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El submarino nuclear Charlotte llevaba cinco días estacionado en el Océano Ártico. Su presencia en la zona era máximo secreto.

El Charlotte, un submarino de clase Los Ángeles, había sido diseñado para «escuchar sin ser oído». Sus cuarenta y dos toneladas de turbinas estaban suspendidas sobre amortiguadores que eliminaban cualquier posible vibración. A pesar del sigilo con el que se movía, el submarino de clase LA dejaba un rastro en el agua mucho mayor que cualquiera de los submarinos de reconocimiento en activo. Con una longitud de más de ciento nueve metros de eslora, si se colocaba el casco en uno de los campos de fútbol americano de la NFL, a buen seguro aplastaría ambas porterías. Con una longitud de siete veces la del primer submarino de clase Holland de la Marina de Estados Unidos, el Charlotte desplazaba seis mil novecientas veintisiete toneladas de agua cuando se sumergía por completo y podía avanzar a la increíble velocidad de treinta y cinco nudos.

La profundidad normal de crucero de la nave estaba justo por debajo del termocline, una pendiente natural de temperatura que distorsionaba los reflejos del sonar situado por encima y que lo hacía invisible a los radares de superficie. Con una tripulación de ciento cincuenta y ocho hombres y una profundidad de inmersión máxima de cuatrocientos cincuenta metros, la nave representaba el último grito en sumergibles y era el puntal oceánico de la Marina de Estados Unidos. Su sistema de oxigenación por electrólisis evaporativa, sus dos reactores nucleares y su aprovisionamiento calculado al dedillo, le permitían circunnavegar el globo veintiuna veces sin necesidad de emerger. Los desperdicios generados por la tripulación, como ocurre con la mayoría de cruceros, eran comprimidos en bloques de treinta kilos y lanzados al océano. Esos enormes ladrillos de heces recibían jocosamente el nombre de «mierdas de ballena».

El técnico que estaba sentado delante de la pantalla del oscilador en la sala del sonar era uno de los mejores del mundo. Su mente era un diccionario de sonidos y formas de ondas. Podía distinguir entre los sonidos de las hélices de más de doce tipos de submarinos rusos, cientos de animales marinos, e incluso localizar con toda precisión volcanes submarinos situados en Japón.

Aún así, en ese momento estaba escuchando un eco sordo y repetitivo. Aunque el sonido resultaba claramente distinguible, era de lo más inesperado.

—No te vas a creer lo que me está llegando a estos chismes de escucha —le dijo a su asistente de registros, pasándole los auriculares.

El asistente se puso los auriculares y una mirada incrédula le cruzó la cara.

—Dios mío. Es claro como el agua. ¿Qué hacemos? El técnico de sonar estaba ya al teléfono, hablando con el capitán.

Cuando el capitán del submarino llegó a la sala del sonar, el técnico emitió en directo una muestra de los sonidos registrados en el sonar por una pequeña serie de altavoces. El capitán escuchó, sin la menor expresión en el rostro. PAM.PAM.PAM. PAM... PAM... PAM...

Más despacio. Más despacio. La pauta se volvía cada vez más difusa. Más y más débil.

—¿Cuáles son las coordenadas? —preguntó el capitán.

El técnico se aclaró la garganta.

—De hecho, señor, procede de la superficie, a unas tres millas a estribor.