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Y muy pronto se añadirían a la lista Rachel Sexton, Michael Tolland y el doctor Marlinson.
«Es la única forma», pensó el controlador, intentando combatir su creciente remordimiento. «Hay demasiado en juego».
El controlador raras veces se mostraba receloso, pero ese día se había llevado la palma. Nada había salido como estaba planeado: el trágico descubrimiento del túnel de inserción en el hielo, las dificultades que había supuesto mantener la información en secreto, y ahora el número de víctimas cada vez mayor.
«En principio no debía morir nadie... excepto el canadiense».
Parecía irónico que la parte técnicamente más difícil del plan hubiera resultado ser la menos problemática. La inserción, completada hacía meses, se había llevado sin el menor fallo. En cuanto la anomalía ocupó su lugar, lo único que restaba era esperar el lanzamiento del Escáner de Densidad Orbital Polar EDOP. El EDOP estaba programado para escanear enormes secciones del Círculo Polar, y antes o después el software de detección de anomalías de a bordo detectaría el meteorito y proporcionaría a la NASA un descubrimiento sin precedentes.
Pero el maldito software no funcionaba.
Cuando el controlador supo que había fallado y que no había ninguna posibilidad de repararlo hasta después de la elecciones, todo el plan quedó amenazado. Sin el EDOP, el meteorito pasaría inadvertido. El controlador tenía que inventarse algo para alertar subrepticiamente a alguien de la NASA sobre la existencia del meteorito. La solución implicaba orquestar una transmisión de radio de emergencia de un geólogo canadiense desde las inmediaciones del punto de inserción. Al geólogo, por razones obvias, había que borrarlo del mapa de forma inmediata y su muerte debía parecer un accidente. Lanzar a un geólogo inocente desde un helicóptero había sido el principio. Ahora las cosas se estaban precipitando.
Wailee Ming. Norah Mangor. Ambos muertos.
El temerario asesinato que acababa de producirse en el monumento a FDR.