19
Lawrence Ekstrom, el director de la NASA, era un hombre gigantesco, rubicundo y brusco, muy parecido a un enojado dios nórdico. Llevaba el pelo, rubio y espinoso, muy corto, tipo militar, sobre una frente arrugada, y tenía la nariz bulbosa y salpicada de una red de venas. En ese momento, sus ojos pétreos parecían a punto de cerrarse debido al peso de innumerables noches sin dormir. Ekstrom, influyente estratega aerospacial y consejero de operaciones del Pentágono antes de ser contratado por la NASA, era famoso por su mal humor, sólo comparable a su incontestable dedicación a la misión que tuviera entre manos.
Mientras Rachel Sexton seguía a Lawrence Ekstron al habisferio, se encontró avanzando por una terrorífica y traslúcida maraña de pasillos. La laberíntica red parecía haberse creado suspendiendo láminas de plástico opaco por entre tensos cables entrelazados. El suelo de aquel entramado era inexistente: una placa de hielo cubierta de franjas de alfombrillas de goma para facilitar la adherencia. Pasaron por una rudimentaria zona habitacional flanqueada por camas de campaña y retretes químicos.
Afortunadamente, la temperatura era agradable en el interior del habisferio, aunque el ambiente era pesado debido al popurrí de olores irreconocibles que acompañan a los humanos en los espacios cerrados. En alguna parte rugía un generador: al parecer la fuente de electricidad que alimentaba las múltiples bombillas que colgaban de los cables del pasillo.
—Señorita Sexton —gruñó Ekstrom, guiándola animadamente hacia un destino desconocido—. Permita que sea sincero con usted desde el principio. —Su tono de voz denotaba cualquier cosa menos alegría por tenerla como invitada—. Está usted aquí porque el Presidente así lo quiere. Zach Herney y yo somos amigos desde hace tiempo y además es un fiel partidario de la NASA. Le respeto. Le debo mucho. Y confío en él. Nunca cuestiono sus órdenes directas, ni siquiera cuando no me gustan. Para que no exista ninguna confusión, quiero que sea usted consciente de que yo no comparto el entusiasmo del Presidente por implicarla a usted en este asunto.
Rachel no daba crédito a lo que oía. «¿He recorrido cuatro mil quinientos kilómetros para ser objeto de esta clase de hospitalidad?» Aquel tipo nada tenía que ver con Martha Stewart.
—Con todos mis respetos —contraatacó Rachel—. También yo estoy aquí por órdenes presidenciales. Nadie me ha comunicado cuál es el propósito de mi presencia aquí. He hecho este viaje únicamente movida por mi buena fe.
—Bien —dijo Ekstrom—. En ese caso le hablaré sin rodeos.
—Desde luego, no podía usted haber empezado mejor.
La dura respuesta de Rachel pareció sobresaltar al director. Su zancada se ralentizó durante un instante y la mirada se le despejó mientras la estudiaba. Luego, como una serpiente desenroscándose, soltó un largo suspiro y recuperó el paso.
—Comprenda —empezó Ekstrom— que está usted aquí debido a un proyecto secreto de la NASA contra mi voluntad. No sólo es usted una representante de la ONR, cuyo director disfruta difamando al personal de la NASA como si se tratara de una pandilla de niños chismosos, sino que además es la hija del hombre que ha convertido en su misión personal destruir mi agencia. Éste debería ser el momento de gloria de la NASA; mi gente ha tenido que soportar muchas críticas últimamente y merece disfrutar de este momento. Sin embargo, debido a un torrente de escepticismo encabezado por su padre, la NASA se encuentra en una situación política en la que mi diligente personal se ve forzado a compartir la atención pública con un hatajo de científicos civiles elegidos al azar y con la hija del hombre que quiere destruirnos.
«Yo no soy mi padre», estuvo a punto de gritar Rachel, aunque aquel no era el momento de discutir sobre política con el director de la NASA.
—Yo no he venido hasta aquí para salir en la foto, señor.
Ekstrom le dedicó una mirada desafiante.
—Quizá descubra que no tiene otra alternativa.
El comentario la pilló por sorpresa. Aunque el presidente Herney no había dicho nada en concreto sobre que ella fuera a ayudarle públicamente, William Pickering sin duda había manifestado sus sospechas, que apuntaban a que Rachel podía convertirse en un peón político.
—Me gustaría saber qué estoy haciendo aquí —preguntó Rachel.
—A usted y a mí. No dispongo de esa información.
—¿Perdón?
—El Presidente me pidió que la informara detalladamente sobre nuestro descubrimiento en cuanto llegara. Sea cual sea el papel que quiere que represente en este circo, eso es algo que queda entre usted y él.
—Me dijo que su Sistema de Observación de la Tierra había hecho un descubrimiento.
Ekstrom la miró de reojo.
—¿Hasta qué punto está usted al corriente del proyecto SOT?
—El SOT es una constelación de cinco satélites de la NASA que escrutan la Tierra de formas distintas: proyectos de mapas oceánicos, análisis de fallas geológicas, observación del deshielo polar, localización de reservas de combustible fósil...
—Perfecto —dijo Ekstrom, que no parecía en absoluto impresionado—. En ese caso, ya sabrá que hemos incorporado un nuevo satélite a la constelación SOT. Se llama EDOP.
Rachel asintió. El Escáner de Densidad Orbital Polar (EDOP) se había diseñado para ayudar a medir los efectos del calentamiento global.
—Según tengo entendido, el EDOP calcula el grosor y la dureza de la capa de hielo polar.
—Así es, en efecto. Utiliza una tecnología espectral de banda para escanear la densidad del compuesto de grandes regiones y descubre anomalías de blandura en el hielo: puntos de aguanieve, focos de deshielo interno, grandes fisuras... todos ellos indicadores del calentamiento global.
Rachel conocía bien el sistema de escaneo de la densidad de compuestos. Era parecido a un ultrasonido subterráneo. Los satélites de la ONR habían empleado una tecnología similar para buscar variantes en la densidad del subsuelo de Europa del Este y localizar fosas comunes cuya presencia confirmó al Presidente que, sin duda, la étnica seguía siendo una realidad. —Hace dos semanas —dijo Ekstrom—, el SOT pasó por encima de esta cornisa de hielo y descubrió una anomalía en la densidad del terreno que, por su aspecto, parecía tratarse de algo que jamás hubiéramos esperado detectar. A sesenta metros por debajo de la superficie, perfectamente empotrado en una matriz de hielo, el SOT vio lo que parecía ser un glóbulo amorfo de unos tres metros de diámetro.
—¿Una bolsa de agua? —preguntó Rachel. —No. No era líquido. Extrañamente, esa anomalía era más dura que el hielo que la envolvía.
Rachel no dijo nada durante unos segundos. —Entonces..., ¿Es un canto rodado o algo así?
Ekstrom asintió. —Más o menos.
Rachel esperó a que Ekstrom rematara la información. No lo hizo. «¿Estoy aquí porque la NASA ha descubierto un pedrusco en el hielo?»
—No nos dejamos llevar por el entusiasmo hasta que el SOT calculó la densidad de la roca. Inmediatamente trajimos a un equipo para que la analizara. Resulta que la roca que está en el hielo debajo de nosotros es significativamente más densa que cualquier otro tipo de roca hallado aquí, en Ellesmere Island. Más densa, de hecho, que cualquier tipo de roca hallada en un radio de seiscientos kilómetros. Rachel miró el hielo que tenía bajo los pies, visualizando la enorme roca ahí abajo.
—¿Está diciendo que alguien la ha traído hasta aquí? Ekstron parecía vagamente divertido.
—La piedra pesa más de ocho toneladas. Está empotrada bajo sesenta metros de hielo, lo que significa que ha permanecido intacta durante más de trescientos años.
Rachel se notó cansada mientras seguía al director hasta la boca de un largo y estrecho pasillo, tras lo cual pasó junto a dos trabajadores armados de la NASA que hacían guardia. Miró a Ekstrom.
—Supongo que hay una explicación lógica para la presencia de la piedra aquí... y para todo este secretismo.
—Sin duda —dijo Ekstrom inexpresivo—. La roca encontrada por el SOT es un meteorito.
Rachel se detuvo de golpe en el pasillo y clavó la mirada en el director.
—¿Un meteorito? —Una oleada de decepción la envolvió. Un meteorito le pareció un absoluto anticlímax a tenor del gran enredo montado por el Presidente. «¿Y este descubrimiento es el que justifica por sí mismo todos los fracasos y gastos de la NASA?» ¿En qué estaba pensando Herney? Los meteoritos eran sin duda una de las rocas más raras de la Tierra, pero la NASA los descubría constantemente.
—Este meteorito es uno de los más grandes encontrados hasta ahora —dijo Ekstrom, quedándose rígido delante de ella—. Creemos que es un fragmento de otro mayor que, según hemos podido comprobar, cayó en el Océano Ártico hacia el año mil setecientos. Lo más probable es que esta roca haya sido lanzada como parte de un cúmulo de deyecciones a partir de ese impacto oceánico, que aterrizara en el Glaciar Milne y que fuera enterrada lentamente por la nieve durante los últimos trescientos años.
Rachel frunció el ceño. Aquel descubrimiento no cambiaba nada. Sentía un creciente recelo ante la posibilidad de estar siendo testigo de un rimbombante truco publicitario pergeñado por la NASA y la Casa Blanca en plena desesperación, dos entidades en lucha por intentar elevar un hallazgo propicio a la categoría de histórica victoria de la NASA.
—No parece usted muy impresionada —dijo Ekstrom.
—Supongo que esperaba algo... distinto.
Ekstrom entrecerró los ojos.
—Un meteorito de este tamaño es difícil de encontrar, señorita Sexton. Hay sólo unos pocos mayores en el mundo...
—Lo sé.
—Pero no es el tamaño del meteorito lo que nos tiene tan entusiasmados.
Rachel levantó los ojos.
Si me permite terminar —dijo Ekstrom—, se dará cuenta de que este meteorito muestra algunas características asombrosas jamás vistas en ningún otro, independientemente de su tamaño. —Ekstrom indicó con un gesto el pasillo—. Ahora, si me sigue, le presentaré a alguien más cualificado que yo para hablar de este descubrimiento.
Rachel estaba confundida. «¿Alguien más cualificado que el director de la NASA?»
Los ojos nórdicos de Ekstrom se clavaron en los suyos.
—Más cualificado, señorita Sexton, teniendo en cuenta su categoría de civil. Había dado por hecho que, siendo usted analista profesional, preferiría recibir sus datos de una fuente más imparcial.
«Touché». Rachel se hizo a un lado.
Siguió al director por el estrecho pasillo, que terminaba en unos pesados cortinajes negros. Al otro lado de las cortinas, pudo oír el reverberante murmullo de innumerables voces retumbando y resonando como si se encontraran en un gigantesco espacio abierto.
Sin añadir una sola palabra, el director alargó la mano y apartó la cortina. Rachel quedó cegada por una claridad excesiva. Vacilante, dio un paso adelante y entró, entrecerrando los ojos, al reluciente espacio. A medida que sus ojos se adaptaban a la luz, fue mirando la inmensa sala que tenía ante ella y soltó un jadeo de asombro.
—Dios mío —susurró. «¿Dónde demonios estoy?»