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Cuando se sentó, envuelta en el ambiente cargado del despacho de Marjorie Tench, Gabrielle Ashe fue presa de una sensación de precaria incertidumbre. «¿Qué diantre puede querer de mí esta mujer?» Detrás del único escritorio de la sala, Tench se recostó en su silla al tiempo que sus rasgos duros parecían irradiar complacencia ante la incomodidad de Gabrielle.
—¿Le molesta el humo? —preguntó Tench, sacando otro cigarrillo del paquete.
—No —mintió Gabrielle.
En cualquier caso, Tench ya lo estaba encendiendo.
—Usted y su candidato han mostrado un gran interés por la NASA durante esta campaña.
—Cierto —replicó Gabrielle, sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su enojo—, gracias a cierta incitación llena de creatividad. Me gustaría que me diera una explicación.
Tench frunció los labios con fingida inocencia.
—¿Quiere saber por qué le he estado enviando información por e-mail para ayudarle en su ataque contra la NASA?
—La información que usted me ha enviado perjudica a su Presidente.
—A corto plazo, así es.
El tono amenazador de Tench incomodó a Gabrielle.
—¿Qué debo entender con eso?
—Relájese, Gabrielle. Mis e-mails no han cambiado mucho las cosas. El senador Sexton estaba empeñado en machacar a la NASA antes de mi aparición. Yo simplemente le he ayudado a clarificar su mensaje. A consolidar su postura.
—¿A consolidar su postura?
—Exacto —dijo Tench con una sonrisa que dejó a la vista sus dientes manchados—. Cosa que ha hecho de forma harto efectiva esta tarde en la CNN.
Gabrielle se acordó de la reacción del senador ante la pregunta «rompevallas». «Sí, aboliría la NASA». Sexton había terminado acorralado, pero había salido del cuadrilátero con un buen derechazo. Había recurrido a la maniobra correcta. ¿O no era así? A tenor de la mirada satisfecha de Tench, Gabrielle tuvo la impresión de que le faltaba cierta información.
Tench se levantó de pronto y su cuerpo desgarbado dominó el exiguo espacio. Con el cigarrillo colgándole de los labios, fue hasta una caja fuerte abierta en la pared y sacó de ella un abultado sobre, regresó a su escritorio y volvió a tomar asiento.
Gabrielle echó un vistazo al sobre recién aparecido.
Tench sonrió, acunando el sobre en su regazo como un jugador de póquer amagando una escalera real. Las yemas amarillentas de sus dedos tiraban de la esquina del sobre, produciendo un repetitivo y fastidioso arañazo, como si saboreara la expectación.
Gabrielle sabía que se trataba sólo de su propia conciencia culpable, pero sus primeros miedos apuntaron a que el sobre contenía alguna prueba de su indiscreción sexual con el senador. «Qué ridiculez», pensó. El encuentro con el senador había ocurrido a última hora en el despacho de Sexton, que además estaba cerrado con llave. Por otro lado, si la Casa Blanca hubiera encontrado alguna prueba, sin duda ya la habría hecho pública.
«Puede que sospechen algo», pensó Gabrielle, «pero no tienen pruebas».
Tench aplastó el cigarrillo.
—Señorita Ashe, sea o no consciente de ello, está usted atrapada en mitad de una batalla que lleva librándose en Washington entre bastidores desde 1996.
Aquella estratagema directa nada tenía que ver con lo que ella se esperaba.
—¿Cómo dice?
Tench encendió otro cigarrillo. Sus labios larguiruchos se cerraron a su alrededor y la punta enrojeció.
—¿Qué sabe usted del proyecto de ley conocido como Acta de Promociones para la Comercialización del Espacio?
Gabrielle jamás había oído hablar de ella. Se encogió de hombros, confundida.
—¿Ah, sí? —dijo Tench—. Me sorprende. Sobre todo teniendo en cuenta la plataforma de su candidato. El Acta de Promociones para la Comercialización del Espacio fue propuesta en 1996 por el senador Walker. El proyecto de ley, en esencia, cita el fracaso de la NASA a la hora de llevar a cabo cualquier proyecto realmente valioso desde que puso al hombre en la Luna. Pide la privatización de la NASA mediante la venta inmediata de sus activos a compañías aeroespaciales privadas, permitiendo que el sistema de libre mercado explore el espacio de manera más efectiva y aliviando así la carga que la NASA supone en la actualidad para el contribuyente.
A Gabrielle no le sonaba ajena la propuesta de privatización en boca de los críticos de la NASA como solución a los infortunios de la agencia espacial, pero no era consciente de que la idea hubiera llegado a tomar la forma de un proyecto de ley oficial.
—El proyecto de ley de comercialización —dijo Tench— se ha presentado al Congreso en cuatro ocasiones. Es similar a otros proyectos de ley que han privatizado con éxito industrias gubernamentales, como la de la producción de uranio. El Congreso ha aprobado el proyecto de ley de comercialización del espacio las cuatro veces que le ha sido presentado. Afortunadamente, la Casa Blanca lo ha vetado en las cuatro. Zachary Herney ha tenido que vetarlo en dos.
—¿Qué me quiere decir?
—Lo que le quiero decir es que este es un proyecto de ley que el senador Sexton sin duda apoyará si sale elegido Presidente. Tengo mis motivos para creer que no tendrá el menor escrúpulo a la hora de vender los activos de la NASA a postores comerciales en cuanto tenga ocasión. En resumen, que su candidato apoyaría la privatización para impedir que los dólares del contribuyente financien la exploración espacial.
—Por lo que sé, el senador nunca se ha pronunciado públicamente sobre su postura respecto a ningún Acta de Promociones para la Comercialización del Espacio.
—Cierto. Y, aún así, conociendo su política, supongo que no le sorprendería si él le diera su apoyo.
—Los sistemas de mercado libre tienden a fomentar la eficacia.
—Entiendo eso como un «sí» —dijo Tench, mirándola fijamente—Desgraciadamente, privatizar la NASA es una idea abominable, y existen innumerables motivos por los que todas las administraciones de la Casa Blanca lo han rechazado desde la aparición del proyecto de ley.
—Conozco los argumentos contra la privatización del espacio —dijo Gabrielle—, y comprendo sus preocupaciones.
—¿Ah, sí? —dijo Tench, inclinándose hacia ella—. ¿Y qué argumentos ha oído usted?
Gabrielle se removió en su asiento, incómoda.
—Bueno, básicamente los miedos típicamente académicos, el más común de los cuales es que si privatizamos la NASA nuestra búsqueda actual de conocimiento científico del espacio se vería rápidamente abandonada en manos de empresas con ánimo de lucro.
—Cierto. La ciencia espacial moriría en un santiamén. En vez de invertir dinero para estudiar el universo, las compañías espaciales privadas minarían los asteroides, construirían hoteles turísticos en el espacio y ofrecerían servicios de lanzamiento de satélites comerciales. ¿Para qué iban a molestarse las compañías privadas en estudiar los orígenes de nuestro universo cuando eso es algo que les costaría miles de millones y sin obtener ninguna recompensa financiera?
—No lo harían —contraatacó Gabrielle—. Aunque, sin duda, podría crearse una Fundación Nacional para la Ciencia Espacial con el fin de financiar las misiones científicas.
—Ya disponemos de ese sistema. Se llama NASA.
Gabrielle guardó silencio.
—El abandono de la ciencia en favor de los beneficios económicos es un asunto secundario —dijo Tench—, apenas relevante comparado con el caos absoluto que se produciría al permitir al sector privado moverse libremente por el espacio. Volveríamos a vivir el fenómeno del Salvaje Oeste. Veríamos a pioneros intentando hacer valer sus derechos de propiedad sobre la Luna y sobre asteroides y defendiendo esas exigencias con decisión. He oído hablar de peticiones de compañías que quieren poner carteles de neón que parpadeen anuncios luminosos en el cielo por la noche. He visto peticiones de hoteles espaciales y de atracciones turísticas cuyas operaciones incluyen lanzar sus desperdicios al vacío del espacio y crear montones de basura orbital. De hecho, ayer mismo leí una propuesta de una compañía que quiere convertir el espacio en un mausoleo poniendo a los muertos en órbita. ¿Puede imaginarse a nuestros satélites de telecomunicaciones impactando con cuerpos sin vida? La semana pasada tuve en mi despacho a un multimillonario director general cuya petición consistía en enviar una misión a un asteroide cercano, arrastrarlo más cerca de la Tierra y minarlo para extraer de él minerales preciosos. A decir verdad, ¡tuve que recordarle a ese tipo que arrastrar asteroides hasta alcanzar una órbita próxima a la Tierra suponía un riesgo potencial de una catástrofe global! Le aseguro, señorita Ashe, que si ese proyecto de ley se aprueba, las masas de empresarios que invadirán el espacio no serán científicos espaciales. Serán empresarios de grandes bolsillos y mentes superficiales.
—Argumentaciones realmente convincentes —dijo Gabrielle—. Estoy segura de que el senador sopesará esos puntos cuidadosamente si en algún momento se encuentra en la tesitura de tener que votar el proyecto de ley. ¿Puedo preguntar que tiene eso que ver conmigo?
La mirada de Tech se afiló por encima de su cigarrillo.
—Hay mucha gente deseosa de ganar dinero en el espacio y el lobby político está batallando para que se levanten todas las restricciones y se abran las compuertas. El poder de veto del Presidente es la única barrera que nos queda contra la privatización... contra la absoluta anarquía en el espacio.
—En ese caso debo alabar a Zach Herney por vetar el proyecto de ley.
—Mi temor es que su candidato no sea tan prudente si sale elegido.
—Le repito que el senador sopesaría cuidadosamente todos los puntos si se viera en situación de pronunciarse sobre el proyecto de ley.
Tench no parecía convencida del todo.
—¿Sabe usted cuánto gasta el senador Sexton en publicidad en los medios de comunicación?
La pregunta resultó totalmente inesperada.
—Esas cifras son de dominio público.
—Más de tres millones al mes.
Gabrielle se encogió de hombros.
—Si usted lo dice...
La cifra se aproximaba mucho a la realidad.
—Eso es mucho dinero.
—El senador tiene mucho dinero.
—Sí, lo ha sabido invertir bien. O mejor, supo casarse bien —dijo Tench, haciendo una pausa para espirar el humo—. Qué triste lo de su esposa, Katherine. Su muerte le afectó muchísimo. —Siguió un suspiro trágico, claramente fingido—. No hace tanto de su muerte, ¿verdad?
—Vaya al grano o me marcho.
Tench soltó una tos profunda y alargó la mano para coger el grueso sobre de manila. Sacó de él un pequeño montón de papeles grapados y se los dio a Gabrielle.
—Los informes financieros de Sexton.
Gabrielle estudió los documentos, absolutamente perpleja. Los informes comprendían varios años. Aunque ella no tenía acceso al engranaje interno de las finanzas del senador, algo le decía que aquellos datos eran auténticos: cuentas bancarias, cuentas de tarjetas de crédito, préstamos, activos en bolsa, deudas, ganancias y pérdidas de capital.
—Estos datos son privados. ¿De dónde los ha sacado?
—Mi fuente no es asunto suyo. Pero si dedica algún tiempo a estudiar esas cifras, verá claramente que el senador Sexton no dispone de la cantidad de dinero que actualmente está gastando. Después de la muerte de Katherine, dilapidó la gran mayoría del legado de su esposa en inversiones erróneas, caprichos personales y en comprar lo que parece ser cierta victoria en las primarias. Hace seis meses, su candidato estaba arruinado.
Gabrielle intuía que debía de tratarse de un farol. Si Sexton estaba arruinado, desde luego no lo parecía. Compraba tiempo de publicidad en bloques cada vez más grandes todas las semanas.
—Su candidato —continuó Tench— supera por cuatro los gastos del Presidente. Y no dispone de dinero.
—Recibimos muchos donativos.
—Sí, algunos legales.
Gabrielle levantó la cabeza.
—¿Perdón?
Tench se inclinó sobre el escritorio y Gabrielle pudo oler su aliento impregnado de nicotina.
—Gabrielle Ashe, voy a hacerle una pregunta y le sugiero que lo piense bien antes de contestar. Su respuesta puede hacer que pase usted los próximos años en prisión. ¿Es usted consciente de que el senador Sexton está aceptando cuantiosos e ilegales sobornos de compañías aeroespaciales que tienen millones que ganar con la privatización de la NASA?
Gabrielle la miró a los ojos.
—¡Eso es una alegación absurda!
—¿Está usted diciendo que no está usted al corriente de esa actividad?
—Creo que si el senador estuviera aceptando sobornos de la magnitud que usted está sugiriendo yo lo sabría.
Tench sonrió fríamente.
—Gabrielle, entiendo que el senador Sexton haya compartido ciertas cosas con usted, pero le aseguro que hay muchas cosas que usted no sabe de ese hombre.
Gabrielle se levantó.
—La reunión ha terminado.
—Al contrario —dijo Tench, sacando el resto del contenido de la carpeta y esparciéndolo sobre el escritorio.
—Esta reunión acaba de empezar.