20
El edificio de la CNN que puede verse a las afueras de Washington D. C. es uno de los doscientos doce estudios que la cadena tiene instalados por todo el mundo, comunicados vía satélite al cuartel general de Turner Broadcasting System de Atlanta.
Eran las 13:45 cuando la limusina del senador Sedgewick Sexton entró en el aparcamiento. Se sentía muy orgulloso de sí mismo cuando bajó del vehículo y se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta de entrada. Gabrielle y él fueron recibidos al entrar por un productor barrigón de la CNN con una sonrisa efusiva en el rostro.
—Senador Sexton —dijo el productor—. Bienvenido. Tengo excelentes noticias. Acabamos de enterarnos de la identidad de la persona enviada por la Casa Blanca para enfrentarse a usted. —El productor le mostró una amplia sonrisa que no presagiaba nada bueno—. Espero que haya venido bien preparado —dijo, señalando el estudio que se encontraba al otro lado del cristal de producción.
Sexton miró por el cristal y casi cayó de bruces. Con los ojos clavados en él, envuelta en la nube del humo de su cigarrillo, estaba el rostro más feo de la política norteamericana del momento.
—¿Marjorie Tench? —soltó Gabrielle—. ¿Qué demonios está haciendo ella aquí?
Sexton no tenía la menor idea. Sin embargo, independientemente de cuál fuera la razón de su presencia, la aparición de Marjorie Tench era una estupenda noticia, una clara señal de que el Presidente estaba realmente desesperado. ¿Por qué, si no, habría enviado a su principal asesora a primera línea de fuego? El presidente Zach Herney estaba sacando los pesos pesados y Sexton agradecía la oportunidad que ello le confería. «Cuanto más alto suba, más dura será la caída».
Al senador no le cabía la menor duda de que Tench iba a ser un duro contrincante, pero ahora que la miraba, no podía evitar pensar que el Presidente había cometido un grave error de cálculo. Marjorie Tench era una mujer de aspecto espantoso: repantigada en su asiento, fumando un cigarrillo, acercaba y alejaba con lánguido ritmo el brazo derecho hacia sus finos labios como una gigantesca mantis religiosa en pleno festín.
«Dios mío», pensó Sexton, «con ese rostro no debería salir jamás en la tele».
Las pocas veces que Sedgewick Sexton había visto el cetrino rostro de la asesora principal de la Casa Blanca en alguna revista, le había costado creer que estuviera ante una de las caras con más poder de Washington D.C..
—Esto no me gusta —susurró Gabrielle.
Sexton apenas la oyó. Cuanto más sopesaba la oportunidad que acababan de brindarle más le gustaba. Incluso más fortuita que el rostro tan poco querido por los medios de comunicación de Tench era su reputación sobre un punto fundamental: que defendiera con extremo fervor la idea de que el liderazgo de Norteamérica en el futuro podía asegurarse únicamente mediante la supremacía tecnológica. Era una ávida defensora de los programas gubernamentales I&D de tecnología de punta y, lo que era aún más importante, de la NASA. Muchos creían que era la presión ejercida entre bastidores por Tench lo que mantenía el inquebrantable apoyo del Presidente a la debilitada agencia espacial.
Sexton se preguntó si quizás el Presidente no estaría castigando a Tench por los malos consejos que ésta le había dado para que siguiera dando su apoyo a la NASA. «¿Estará echando a su primera asesora a los tiburones?»
Gabrielle Ashe miró por el cristal a Marjorie Tench y sintió una creciente inquietud. Aquella mujer era más lista que el hambre y sin duda su presencia suponía un cambio de lo más inesperado. Esos dos hechos habían alertado todos sus instintos. Teniendo en cuenta la posición de apoyo claramente manifiesta que Tench mostraba por la NASA, el hecho de que el Presidente la enviara a pecho descubierto contra el senador Sexton parecía un claro error dé cálculo. Pero sin duda el Presidente no era un estúpido. Algo le decía a Gabrielle que esa entrevista no iba a traer nada bueno. Gabrielle ya percibía al senador salivando ante su presa, cosa que poco ayudaba a mitigar su preocupación. Sexton tenía la costumbre de pasarse de rosca cuando se ponía fanfarrón. El asunto de la NASA había supuesto un ascenso más que bienvenido en los sondeos de intención de voto, pero ella opinaba que últimamente Sexton había insistido demasiado al respecto. Muchas campañas se habían perdido en manos de candidatos que quisieron derribar de un solo golpe a su oponente cuando lo único que necesitaban era limitarse a terminar el asalto.
El productor parecía ansioso por dar inicio al inminente combate a muerte.
—Ahora le prepararemos para la entrevista, senador.
Cuando Sexton se dirigía al estudio, Gabrielle le tiró de la manga.
—Sé lo que está pensando —susurró—. Pero sea listo. No se pase de rosca.
—¿Pasarme de rosca? ¿Yo? —dijo Sexton con una amplía sonrisa.
—Recuerde que esa mujer es un lince en lo suyo.
Sexton le dedicó una sugerente sonrisa.
—Yo también.