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Lo que voy a contarle, Rachel —dijo el Presidente— es conocido como «UMBRA», es un secreto oficial. Su confidencialidad va mucho más allá de su actual acreditación de seguridad.

Rachel sintió que las paredes del Air Force One la oprimían. El Presidente le había puesto un helicóptero para llevarla hasta Wallops Island, la había invitado a subir a bordo de su avión, le había servido café, le había soltado sin el menor preámbulo que pensaba utilizarla en beneficio propio contra su padre, y ahora anunciaba que iba a darle información secreta saltándose todas las normas. Por muy afable que Zach Herney pareciera a primera vista, Rachel Sexton acababa de aprender algo importante sobre él. Ese hombre se hacía rápidamente con el control.

—Hace dos semanas —dijo el Presidente, mirándola a los ojos— la NASA hizo un descubrimiento.

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire antes de que Rachel pudiera procesarlas. ¿Un descubrimiento de la NASA? Las últimas actualizaciones llevadas a cabo por el servicio de inteligencia no sugerían nada sobre la agencia espacial. Claro que, últimamente, siempre que se hacía referencia a un «descubrimiento de la NASA» era para dar cuenta de que una vez más había vuelto a subestimarse de manera más que notoria el presupuesto para la financiación de algún nuevo proyecto.

—Antes de que sigamos hablando —dijo el Presidente—, me gustaría saber si comparte usted el desprecio de su padre por la exploración espacial.

A Rachel el comentario no le hizo ninguna gracia.

Ciertamente espero que no me haya traído aquí para pedirme que controle las arengas de mi padre contra la NASA.

El Presidente se echó a reír.

—No, demonios. Conozco muy bien el Senado para saber que no hay nadie capaz de controlar al senador Sexton.

—Mi padre es un oportunista, señor. La mayoría de los políticos de éxito lo son. Y, desgraciadamente, la NASA le ha brindado una oportunidad inmejorable.

La reciente cadena de fracasos cometidos por la NASA había resultado tan insoportable que ante ella cabían sólo dos opciones: reír o llorar; satélites que se desintegraban en órbita, sondas espaciales que nunca regresaban a la Tierra... al tiempo que el presupuesto de la Estación Espacial Internacional se multiplicaba por diez y los países miembros huían corno ratas de un barco a punto de hundirse. Se perdían miles de millones de dólares y el senador Sexton cabalgaba a lomos de esa ola de despropósitos con gran destreza, una ola que parecía destinada a llevarlo a la residencia del 1600 de Pennsylvania Avenue.

—Debo reconocer —continuó el Presidente— que últimamente la NASA ha sido fuente de continuos desastres. En cuanto me despisto, la Estación Espacial me da un nuevo motivo para que le corte la financiación.

Rachel vio su oportunidad para intervenir en la conversación, y no la dejó escapar.

—Aún así, señor, ¿no he leído que la semana pasada acaba de sacar a la NASA de un apuro proporcionándole otros tres millones de financiación como medida de urgencia para mantenerla a flote? El Presidente se rió por lo bajo.

—Su padre debe de haber estado encantado al enterarse ¿no? —No hay peor error que dar agua a tu verdugo. —¿Le oyó usted en Nightline? «Zach Herney es un adicto al espacio y es el contribuyente quien costea su adicción».

—Pero usted no hace más que darle la razón, señor.

Herney asintió.

—No le ocultaré que soy un gran devoto de la NASA. Siempre lo he sido. Soy hijo de la carrera espacial: el Sputnik, John Glenn, el Apollo 11, y jamás he dudado a la hora de expresar mis sentimientos de admiración y de orgullo nacional por nuestro programa espacial. Para mí los hombres y mujeres de la NASA son los modernos pioneros de la historia. Intentan lograr lo imposible, aceptan el fracaso y vuelven después al trabajo mientras el resto de nosotros nos limitamos a quedarnos ahí criticando.

Rachel no dijo nada. Percibía que bajo la apacible fachada del Presidente bullía una indignación contra la incansable retórica anti-NASA de su padre. Se sorprendió preguntándose qué demonios habría encontrado la NASA. Desde luego, el Presidente se estaba tomando su tiempo para tocar el tema.

—Hoy —dijo Herney, intensificando el tono de voz— quisiera cambiar por entero su opinión sobre la NASA.

Rachel lo miró con incertidumbre.

—Ya tiene usted mí voto, señor. Quizá debería concentrarse en el resto del país.

—Eso es lo que pretendo. —El Presidente le dio un sorbo al café y sonrió—. Y voy a pedirle que me ayude. —Hizo una pausa y se inclinó hacia ella—. De una forma de lo más inhabitual.

Rachel podía sentir ahora cómo Zach Herney escudriñaba cada uno de sus movimientos lo mismo que un cazador intentando discernir si su presa tiene intención de huir o de pelear. Desgraciadamente, Rachel no veía ningún lugar hacia donde correr.

—Supongo —dijo el Presidente, sirviendo más café— que conoce usted el proyecto de la NASA llamado SOT.

Rachel asintió.

—El Sistema de Observación de la Tierra. Creo haber oído mencionar a mi padre el SOT en una o dos ocasiones.

Ese sutil amago de sarcasmo provocó que el Presidente frunciera el ceño. La verdad era que el padre de Rachel aprovechaba la menor oportunidad para mencionar el Sistema de Observación de la Tierra. Era una de las apuestas más controvertidas y caras de la NASA: una constelación de cinco satélites diseñados para observar desde el espacio y analizar el ecosistema del planeta: la reducción de la capa de ozono, el deshielo polar, el calentamiento global o la deforestación de la selva. El objetivo era facilitar a los especialistas en el estudio del medio ambiente datos macroscópicos jamás vistos hasta el momento para que pudieran planear mejor el futuro de la Tierra.

Desgraciadamente, el proyecto SOT había estado salpicado de fracasos. Como muchos de los recientes proyectos de la NASA, había estado plagado de costosas sobrecargas presupuestarias desde el principio. Y Zach Herney era quien más entusiasmo había manifestado al respecto. Había hecho uso del apoyo del lobby medioambiental para lograr que el Congreso diera luz verde a mil cuatrocientos millones de dólares para el SOT. Sin embargo, en vez de facilitar las contribuciones prometidas a la ciencia terrestre global, el SOT se había visto envuelto de inmediato en una costosa espiral de pesadillas que incluían lanzamientos fallidos, errores informáticos y sombrías conferencias de prensa por parte de la NASA. Últimamente, el único rostro sonriente era el del senador Sexton, que, con suficiencia, recordaba a los votantes cuánto de su dinero había gastado el Presidente en el SOT y lo tibios que habían sido los resultados. El Presidente dejó caer un terrón de azúcar en el tazón. —Por muy sorprendente que pueda parecerle, el descubrimiento de la NASA al que me estoy refiriendo es obra del SOT.

Rachel se vio perdida. Si el SOT hubiera contado con un éxito reciente, sin duda la NASA lo habría hecho público, ¿o no era así? Su padre había estado crucificando al SOT en los medios y a la agencia espacial le iría de maravilla cualquier buena noticia que fuera capaz de encontrar.

—No tengo noticia de ningún descubrimiento hecho por el SOT —dijo Rachel.

—Lo sé. La NASA prefiere mantener el asunto en secreto durante un tiempo.

Rachel lo puso en duda.

—Según mi experiencia, señor, en lo que se refiere a la NASA, siempre que no hay noticias es que hay malas noticias.

La contención no era uno de los puntos fuertes del departamento de relaciones públicas de la NASA. El chiste típico en la ONR era que la NASA convocaba una rueda de prensa cada vez que uno de sus científicos se tiraba un pedo. El Presidente frunció el ceño.

—Ah, sí. Se me olvida que estoy hablando con una de las discípulas de seguridad de Pickering en la ONR. ¿Sigue Pickering quejándose y refunfuñando sobre la verborrea de la NASA?

—La seguridad es su trabajo, señor. Y se lo toma muy en serio.

—Más le vale. Me cuesta creer que dos agencias que tienen tanto en común encuentren constantemente razones para discutir.

Rachel había aprendido durante su primera época bajo las órdenes de William Pickering que, aunque tanto la NASA como la ONR eran agencias relacionadas con el espacio, partían de filosofías radicalmente opuestas. La ONR era una agencia de defensa y todas sus actividades espaciales eran secretas, mientras que la NASA era una entidad académica y publicitaba con entusiasmo todos sus avances alrededor del globo; a menudo, según argumentaba William Pickering, poniendo en riesgo la seguridad nacional. Algunas de las tecnologías más avanzadas de la NASA (lentes de alta resolución para telescopios de satélites, sistemas de comunicación de largo alcance e instrumental de configuración visual por radio) tenían la pésima costumbre de aparecer en el arsenal de inteligencia de países hostiles y de ser utilizadas como armas de contraespionaje. Bill Pickering se quejaba constantemente de que los científicos de la NASA tenían grandes cerebros... y una boca aún más grande.

Sin embargo, existía un tema aún más candente entre ambas agencias, y era el hecho de que como la NASA manejaba el lanzamiento de los satélites de la ONR, muchos de los recientes fracasos de la NASA afectaban directamente a la ONR. Sin embargo, ningún fracaso había sido tan sonado como el ocurrido el doce de agosto de 1998, cuando un Titán 4, lanzado conjuntamente por la NASA y las Fuerzas Aéreas estalló cuarenta segundos después de su lanzamiento y destruyó toda su carga: un satélite de la ONR con un coste de mil doscientos millones de dólares cuyo nombre codificado era Vortex 2. Pickering parecía especialmente reticente a olvidarlo.

—Entonces, ¿por qué la NASA no ha hecho público su reciente éxito? —preguntó Rachel—. Estoy segura de que no le iría nada mal anunciar alguna buena noticia.

—La NASA guarda silencio —declaró el Presidente— porque así lo he ordenado yo.

Rachel se preguntó si había oído bien. De ser así, el Presidente se estaba comprometiendo a cierta clase de haraquiri político que no acababa de comprender.

—Este descubrimiento —dijo el Presidente— es... podríamos decir que... poco menos que asombroso en sus ramificaciones.

Rachel sintió un escalofrío incómodo. En el mundo de la inteligencia, la expresión «asombrosas ramificaciones» casi nunca era sinónimo de buenas noticias. Rachel se preguntó si todo el secretismo del SOT estaría relacionado con el hecho de que el sistema de satélites hubiera captado algún inminente desastre medioambiental. —¿Hay algún problema?

—Ninguno. Lo que el SOT ha descubierto es realmente maravilloso.

Rachel guardó silencio.

—Suponga, Rachel, que le dijera que la NASA acaba de hacer un descubrimiento de tal importancia científica... de tal increíble relevancia... que justificará todos y cada uno de los dólares que los norteamericanos se han gastado en el espacio.

Rachel no fue capaz de imaginarlo.

El Presidente se levantó.

—Demos un paseo, ¿le parece?