36

Wailee Ming estaba tumbado boca abajo junto al foso de extracción y con el brazo derecho extendido sobre el borde, intentando extraer una muestra de agua. Decididamente, sus ojos no le estaban jugando una mala pasada. Su rostro, ahora a poco menos de un metro del agua, podía verlo todo a la perfección.

«¡Esto es increíble!»

Estirándose un poco más, Ming manipuló la cubeta entre los dedos, intentando llegar a la superficie del agua. Ya sólo le faltaban unos centímetros.

Incapaz de estirar más el brazo, volvió a colocarse sobre el suelo, acercándose más al agua. Pegó la punta de las botas contra el hielo y volvió a colocar con firmeza la mano izquierda en el borde. Una vez más, extendió el brazo derecho todo lo que pudo. «Casi». Se acercó un poco más. «¡Sí!» El borde de la cubeta tocó la superficie. Mientras el líquido fluía al interior del contenedor, Ming lo miraba incrédulo.

Entonces, sin previo aviso, ocurrió algo totalmente inexplicable. De la oscuridad, como la bala de una pistola, se materializó un diminuto fragmento metálico. Ming sólo lo vio durante una fracción de segundo antes de que le impactara en el ojo derecho.

El instinto humano que nos lleva a protegernos los ojos estaba tan innatamente inculcado en él, que a pesar de que su cerebro le dijera que cualquier movimiento repentino ponía en riesgo su equilibrio, retrocedió. Fue una reacción de sobresalto provocada más por la sorpresa que por el dolor. La mano izquierda de Ming, que era la que tenía más cerca de la cara, salió disparada hacia arriba en un acto reflejo para proteger la pupila que acababa de recibir la agresión. Cuando ya tenía la mano en movimiento, se dio cuenta de que había cometido un error. Con todo su peso inclinado hacia delante, y con su único medio de apoyo repentinamente desaparecido, Wailee Ming se balanceó. Se recuperó demasiado tarde. Soltó la cubeta e intentó agarrarse al hielo resbaladizo para detener la caída, pero resbaló y cayó a plomo en la oscuridad del agujero.

A pesar de que la caída era sólo de dos metros, cuando Ming se precipitó de cabeza al agua helada tuvo la sensación de que había ido a dar de cara contra el pavimento a setenta kilómetros por hora. El líquido que le engulló el rostro estaba tan frío que parecía ácido hirviendo. Provocó en él una instantánea oleada de pánico.

Cabeza abajo y en absoluta oscuridad, se quedó momentáneamente desorientado y sin saber en qué dirección estaba la superficie. Su pesado abrigo de pelo de camello mantuvo su cuerpo protegido contra la helada oleada, aunque sólo durante uno o dos segundos. Por fin, después de lograr enderezarse, Ming subió a la superficie, intentando tomar aire, justo en el momento en que el agua se abría paso hasta su pecho y espalda, envolviendo su cuerpo como un torniquete frío que le aplastó los pulmones.

—Aux...ilio —jadeó. Sin embargo, apenas pudo tomar aire suficiente para soltar un gimoteo. Sintió como si le hubieran quitado de golpe el aliento. —¡Aux...ilio!

Ni siquiera él pudo oír sus propios gritos. Avanzó torpemente hacia una de las paredes del foso de extracción e intentó empujarse fuera del agua. La pared que tenía delante era hielo vertical. No había nada a lo que agarrarse. Debajo del agua, sus botas pataleaban contra la cara de la pared en busca de algún hueco en el que hacer pie. Nada. Se estiró hacia arriba, buscando el borde del agujero. Estaba a tan sólo medio metro de su alcance.

Empezaron a fallarle los músculos. Pataleó con más fuerza, intentando ganar la altura suficiente contra el muro para agarrarse al borde. El cuerpo le pesaba como el plomo y los pulmones parecían habérsele encogido hasta quedar reducidos a nada, como si los hubiera aplastado una pitón. Cada segundo que pasaba, el abrigo pesaba más, tirando de él hacia abajo. Intentó quitárselo, pero la gruesa tela se le pegaba al cuerpo.

—¡Aux... ilio!

Ahora el miedo lo embargaba como un torrente.

Ming había leído en una ocasión que morir ahogado era la muerte más horrible que se podía imaginar. Jamás había soñado que se encontraría al borde de experimentarlo. Los músculos se negaban a cooperar con su mente, y él se limitaba ahora a intentar mantener la cabeza fuera del agua. La ropa empapada tiraba de él hacia abajo al tiempo que sus dedos adormecidos arañaban las paredes del agujero.

Ahora sus gritos estaban sólo en su cabeza.

Y entonces ocurrió.

Ming se hundió. El tremendo terror de ser consciente de su propia muerte inminente era algo que jamás había imaginado experimentar. Y, sin embargo, ahí estaba... hundiéndose despacio frente a la pared de hielo de un agujero de sesenta metros de profundidad abierto en el hielo. Ante sus ojos desfilaron multitud de imágenes. Momentos de infancia, su carrera. Se preguntó si alguien lo encontraría ahí abajo. ¿O quizá simplemente seguiría hundiéndose hasta el fondo y se congelaría ahí abajo... sepultado en el glaciar para siempre?

Los pulmones de Ming pedían oxígeno a gritos. Contuvo el aliento, todavía intentando patalear para volver a la superficie. «¡Respira!» Luchó contra el acto reflejo, cerrando con fuerza sus insensatos labios. «¡Respira!» Intentó en vano nadar hacia arriba. «¡Respira!» En ese preciso instante, envuelto en una batalla mortal entre el instinto humano y la razón, el instinto que le impulsaba a respirar se impuso sobre su capacidad de mantener la boca cerrada.

Wailee Ming inspiró.

El agua que le aplastó los pulmones era como aceite hirviendo envolviendo su sensible tejido pulmonar. Tenía la sensación de estar ardiendo de dentro hacia fuera. Lo cruel de la situación era que el agua no mata inmediatamente. Ming pasó varios segundos espantosos inspirando en el agua helada. Cada aliento era más doloroso que el anterior y ninguna inspiración le ofrecía lo que su cuerpo tan desesperadamente necesitaba.

Por fin, a medida que se deslizaba hacia el fondo de la helada oscuridad, notó que perdía la conciencia. Le alegró poder escapar de aquel sufrimiento. A su alrededor, en el agua, vio diminutas motas lucientes de luz. Era el espectáculo más bello que había visto en vida.