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A pesar de lo penoso que le resultaba recurrir a la chusma de los taxis para desplazarse por la ciudad, el senador Sedgewick había aprendido a soportar esos momentos de degradación ocasional en su camino hacia la gloria. El sucio taxi Mayflower que acababa de depositarle en el aparcamiento subterráneo del Purdue Hotel le proporcionaba algo que su amplia limusina no podía: anonimato.
Le encantó encontrar desierto el aparcamiento. Sólo unos cuantos coches polvorientos salpicaban un bosque de pilares de cemento. Mientras avanzaba en diagonal y a pie por el garaje, echó un vistazo a su reloj.
«Las 11:15. Perfecto».
El hombre con el que iba a reunirse siempre se mostraba muy quisquilloso con el tema de la puntualidad. Sexton recordó que, bien pensado, y teniendo en cuenta la identidad de su representado, podía mostrarse quisquilloso sobre cualquier maldito asunto que se le antojara.
Vio el Ford Windstar blanco aparcado exactamente en el mismo lugar donde lo había estado en cada uno de sus encuentros: en la esquina situada más al este del garaje, detrás de una fila de cubos de basura. Sexton habría preferido encontrarse con aquel hombre en una de las suites del hotel, pero indudablemente era consciente de las precauciones que se imponían. Los amigos de ese hombre no habían llegado al puesto que ocupaban dejando nada al azar.
Mientras se dirigía a la camioneta, sintió el conocido nerviosismo que siempre experimentaba antes de uno de esos encuentros. Obligándose a relajar los hombros, subió al asiento del pasajero acompañándose de un alegre saludo con la mano. El caballero de cabello oscuro que ocupaba el asiento del conductor no sonrió. Tenía casi setenta años, pero su rostro curtido rezumaba la dureza propia de su cargo como representante de un ejército de cínicos visionarios y de despiadados capitalistas. —Cierre la puerta —le dijo en tono seco.
Sexton obedeció, tolerando elegantemente la hosquedad del hombre. Al fin y al cabo, aquel tipo representaba a personas que controlaban enormes sumas de dinero reunidas recientemente para colocarle a él en el umbral del despacho más poderoso del mundo. Sexton había terminado por comprender que esos encuentros no eran tanto sesiones de estrategia como recordatorios mensuales de hasta qué punto se debía a sus benefactores. Aquellas personas esperaban obtener jugosos beneficios de su inversión. Sexton no podía negar que el «beneficio» era una exigencia asombrosamente escueta; sin embargo, y por increíble que resultara, se trataba de algo que estaría en su esfera de influencia en cuanto se sentara en el Despacho Oval.
—Supongo —dijo Sexton, que sabía que a aquel hombre le gustaba ir directamente al grano— que se ha hecho efectivo un nuevo pago.
—Así es. Y, como es habitual, debe usted utilizar estos fondos exclusivamente para su campaña. Nos ha complacido ver que los sondeos se inclinan cada vez más a su favor, y parece que sus jefes de campaña han estado gastando nuestro dinero de forma efectiva.
—Estamos avanzando muy rápido.
—Como le mencioné por teléfono —dijo el anciano—, he convencido a seis más para que se reúnan con usted esta noche.
—Excelente. —Sexton ya se había reservado tiempo para dedicarlo a esa reunión.
El anciano le entregó una carpeta.
—Aquí tiene su información. Estúdiela. Quieren asegurarse de que comprende usted sus preocupaciones de forma específica y de que es usted afín a ellas. Le sugiero que se reúna con ellos en su residencia.
—¿En mi casa? Pero normalmente me reúno...
—Senador. Estos seis hombres dirigen compañías poseedoras de recursos que exceden con mucho los de otras con las que usted ya ha entrado en contacto. Estos hombres son peces gordos y muy cautos. Tienen más que ganar, y, por tanto, también tienen más que perder. No me ha sido tarea fácil convencerles de que se reúnan con usted. Requerirán un trato especial. Un toque personal.
Sexton respondió con una rápida inclinación de cabeza.
—Perfecto. Puedo organizar una reunión en mi casa.
—No hace falta que le diga que desean total privacidad.
—Yo también.
—Buena suerte —dijo el anciano—. Si esta noche todo sale bien, podría ser su última reunión. Esos hombres solos pueden proporcionar todo lo necesario para darle a su campaña el empujón definitivo.
A Sexton le gustó cómo sonaba aquello. Dedicó al anciano una sonrisa confiada.
—Con suerte, amigo, cuando lleguen las elecciones, cantaremos victoria.
—¿Victoria? —El anciano lo miró ceñudo, inclinándose hacia Sexton con ojos amenazadores—. Colocarle a usted en la Casa Blanca no es más que el primer paso hacia la victoria, senador. Espero que no lo haya olvidado.