dijo Celia—. Tienes que serlo. Prométeme que encontrarás otro amor.

—Jamás querré otro —le respondió él, totalmente convencido.

—Pues tendrás que aprender.

Celia murió una cristalina mañana de domingo del mes de junio. Michael Tolland se quedó como un barco sin amarras y dejado después a la deriva en un mar furibundo, con la brújula rota. Durante semanas no hizo más que dar bandazos descontroladamente. Los amigos intentaron ayudarle, pero su orgullo no pudo soportar su compasión.

«Tienes que tomar una decisión», entendió por fin. «O trabajas o te dejas morir».

Y templando su determinación, se lanzó de lleno a Mares Asombrosos. El programa literalmente le salvó la vida. Durante los cuatro años siguientes, el programa de Tolland despegó. A pesar de los esfuerzos de sus amigos por encontrarle pareja, él sólo soportó un reducido número de citas. Todas fueron fiascos o decepciones mutuas, de modo que terminó por tirar la toalla y culpó a su ocupada agenda de viajes de su falta de vida social. Sin embargo, a sus mejores amigos no podía engañarles: Michael Tolland simplemente no estaba preparado.

El foso de extracción se abría ahora ante él, sacándolo de su doloroso ensueño. Se sacudió de encima el escalofrío que le provocaba el recuerdo y se acercó a contemplarlo. En la oscuridad de la cúpula, el agua derretida del agujero mostraba una belleza casi surreal y mágica. La superficie brillaba como un estanque bajo la luz de la luna. Los ojos de Tolland se vieron atraídos por las motas de luz que flotaban en el nivel superior del agua, como si alguien hubiera rociado la superficie con chispas verdeazuladas. Observó aquel resplandor durante un buen rato.

Había algo en él que le resultaba peculiar.

A primera vista, pensó que el resplandor del agua no era más que un reflejo de los focos situados en el otro extremo de la cúpula. Vio de repente que no era eso. El resplandor poseía un tinte verdoso y parecía palpitar rítmicamente, como si la superficie del agua estuviera viva y se iluminara a sí misma desde dentro.

Desconcertado, traspasó la barrera de postes para mirar con más detenimiento.

Al otro lado del habisferio, Rachel Sexton salió a la oscuridad desde el tráiler CSP. Se detuvo durante un instante, desorientada por la bóveda envuelta en sombras que la rodeaba. Ahora el habisferio era una caverna abierta, iluminada sólo por el brillo amortiguado que radiaba de los desolados focos de los medios de comunicación contra la pared del norte. Inquieta por la oscuridad que la envolvía, se dirigió instintivamente hacia el área de prensa iluminada.

Rachel estaba satisfecha con el resultado de su comunicado al personal de la Casa Blanca. En cuanto se recuperó de la pequeña maniobra del Presidente, había explicado con fluidez todo lo que sabía sobre el meteorito. Mientras hablaba, veía cómo la expresión de los rostros del personal del Presidente pasaba de la incrédula conmoción a la confianza esperanzada y, por último, a la temerosa aceptación.

—¿Vida extraterreste? —había oído exclamar a uno de ellos—. ¿Sabéis lo que eso significa?

—Sí —respondió otro—. Significa que vamos a ganar estas elecciones.

Mientras Rachel se acercaba a la alterada área de prensa, se imaginaba el inminente anuncio y no podía evitar preguntarse si su padre realmente merecía la apisonadora presidencial que estaba a punto de arrollarle por sorpresa, aplastando su campaña de un solo golpe.

La respuesta, por supuesto, era que sí.

Siempre que Rachel Sexton sentía alguna debilidad por su padre, lo único que tenía que hacer era acordarse de su madre. Katherine Sexton. El dolor y la vergüenza que le había causado eran reprensibles... volvía tarde a casa de noche, con aire satisfecho y oliendo a perfume... un fingido celo religioso tras el que su padre se ocultaba, al tiempo que no dejaba de mentir y de engañar a su mujer a sabiendas de que Katherine nunca le dejaría.

«Sí», decidió Rachel, «el senador Sexton está a punto de recibir lo que se merece».

La multitud congregada en el área de prensa se mostraba jovial. Todos tenían una cerveza en la mano. Rachel avanzó entre ella sintiéndose como una chica universitaria en mitad de la fiesta de una fraternidad estudiantil. Se preguntó dónde podía haber ido Michael Tolland.

Corky Marlinson se materializó a su lado.

—¿Busca a Mike?

Rachel se sobresaltó.

—Bueno... no... más o menos.

Corky sacudió la cabeza, disgustado.

—Lo sabía. Mike se acaba de marchar. Creo que ha ido a echar una cabezadita —dijo Corky, entrecerrando los ojos y mirando al otro extremo de la cúpula envuelta en penumbra—. Aunque creo que todavía puede darle alcance —añadió, señalando, dedicándole una sonrisa perruna—. Mike alucina cada vez que ve agua.

Rachel siguió la dirección que indicaba el dedo extendido de Corky hacia el centro de la cúpula, donde se veía la silueta de Michael Tolland, que miraba al agua del foso de extracción.

—¿Qué hace? —preguntó Rachel—. Es peligroso estar ahí.

Corky esbozó una amplia sonrisa.

—Probablemente esté meando. Vamos a empujarle.

Rachel y Corky atravesaron la cúpula sumida en la oscuridad hacia el foso de extracción. Cuando se acercaron a Michael Tolland, Corky lo llamó.

—¡Oye, aqua man! ¿Has olvidado el bañador?

Tolland se volvió. Incluso a pesar de la penumbra, Rachel percibió cierta gravedad en su expresión. Su rostro parecía extrañamente encendido, como iluminado desde el suelo.

—¿Todo bien, Mike? —preguntó Rachel.

—No exactamente —respondió Tolland, señalando hacia el agua.

Corky traspasó la barrera de postes y se reunió con Tolland en el borde de la fosa. El humor de Corky pareció enfriarse al instante cuando miró el agua. Rachel se unió a ellos. Cuando fijó la vista en el agujero, le sorprendió ver motas de luz verdeazulada brillando en la superficie. Eran como partículas de polvo de neón flotando en el agua. Parecían de un verde palpitante. El efecto era hermoso.

Tolland cogió un fragmento de hielo del suelo y lo lanzó al agua, que fosforeció en el instante preciso del impacto, brillando con un repentino chapoteo verde.

—Mike —dijo Corky, aparentemente inquieto—. Por favor, dime que sabes lo que es.

Tolland frunció el ceño.

—Sé perfectamente lo que es. Mi pregunta es: ¿qué demonios hace aquí?