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Mientras Corky y Xavia se apiñaban sobre la microsonda de electrones midiendo el contenido de zirconio de los cóndrulos, Rachel siguió a Tolland por el laboratorio a una habitación anexa. Una vez allí, Michael encendió otro ordenador. Al parecer, había otra cosa que el oceanógrafo quería comprobar.

Mientras el ordenador se encendía, Tolland se volvió hacia Rachel. Hizo un gesto con la boca que parecía indicar que estaba a punto de decir algo. Se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, sorprendida al darse cuenta de la fuerte atracción física que sentía hacia él, incluso en medio de aquel caos. Deseó poder dejarlo todo a un lado y estar con Michael... aunque sólo fuera un minuto.

—Le debo una disculpa —dijo él, que parecía muy arrepentido.

—¿Por qué?

—Por lo ocurrido en cubierta. Por los tiburones martillo. Estaba entusiasmado. A veces me olvido de lo aterrador que puede resultar el océano para mucha gente.

Cara a cara con él, Rachel se sentía como una adolescente delante de la puerta de su casa en compañía de un nuevo novio.

—Gracias. No se preocupe. En serio —dijo. Algo dentro de ella le decía que Tolland deseaba besarla.

Un instante después, él apartó tímidamente la mirada.

—Lo sé. No ve la hora de volver a tierra. Deberíamos ponernos manos a la obra.

—Por ahora —dijo Rachel con una suave sonrisa.

—Por ahora —repitió él, tomando asiento delante del ordenador.

Rachel soltó un profundo suspiro de pie junto a él, disfrutando de la intimidad del pequeño laboratorio. Le observó navegar por una serie de archivos.

—¿Qué se supone que estamos haciendo?

—Comprobando las bases de datos en busca de piojos oceánicos de gran tamaño. Quiero ver si podemos encontrar algún fósil marino prehistórico que se parezca a lo que hemos visto en el meteorito de la NASA —explicó. Dio con una página de investigación en cuya parte superior se leía el siguiente título escrito en mayúsculas: PROYECTO DIVERSITAS.

Mientras iba dando un repaso a los distintos menús, explicaba:

—El Diversitas es básicamente un índice que se actualiza continuamente de biodatos oceánicos. Cuando un biólogo marino descubre una nueva especie o fósil oceánicos, puede darlo a conocer y compartir su hallazgo cargando datos y fotos en una base central de datos. Debido a la cantidad de nuevos datos que se descubren cada semana, ésta es la única forma de mantener actualizada la labor de investigación.

Rachel le vio navegar entre los menús.

—Entonces, ¿ahora está accediendo a la Red?

—No. El acceso a Internet es complicado en el mar. Almacenamos toda esta información a bordo en una enorme colección de unidades de discos ópticos en la otra habitación. Cada vez que llegamos a puerto, nos conectamos al Proyecto Diversitas y actualizamos nuestra base de datos con los hallazgos más recientes. Así podemos acceder a la actualización desde el mar sin una conexión a la Red, y sólo con un retraso de un mes, dos como mucho —explicó, riéndose por lo bajo mientras empezaba a teclear términos de búsqueda en el ordenador—. Probablemente habrá oído hablar del controvertido programa de música compartida llamado Napster.

Rachel asintió.

—Diversitas está considerado la versión del Napster de los biólogos marinos. Lo llamamos BIOSCITE: Biólogos Oceánicos Solitarios que Comparten una Investigación Totalmente Excéntrica.

Rachel se rió. Incluso a pesar de lo tenso de la situación, Michael Tolland transmitía un humor irónico que calmaba sus miedos. Estaba empezando a darse cuenta de que últimamente había habido muy poca risa en su vida.

—Nuestra base de datos es enorme —dijo Tolland, completando la entrada de sus palabras clave descriptivas—. Más de diez terabytes de descripciones y fotos. Aquí hay información que nadie ha visto... y que nadie verá. Las especies del océano son simplemente demasiado numerosas —añadió, pulsando el botón «buscar»—. De acuerdo, veamos si alguien ha visto alguna vez un fósil oceánico similar a nuestro pequeño insecto espacial.

Unos segundos más tarde, la pantalla mostró cuatro listados de animales fosilizados. Tolland pulsó con el ratón en cada uno de los listados, uno a uno, y examinó las fotos. Ninguna se parecía ni por asomo a los fósiles del meteorito del Milne.

Frunció el ceño.

—Intentaremos otra cosa —dijo, borrando la palabra «fósil» de la ventana de búsqueda y pulsando «buscar»—. Buscaremos entre todas las especies vivas. Quizá podamos encontrar un descendiente vivo que tenga algunas de las características fisiológicas del fósil del Milne.

La pantalla se actualizó.

De nuevo frunció el ceño. El ordenador le había devuelto cientos de entradas. Se quedó sentado durante un instante, acariciándose la barbilla, que ya mostraba la primera sombra de barba.

—Esto es demasiado. Redefiniremos la búsqueda.

Rachel vio cómo Tolland accedía a un menú desplegable titulado «habitat». La lista de opciones parecía infinita: pozo de marea, pantano, lago, arrecife, cordillera central oceánica, troneras de sulfuro... Fue descendiendo con el cursor por la lista y escogió una opción que rezaba: MÁRGENES DESTRUCTIVOS/FOSAS OCEÁNICAS.

«Muy listo», pensó Rachel. Tolland estaba limitando la búsqueda únicamente a especies que vivían cerca del entorno donde hipotéticamente esas figuras de apariencia semejante a los cóndrulos se formaban.

La página volvió a actualizarse. Esta vez Tolland sonrió. —Genial. Sólo tres entradas.

Rachel entrecerró los ojos para ver el primer nombre de la lista. Limuluspoly... algo.

El oceanógrafo pulsó la entrada con el ratón. Apareció una foto; la criatura parecía un cangrejo herradura de grandes dimensiones sin cola.

No —dijo Tolland, volviendo a la página anterior. Rachel miró el segundo elemento de la lista. Shrimpus Uglius From Hellus. Se quedó confundida. «¿De verdad aquel nombre era auténtico?»

Tolland se rió por lo bajo.

—No. Es una nueva especie que todavía no se ha clasificado. El tipo que la descubrió tiene un gran sentido del humor. Sugiere convertir Shrimpus Uglius en la clasificación taxonómica oficial —explicó, abriendo la foto y revelando una criatura increíblemente fea parecida a una gamba con bigotes y antenas rosas fluorescentes.

—No podía haber escogido un nombre mejor —dijo—. Pero no es nuestro insecto espacial —añadió, volviendo al índice—. La última oferta es... —pulsó con el ratón la tercera entrada y la página apareció.

—Bathynomous giganteus... —Leyó en voz alta cuando apareció el texto. La fotografía se cargó. Era un primer plano a todo color.

Rachel dio un respingo.

—¡Dios mío!

La criatura que la miraba desde la pantalla le dio escalofríos.

Tolland soltó un grave suspiro.

—Vaya, vaya. Este tipo me resulta familiar.

Rachel asintió. Se había quedado sin habla. Bathynomous giganteus. La criatura parecía un piojo marino gigante. Era muy similar a la especie de fósil encontrada en la roca de la NASA.

—Hay algunas sutiles diferencias entre ambas —dijo Tolland, examinando la página hasta dar con unos anagramas y bosquejos anatómicos—. Pero es muy parecida. Sobre todo teniendo en cuenta que ha tenido ciento noventa millones de años para evolucionar.

«Parecida es el término correcto», pensó Rachel. «Demasiado parecida».

Tolland leyó la descripción que aparecía en pantalla.

—«Considerada una de las especies más antiguas del océano, el Bathynomous gigantescus es una rara especie de reciente clasificación. Se trata de un isópodo basurero de aguas profundas semejante a una gran cochinilla. La especie, que puede llegar a tener una longitud de un metro, exhibe un exoesqueleto quitinoso segmentado en cabeza, tórax y abdomen. Posee apéndices y antenas pareados y ojos compuestos como los de los insectos terrestres. Este forrajeador de las profundidades no tiene depredadores conocidos y vive en entornos pelágicos yermos que hasta ahora se consideraban inhabitables, —concluyó. Luego levantó la mirada—. ¡Eso explicaría la inexistencia de otros fósiles en la muestra!

Rachel observaba fijamente a la criatura de la pantalla, entusiasmada y a la vez no demasiado segura de comprender del todo lo que aquello significaba.

—Imagine —proclamó Tolland, entusiasmado— que hace ciento noventa millones de años, una nidada de esos Bathynomous hubiera quedado enterrada en un desprendimiento de barro de las profundidades oceánicas. A medida que el barro se transforma en roca, los insectos se fosilizan en la piedra. Simultáneamente, el suelo oceánico, que está en continuo movimiento como una lenta cinta transportadora hacia las zanjas oceánicas, lleva los fósiles a una zona de altas presiones donde la roca forma cóndrulos —Ahora hablaba más deprisa—. Y si una parte de la corteza fosilizada y condrulizada se fragmentara y terminara sobre la cuña de unión de la zanja, cosa harto frecuente, ¡quedaría en una situación perfecta para ser descubierta!

—Pero si la NASA... —tartamudeó Rachel—. Quiero decir que si esto es mentira, la NASA tenía que saber que antes o después alguien se daría cuenta de que el fósil se parece a una criatura Marina, ¿no? ¡Sin ir más lejos, nosotros nos hemos dado cuenta!

Tolland empezó a imprimir las fotos del Bathynomous en una impresora láser.

—No lo sé. Incluso si alguien se atreviera a señalar las similitudes que existen entre los fósiles y un piojo marino vivo, sus fisiologías no son idénticas. En realidad, el hallazgo casi certifica aún con mayor autoridad la postura de la NASA.

Fue entonces cuando Rachel lo comprendió.

—Panspermia.

«La vida en la Tierra procedía del espacio».

—Exacto. Las similitudes entre los organismos espaciales y los terrestres tienen un excelente sentido científico. A decir verdad, este Piojo marino no hace más que reforzar la postura de la NASA.

—Salvo en el caso de que la autenticidad del meteorito se ponga en duda.

Tolland asintió.

—En cuanto se ponga en duda el meteorito, todo se derrumba. Nuestro piojo marino pasa de ser un amigo de la NASA a la pieza clave de la NASA.

Rachel se quedó en silencio mientras las páginas del Bathynomous salían de la impresora. Intentaba convencerse de que todo era un error sin trampa cometido por la NASA, pero sabía que no lo era. La gente que cometía errores de buena fe no intentaba matar al prójimo.

La voz nasal de Corky reverberó repentinamente en el laboratorio. —¡Imposible!

Tolland y Rachel se volvieron.

—¡Mida otra vez la maldita proporción! ¡No tiene ningún sentido!

Xavia apareció apresuradamente con una copia impresa en la mano. Tenía las facciones demudadas.

—Mike, no sé cómo decir esto... —empezó, antes de que se le quebrara la voz—. Las proporciones de titanio/zirconio que observamos en esta muestra... —carraspeó—. Es muy obvio que la NASA cometió un inmenso error. Su meteorito es una roca oceánica.

Tolland y Rachel se miraron pero ninguno pronunció una sola palabra. Lo sabían. En ese preciso instante, todas las sospechas y las dudas se inflamaron como la cresta de una ola, alcanzando el punto de ruptura.

Tolland asintió con tristeza en los ojos. —De acuerdo. Gracias, Xavia.

—Pero, no entiendo —dijo la geóloga—. La corteza de fusión... la situación de la roca en el hielo...

—Te lo explicaremos de camino a tierra —dijo Tolland—. Nos vamos.

Rápidamente, Rachel recogió todos los documentos y las pruebas de las que ahora disponían. Las pruebas eran más que elocuentes: la copia impresa del GPR que mostraba el túnel de inserción de la Plataforma de Hielo Milne; las fotos de un piojo marino vivo parecido al fósil de la NASA; el artículo del doctor Pollock sobre los cónrulos oceánicos y los datos obtenidos por la microsonda en los que se mostraba el titanio ultrareducido del meteorito.

La conclusión era innegable.

Fraude.


Tolland miró el montón de papeles que Rachel llevaba en la mano y dejó escapar un melancólico suspiro.

—Bien, yo diría que aquí tiene William Pickering su prueba.

Rachel asintió, de nuevo preguntándose por qué Pickering no había contestado a su llamada.

Tolland levantó el auricular de un teléfono cercano y se lo tendió a Rachel.

—¿Quiere intentar llamarle desde aquí?

—No. Pongámonos en marcha. Intentaré localizarle desde el helicóptero.

Rachel ya había decidido que si no podía ponerse en contacto con Pickering, haría que el Guardia de Costas les llevara directamente a la ONR, situada sólo a unas 180 millas de allí.

Tolland iba a colgar el teléfono, pero se detuvo. Con expresión confusa, pegó la oreja al auricular y frunció el ceño.

—Qué raro. No hay tono.

—¿Qué quiere decir?—dijo Rachel, recelosa.

—Extraño —dijo Tolland—. Las líneas directas del COMSAT nunca pierden la conexión...

—¿Señor Tolland?

El piloto de la Guardia de Costas entró corriendo al laboratorio, totalmente pálido.

—¿Qué ocurre? —preguntó Rachel—. ¿Viene alguien?

—Ahí está el problema —dijo el piloto—. No lo sé. El radar y todas las comunicaciones se han desactivado.

Rachel se metió los documentos dentro de la camisa.

—Subamos al helicóptero. Nos vamos. ¡AHORA!