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Sedgewick Sexton avanzaba a toda prisa por el pasillo del Philip A. Hart Senate Office Building. No tenía la menor idea de cómo lo había hecho Gabrielle, pero sin duda su ayudante había logrado entrar en su despacho. Durante su conversación telefónica, había oído claramente el triple inconfundible tictac de su reloj Jourdain al fondo. Lo único que le cabía imaginar era que, después de haber presenciado la reunión con la FFE, hubiera dejado de confiar en él y estado intentando encontrar alguna prueba que diera peso a sus sospechas.

«¿Cómo demonios habrá entrado en mi despacho?»

Sexton se alegró en ese momento de haber cambiado la contraseña de su ordenador.

Cuando por fin llegó a su despacho, introdujo el código para desactivar la alarma. Luego, buscó a tientas las llaves, las introdujo en las cerraduras de las pesadas puertas, que abrió de un empujón, e irrumpió en su despacho con la intención de sorprender a Gabrielle con las manos en la masa.

Pero el despacho estaba vacío y a oscuras, únicamente iluminado por el resplandor de su salvapantallas. Encendió las luces sin dejar de barrer toda la estancia con la mirada. Todo parecía estar en su sitio. Silencio absoluto excepto por el triple tictac de su reloj.

«¿Dónde demonios está?»

Oyó un crujido en el cuarto de baño y corrió hacia allí, encendiendo la luz. Lo encontró vacío. Miró detrás de la puerta. Nada.

Confundido, se miró en el espejo, preguntándose si habría bebido demasiado esa noche. «He oído algo». Desorientado y confuso, volvió al despacho.

—¿Gabrielle? —gritó. Fue por el pasillo hasta el despacho de su ayudante. No estaba allí. Todo se hallaba a oscuras.

Se oyó el ruido de un retrete en el lavabo de las mujeres. Sexton giró sobre sus pasos y se dirigió a los servicios. Llegó justo cuando Gabrielle salía, secándose las manos. Dio un respingo al verle.

—¡Dios mío! ¡Me ha asustado! —dijo, visiblemente sobresaltada—. ¿Qué está haciendo aquí?

—¿No había venido a buscar unos documentos de la NASA a su despacho? —declaró Sexton, mirando las manos vacías de su ayudante—. ¿Dónde están?

—No he podido encontrarlos. He mirado por todas partes. Por eso he tardado tanto.

El senador la miró directamente a los ojos. Su mirada revelaba desconfianza.

—¿Estaba usted en mi despacho?

«Le debo la vida a ese aparato de fax», pensó Gabrielle.


Apenas unos minutos antes, se hallaba sentada delante del ordenador de Sexton, intentando hacerse con copias impresas de las imágenes de cheques ilegales que el senador guardaba en el ordenador. Los archivos estaban protegidos e iba a necesitar más tiempo para descubrir cómo imprimirlos. Probablemente todavía estaría intentándolo si el aparato de fax de Sexton no hubiera sonado, sorprendiéndola y devolviéndola de golpe a la realidad. Pensó entonces que había llegado el momento de irse. Sin esperar a ver lo que decía el fax entrante, apagó el ordenador, volvió a dejarlo todo como lo había encontrado y se fue por donde había entrado. En el preciso instante en que salía por el techo del cuarto de baño, oyó entrar al senador.

Ahora, con Sexton de pie delante de ella mirándola fijamente, notó que éste intentaba encontrar una mentira en sus ojos. Sedgewick Sexton podía oler una mentira como nadie. Si ella le mentía, él lo sabría.

—Ha estado usted bebiendo —dijo Gabrielle, apartando la mirada. «¿Cómo sabe que he estado en su despacho?»

Sexton le puso las manos en los hombros y la obligó a girarse.

—¿Estaba en mi despacho?

Gabrielle sintió un miedo que fue en aumento. Sin duda Sexton había estado bebiendo. La agarraba con brusquedad.

—¿En su despacho? —preguntó, forzando una risa confundida—. ¿Cómo? ¿Por qué?

—He oído mi Jourdain al fondo mientras hablábamos.

Gabrielle se encogió por dentro. «¿El reloj?» Ni siquiera se le había ocurrido.

—¿Se da usted cuenta de lo ridículo que suena eso?

—Me paso todo el día en ese despacho. Sé perfectamente cómo suena mi reloj.

Gabrielle supo entonces que tenía que terminar con aquello de inmediato. «La mejor defensa es un buen ataque». Al menos eso era lo que siempre decía Yolanda Cole. Se llevó las manos a la cintura y arremetió contra el senador con todas sus armas. Dio un paso adelante y acercó su rostro al de él con una mirada desafiante.

—A ver si lo entiendo, senador. Son las cuatro de la mañana, usted ha estado bebiendo, ha oído un tictac al teléfono, ¿y por eso está aquí? —Gabrielle señaló indignada hacia la puerta de su despacho, situado al fondo del pasillo—. Por simple curiosidad, ¿acaso me está acusando de haber desactivado un sistema de alarma federal, de haber abierto dos cerraduras, entrar en su despacho, de ser lo suficientemente estúpida para contestar al móvil mientras estaba cometiendo un delito grave, reconfigurar el sistema de alarma al salir y luego utilizar con toda la calma del mundo el servicio de señoras antes de salir corriendo del edificio sin nada que justifique mi presencia aquí? ¿Es eso lo que pretende decirme?

Sexton parpadeó con los ojos como platos.

—Está claro por qué la gente no debería beber sola —dijo Gabrielle—. Y ahora, ¿quiere hablar de la NASA o no?


Sexton estaba ofuscado mientras volvía a su despacho. Fue directamente al mueble bar y se sirvió una Pepsi. Estaba totalmente seguro de que no se notaba bebido. ¿De verdad podía haberse equivocado sobre eso? En el otro extremo de la habitación, se oía el burlón tictac de su Jourdain. Se tomó la Pepsi de un trago y se sirvió otra, y otra más para su asesora.

—¿Le apetece beber algo, Gabrielle? —preguntó, girando sobre sus talones y volviendo la mirada hacia la habitación. Ella no le había seguido hasta dentro. Seguía de pie en el marco de la puerta, enfurruñada—. Oh, vamos, ¡por el amor de Dios! Entre. Cuénteme lo que ha descubierto en la NASA.

—Creo que ya he tenido bastante por esta noche —dijo Gabrielle con voz distante—. Hablaremos mañana.

Sexton no estaba de humor para juegos. Necesitaba esa información de inmediato y no tenía la menor intención de suplicar por ella. Soltó un suspiro cansado. «Extiende el vínculo de confianza. Todo es cuestión de confianza».

—La he cagado —dijo—. Lo siento. Ha sido un día horrible. No sé en qué estaba pensando.

Gabrielle no se movió del umbral.

Sexton fue hasta su escritorio y dejó la Pepsi de Gabrielle sobre su carpeta. Indicó con un gesto a su silla de piel... la posición de poder.

—Tome asiento. Disfrute de un refresco. Voy a meter la cabeza debajo del grifo —dijo, dirigiéndose al cuarto de baño. Gabrielle seguía sin moverse.

—Creo que he visto un fax en el aparato —gritó Sexton por encima del hombro al entrar en el cuarto de baño. «Muéstrale que confías en ella»—. Échele un vistazo por mí, ¿de acuerdo?

Cerró la puerta y llenó el lavabo con agua fría. Se la echó a la cara y no se notó más despejado. Aquello no le había ocurrido nunca antes... la sensación de estar tan seguro y de haberse equivocado tanto. Era un hombre que se fiaba de sus instintos y éstos le decían que Gabrielle Ashe había estado en su despacho. Pero ¿cómo? Era imposible.

Se dijo que lo mejor era olvidar lo ocurrido y concentrarse en lo que tenía entre manos. La NASA. En ese instante necesitaba a Gabrielle. No era el momento de distanciarse de ella. «Olvídate de los instintos. Te has equivocado».

Mientras se secaba la cara, echó la cabeza hacia atrás y soltó un profundo suspiro. «Relájate», se dijo. «No te pases de la raya». Cerró los ojos, volvió a inspirar profundamente y se sintió mucho mejor.

Cuando salió del cuarto de baño, le alivió ver que Gabrielle había dado su brazo a torcer y había vuelto a entrar a su despacho. «Bien», pensó. «Ahora podemos ponernos manos a la obra». Gabrielle estaba de pie junto al aparato de fax, hojeando las páginas que habían entrado. Sin embargo, Sexton se quedó confundido al ver el rostro de su ayudante. Era una máscara de desorientación y de miedo.

—¿Qué ocurre? —preguntó, acercándose a ella.

Gabrielle se tambaleó, como a punto de desmayarse.

-¿Qué?

—El meteorito... —dijo con voz débil, intentando encontrar aire al tiempo que su mano temblorosa le pasaba el montón de papeles de fax—. Y su hija... está en peligro.

Perplejo, Sexton fue hacia ella y le arrebató las páginas del fax. La primera era una nota escrita a mano. Sexton reconoció de inmediato la letra. El comunicado era extraño y resultaba chocante en toda su simplicidad.


El meteorito es falso. Aquí están las pruebas que lo demuestran. NASA/Casa Blanca intentan matarme. ¡Ayuda! — RS.


No era frecuente que el senador se sintiera totalmente incapaz de comprender algo, pero, por más que volviese a leer las palabras de Rachel, seguía sin tener la menor idea de cómo interpretarlas.

«¿Que el meteorito es falso? ¿Que la NASA y la Casa Blanca intentan matarla?»

Presa de un creciente aturdimiento, empezó a hojear la media docena de páginas. La primera era una imagen de ordenador cuyo título rezaba «Radar de Penetración en Tierra» (RPT). La imagen parecía cierta clase de sondeo del hielo. Vio la fosa de extracción del que se había hablado en televisión. Lo que atrajo su mirada fue algo parecido al débil perfil de un cuerpo que flotaba en ella. Luego vio algo que le resultó incluso mucho más sorprendente: la clara silueta de un segundo foso directamente debajo de donde estaba el meteorito, como si la piedra hubiera sido insertada desde debajo del hielo.

«¿Qué diantre...?»

Cuando pasó a la página siguiente, se encontró cara a cara con la fotografía de cierta especie viva oceánica llamada Bathynomous giganteus. La miró fijamente, presa de un absoluto asombro. «¡Ése es el animal de los fósiles del meteorito!»

Entonces empezó a hojear las páginas más deprisa y vio una muestra gráfica en la que quedaba representado el contenido de hidrógeno ionizado de la corteza del meteorito. La página en cuestión había sido garabateada a mano: «¿Abrasión por fluido criogénico? ¿Un Motor Expansor de Ciclo?»

Sexton no podía creer lo que veían sus ojos. Cuando la habitación ya empezaba a girar a su alrededor, llegó a la última página: la foto de una roca que contenía burbujas metálicas exactamente iguales a las que se habían descubierto en el meteorito. Sorprendentemente, la descripción que acompañaba a la imagen decía que la roca era producto del volcanismo oceánico. «¿Una roca oceánica?», se preguntó. «¡Pero si la NASA decía que los cóndrulos sólo se formaban en el espacio!»

Dejó las hojas sobre su escritorio y se derrumbó en su silla. Sólo había tardado quince segundos en colocar todas las piezas del rompecabezas que estaba mirando. Las implicaciones que contenían las imágenes de las páginas estaban más que claras. Cualquier idiota podía ver lo que esas fotos probaban.

«¡El meteorito de la NASA es falso!»


Ningún día de su carrera política había estado tan lleno de altibajos. El día había sido una montaña rusa de esperanza y de desesperación. El desconcierto que sentía al plantearse cómo podía haberse destapado aquel enorme chanchullo se evaporó por irrelevante en cuanto se dio cuenta de lo que el chanchullo significaba para él en términos políticos.

«En cuanto haga pública esta información, ¡la presidencia será mía!»

En su arranque de celebración, el senador Sedgewick Sexton se había olvidado por un instante de la afirmación de su hija, según la cual estaba en apuros.

—Rachel tiene problemas —dijo Gabrielle—. La nota dice que la NASA y la Casa Blanca intentan...

De pronto el aparato de fax de Sexton empezó a sonar de nuevo. Gabrielle giró sobre sus talones y lo miró fijamente. Sexton se vio también mirándolo. No podía ni imaginar qué otra cosa podía estar enviándole Rachel. ¿Más pruebas? ¿Cuántas más podía haber? «¡Con éstas hay más que suficiente!»


Sin embargo, cuando el fax contestó la llamada no entró ninguna página. El aparato, al no detectar señal de envío de datos, activó automáticamente el contestador.

—Hola —crepitó el mensaje saliente de Sexton—. Ha llamado al despacho del senador Sedgewick Sexton. Si está intentando enviar un fax, puede hacerlo en cualquier momento. Si no es así, puede dejar un mensaje después de la señal.

Antes de que Sexton pudiera contestar, la máquina soltó un pitido.

—¿Senador Sexton? —La voz del hombre sonaba firme y apremiante—. Soy William Pickering, director de la Oficina de Reconocimiento Nacional. Probablemente no esté en su despacho a estas horas, pero necesito hablar con usted de inmediato. —Hizo una pausa, como si esperara que alguien contestara.

Gabrielle alargó el brazo para levantar el auricular.

Sexton la agarró del brazo y lo retiró violentamente.

Gabrielle pareció perpleja.

—Pero es el director de...

—Senador —continuó Pickering, que parecía casi aliviado de que nadie contestara—. Me temo que le llamo con noticias muy preocupantes. Acabo de enterarme de que su hija Rachel corre extremo peligro. Tengo a un equipo intentando ayudarla mientras hablamos. No puedo darle detalles sobre la situación por teléfono, pero acaban de informarme de que puede haberle enviado por fax ciertos datos relativos al meteorito de la NASA. No he visto esos datos, de modo que no sé de qué se trata, pero la gente que amenaza a su hija acaba de advertirme que si usted o cualquier otra persona hace pública esa información, su hija morirá. Lamento ser tan directo, señor. Estoy intentando ser lo más claro posible. La vida de su hija está amenazada. Si es cierto que le ha enviado algo por fax, no lo comparta con nadie. Todavía no. La vida de su hija depende de ello. Quédese donde está. Me reuniré con usted en breve. —Pickering hizo una pausa—. Con suerte, senador, todo esto se habrá resuelto antes de que usted se despierte. Si, por casualidad, recibe este mensaje antes de que yo llegue a su despacho, quédese donde está y no llame a nadie. Estoy haciendo todo lo posible por devolverle a su hija sana y salva.

Pickering colgó.


Gabrielle estaba temblando.

—¿Rachel está secuestrada?

Sexton percibió que, incluso a pesar de lo mucho que la había decepcionado, Gabrielle sentía una dolorosa empata al pensar que una joven tan brillante estuviera en peligro. Extrañamente, a Sexton no le resultaba tan fácil sentir las mismas emociones. Se sentía como un niño grande al que acabaran de darle su más preciado regalo de Navidad, y se negaba a que nadie se lo arrebatara de las manos.

«¿Pickering quiere que no comparta esto con nadie?»

Lo meditó durante unos segundos, intentando decidir qué significado tenía todo aquello. En la parte fría y calculadora de su mente, sentía que el engranaje de su cerebro empezaba a funcionar: un ordenador en el que se presentaban todos los escenarios políticos posibles para evaluar después cada resultado. Miró el montón de faxes que tenía en las manos y empezó a sentir el salvaje poder de las imágenes. Ese meteorito de la NASA había hecho añicos su sueño de acceder a la presidencia. Pero era todo mentira. Una farsa. Ahora, los responsables de su desgracia lo iban a pagar. El meteorito que sus enemigos habían creado para destruirle le harían poderoso más allá de lo imaginable. Su hija se había encargado de ello.


Hipnotizado ante las deslumbrantes imágenes de su propia resurrección, Sexton navegaba a la deriva entre la niebla de su mente cuando cruzó la habitación. Fue hasta la fotocopiadora y la encendió, preparándose para copiar los documentos que Rachel le había enviado por fax.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Gabrielle, aparentemente desconcertada.

—No matarán a Rachel —declaró Sexton. Incluso en el caso de que algo fuera mal, sabía que perder a su hija en manos del enemigo no haría sino incrementar su poder. Pasara lo que pasara, no tenía nada que perder. A eso se le llamaba un riesgo aceptable.

—¿Para quién son esas copias? —preguntó de nuevo Gabrielle—, ¡William Pickering ha dicho que nadie más debe saberlo!

Sexton se dio la vuelta desde la fotocopiadora y la miró, perplejo al darse cuenta de lo poco atractiva que de pronto le parecía aquella mujer. En ese preciso instante, el senador Sexton era una isla. Intocable. Todo lo que necesitaba para ver cumplidos sus sueños estaba ahora en sus propias manos. Ya nada podía detenerle. Ni las acusaciones de haber aceptado sobornos. Ni los rumores que apuntaban a sus escándalos sexuales. Nada.

—Váyase a casa, Gabrielle. Esta noche no voy a necesitarla más.