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La estructura que alberga el cuartel general de la NASA es un mastodóntico rectángulo de cristal situado en el número 300 de E Street, en Washington D.C. El edificio está conformado por un entramado de más de trescientos cincuenta kilómetros de cables y miles de toneladas de procesadores informáticos. Da cabida a mil ciento treinta y cuatro funcionarios que controlan el presupuesto anual de quince mil millones de dólares de la NASA y las operaciones diarias de las doce bases que la agencia tiene en todo el país.
A pesar de la hora, a Gabrielle no le sorprendió ver el vestíbulo del edificio rebosante de gente, ya que allí habían coincidido excitados equipos periodistas, junto con personal de la NASA aún más excitado. Gabrielle entró apresuradamente. La entrada al edificio parecía un museo espectacularmente dominado por réplicas a tamaño natural de las cápsulas y satélites de misiones famosas suspendidas del techo. Los equipos de televisión se habían instalado en el impecable suelo de mármol, captando a los empleados que entraban por la puerta con ojos como platos.
Gabrielle escrutó la multitud, pero no vio a nadie parecido a Chris Harper, el director de misión del EDOP. La mitad de la gente que había en el vestíbulo tenía pases de prensa y la otra mitad llevaba identificaciones con foto de la NASA colgadas del cuello. Ella no tenía ni lo uno ni lo otro. Vio a una joven con una identificación de la agencia al cuello y corrió hacia ella.
—Hola. Busco a Chris Harper.
La mujer le dedicó una extraña mirada, como si la reconociera de algún sitio y no lograra saber de dónde.
—He visto pasar al doctor Harper hace un rato. Creo que ha subido. ¿Nos conocemos?
—Me parece que no —dijo Gabrielle, dando media vuelta—. ¿Cómo puedo subir?
—¿Trabaja usted en la NASA?
—No.
—Entonces no puede subir.
—Oh. ¿Hay algún teléfono que pueda usar para...?
—Oiga —dijo la mujer, que de pronto parecía enojada—. Ya sé quién es usted. La he visto en televisión en compañía del senador Sexton. No puedo creer que haya tenido el valor de...
Gabrielle ya se había marchado, desapareciendo entre la multitud. A su espalda, pudo oír cómo la mujer iba diciendo, enfadada, que la había visto allí.
«Genial. Hace sólo dos segundos que he entrado por la puerta y ya estoy en la lista de los más buscados».
Mantuvo la cabeza gacha mientras se dirigía a toda prisa hacia la parte más alejada del vestíbulo. Había un directorio del edificio en la pared. Escrutó los listados, buscando a Chris Harper. Nada. El directorio no mostraba ningún nombre. Estaba ordenado por departamentos.
«¿EDOP?», se preguntó, escudriñando la lista en busca de algo que tuviera alguna relación con el Escáner de Densidad Polar Orbital. No vio nada. Tenía miedo de mirar por encima del hombro, no fuera que un grupo de indignados empleados de la NASA estuviera a punto de lapidarla. Lo único que vio en la lista que parecía remotamente prometedor estaba en la cuarta planta:
EMPRESA DE CIENCIAS DE LA TIERRA, FASE II
Sistema de Observación de la Tierra (SOT)
Sin mirar a la multitud, Gabrielle se dirigió hacia una zona que albergaba una batería de ascensores y una fuente. Buscó los botones para llamarlos, pero sólo vio ranuras. «Maldición». Los ascensores estaban perfectamente controlados: sólo los empleados tenían tarjetas de identificación de acceso.
Un grupo de jóvenes que hablaban eufóricos se acercó corriendo. Llevaban al cuello identificaciones con foto de la NASA. Gabrielle se inclinó rápidamente sobre la fuente, mirando hacia atrás. Un hombre de rostro pecoso insertó su identificación en la ranura y abrió la puerta del ascensor. Se reía, sacudiendo la cabeza, maravillado.
—¡Los del BIE deben de estar volviéndose locos! —dijo mientras todos entraban en el ascensor—.¡Hace veinte años que sus equipos de rastreo buscan campos flotantes por debajo de doscientos millijaskis y resulta que la prueba física ha estado enterrada bajo el hielo, aquí en la Tierra, todo este tiempo!
Las puertas del ascensor se cerraron y los hombres desaparecieron.
Gabrielle se incorporó, secándose la boca y preguntándose qué ¡podía hacer. Miró a su alrededor, intentando dar con algún teléfono que comunicara con las distintas oficinas del edificio. Nada. Se preguntó si habría algún modo de hacerse con alguna tarjeta de acceso, pero algo le decía que aquella no era una buena táctica. Hiciera lo ¡que hiciera, sabía que tenía que actuar con rapidez. Vio a la mujer con la que había hablado en el vestíbulo moverse entre la multitud con un oficial de seguridad de la NASA.
Un hombre calvo y elegante pasó a su lado, apresurándose hacia los ascensores. Gabrielle volvió a inclinarse sobre la fuente. El hombre no pareció percatarse de su presencia. Ella lo observó en silencio mientras él insertaba su tarjeta de identificación en la ranura. Las puertas de otro ascensor se abrieron y el hombre entró en él.
«A la mierda», pensó Gabrielle, decidiéndose. «Ahora o nunca».
Cuando las puertas del ascensor ya se cerraban, se apartó de la fuente y corrió hacia allí, alargando la mano e impidiendo que lo hicieran. Entonces volvieron a abrirse y ella entró con el rostro radiante de entusiasmo.
—¿Alguna vez había visto algo así? —le soltó al sorprendido hombre calvo—. ¡Dios mío. Qué locura!
El hombre le dedicó una mirada incómoda.
—¡Los del BIE deben de haberse vuelto locos! —dijo Gabrielle—. ¡Hace veinte años que sus equipos de rastreo buscan campos flotantes por debajo de doscientos millijaskis y resulta que la prueba física ha estado enterrada bajo el hielo, aquí en la Tierra, todo este tiempo!
El hombre pareció sorprendido.
—Bueno, sí... la verdad es que resulta bastante... —empezó, mirándole el cuello, al parecer preocupado al no ver en él ninguna identificación—. Disculpe, ¿trabaja usted...?
—Al cuarto, por favor. ¡He venido tan deprisa que apenas me he acordado de ponerme la ropa interior! —exclamó entre risas, echando una rápida mirada a la identificación del tipo: «James Theisen. Administración Financiera».
—¿Trabaja aquí? —le preguntó él, un tanto incómodo—. ¿Señorita...?
Gabrielle se quedó literalmente boquiabierta.
—¡Jim! ¡Me ofende usted! ¡No hay nada peor que hacer que una mujer se sienta insignificante!
El hombre palideció durante un instante, al parecer inquieto y pasándose una mano avergonzada por la cabeza.
—Lo siento. Es toda esta excitación, ya me entiende. Reconozco que me resulta usted muy familiar. ¿En qué programa está trabajando?
«Mierda». Gabrielle esbozó una sonrisa segura de sí misma.
—En el SOT.
El hombre señaló al botón iluminado de la cuarta planta.
—Obviamente. Me refería al proyecto en concreto.
Gabrielle sintió que se le aceleraba el pulso. Sólo se le ocurrió uno.
—EDOP.
El hombre pareció sorprendido.
—¿En serio? Creía conocer a todos los miembros del equipo del doctor Harper.
Ella respondió con una avergonzada inclinación de cabeza.
—Chris me tiene escondida. Soy la estúpida programadora que se cargó el índice de vóxel del software de detección de anomalías.
Ahora fue el hombre calvo quien se quedó boquiabierto.
—¿Usted?
Gabrielle frunció el ceño.
—Hace semanas que no duermo.
—¡Pero el doctor Harper fue quien asumió toda la responsabilidad de lo ocurrido!
—Lo sé. Chris es así. Al menos logró repararlo. Menudo comunicado el de esta noche, ¿no le parece? Este meteorito. ¡No salgo de mi asombro!
El ascensor se detuvo en la cuarta planta. Gabrielle salió de un salto al vestíbulo.
—Encantada de verte, Jim. ¡Dale recuerdos a los chicos de presupuesto!
—Claro —tartamudeó el hombre al tiempo que las puertas se cerraban—. Encantado de volver a verte.