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«Se acabó», pensó Rachel.
Tolland y ella estaban sentados uno junto al otro en cubierta, mirando al cañón de la ametralladora del soldado de la Delta. Desgraciadamente, Pickering sabía ahora dónde había enviado el fax. Al despacho del senador Sedgewick Sexton.
Rachel dudaba de que su padre fuera a recibir el mensaje que Pickering acababa de dejarle en el contestador. Probablemente él llegaría antes que nadie esa mañana al despacho del senador. Si lograba entrar, hacerse discretamente con el fax y borrar el mensaje telefónico antes de que Sexton llegara, no habría necesidad de hacerle ningún daño. Seguro que William Pickering era una de las pocas personas en Washington que podía acceder al despacho de un senador de Estados Unidos sin la menor fanfarria. Rachel siempre se había quedado perpleja de lo que podía conseguirse «en nombre de la seguridad nacional».
«Por supuesto, si eso falla», pensó, «el director de la ONR podía simplemente volar hasta allí y lanzar un misil Hellfire por la ventana del despacho del senador, haciendo saltar por los aires el aparato de fax». Algo le decía que eso no iba a ser necesario.
Sentada junto a Tolland, Rachel sintió sorprendida que la mano de él se deslizaba en la de ella. Su contacto tenía una fuerza tierna y los dedos de ambos se entrelazaron con tanta naturalidad que tuvo la sensación de que llevaban haciéndolo toda la vida. Lo único que deseaba en ese momento era descansar entre sus brazos, a salvo del rugido opresor del mar nocturno que giraba a su alrededor. «Jamás», —concluyó—. «Eso no ocurrirá jamás».
Michael Tolland se sentía como un hombre que hubiera hallado una esperanza de camino a la horca.
«La vida se está burlando de mí».
Durante años, desde la muerte de Celia, había soportado noches en las que había deseado morir, horas de dolor y de soledad cuyo único escape parecía ser terminar con todo de una vez. Sin embargo, había elegido vivir, diciéndose que podía lograr salir adelante solo. Ese día, por primera vez, había empezado a entender lo que sus amigos llevaban años repitiéndole.
«Mike, no tienes por qué estar solo. Encontrarás otro amor».
La mano de Rachel en la suya hacía que aquella ironía resultara aún más dura de aceptar. El destino mostraba con él un cruel oportunismo. Se sentía como si las capas de armadura que le cubrían el corazón fueran desmenuzándose por momentos. Durante un instante, sobre las viejas cubiertas del Goya, percibió el fantasma de Celia, cuidando de él como solía hacerlo. Su voz hablaba con los torrentes de agua... pronunciando de nuevo las últimas palabras que le había dicho en vida.
—Eres un superviviente —susurró su voz—. Prométeme que encontrarás otro amor.
—Nunca querré otro —le había dicho él.
La sonrisa de Celia estaba llena de sabiduría.
—Tendrás que aprender.
En ese momento, sobre la cubierta del Goya, Tolland se dio cuenta de que en efecto estaba aprendiendo. De pronto, una profunda emoción le inflamó el alma. Entonces fue consciente de que no era otra cosa que felicidad.
Y con ella llegó un embriagador deseo de vivir.
Pickering se sentía extrañamente lejano cuando se movió hacia los dos prisioneros. Se detuvo delante de Rachel, vagamente sorprendido de que aquello no le resultara más difícil.
—A veces —dijo—, las circunstancias nos enfrentan a decisiones imposibles.
Los ojos de Rachel eran implacables.
—Ha sido usted quien ha creado estas circunstancias.
—La guerra siempre implica víctimas —dijo Pickering con voz más firme. «Pregunte si no a Diana Pickering, o a cualquiera de los que mueren a diario defendiendo esta nación»—. Tiene que comprenderlo, Rachel. —Clavó sus ojos en ella—. «lactura paucorum serva multos».
Supo al instante que Rachel había reconocido las palabras que se pronunciaban continuamente en los círculos de seguridad nacional. «Sacrificar a unos pocos para salvar a la mayoría».
Rachel lo miró con asco evidente.
—¿Y ahora Michael y yo nos hemos convertido en parte de sus pocos?
Pickering lo pensó detenidamente. No había otra alternativa. Se giró hacia Delta-Uno.
—Libere a su compañero y termine con esto.
Delta-Uno asintió.
Pickering miró largamente a Rachel y a continuación se dirigió con paso firme a la barandilla de la cubierta cercana. Desde allí contempló los embates del mar contra el barco. Aquella ejecución era algo que prefería no mirar.
Delta-Uno se sintió poderoso al coger el arma y mirar a su compañero, que seguía suspendido entre las pinzas del Tritón. Lo único que le restaba hacer era cerrar la trampilla que estaba debajo de los pies de Delta-Dos, liberarle de las pinzas y eliminar a Rachel Sexton y a Michael Tolland.
Desgraciadamente, no tardó en darse cuenta de la complejidad que entrañaba el panel de control situado junto a la trampilla: una serie de palancas y de diales sin ningún señalizador que al parecer controlaban la trampilla, el motor del torno y muchas otras funciones. No tenía la menor intención de accionar la palanca errónea y arriesgar la vida de su compañero, dejando caer por error el sumergible al mar.
«Eliminen todo riesgo. Jamás se precipiten».
Obligarla a Tolland a que fuera él quien se encargara de liberar a Delta-Dos. Y para asegurarse de que no se valiera de ninguna treta, utilizaría lo que en su profesión se conocía como «garantía biológica».
«Utilicen a sus adversarios enfrentándolos entre sí».
Giró el cañón de la ametralladora para apuntarlo directamente a la cara de Rachel, deteniéndose sólo a unos centímetros de su frente.
Ella cerró los ojos y Delta-Uno pudo ver cómo los puños de Tolland se cerraban en un arranque de ira protectora.
—Levántese, señorita Sexton —dijo Delta-Uno.
Rachel así lo hizo.
Con el arma firmemente pegada a la espalda de Rachel, Delta-Uno la hizo caminar hacia la estructura de aluminio de escaleras portátiles que llevaban a lo alto del Tritón desde atrás.
—Suba y quédese en lo alto del submarino.
Rachel pareció asustada y confusa.
—Haga lo que le digo —dijo Delta-Uno.
Rachel tenía la sensación de estar sufriendo una pesadilla mientras subía por la pasarela de aluminio situada tras el Tritón. Se detuvo al llegar arriba, sin el menor deseo de pasar por encima del abismo para acceder a la parte superior del sumergible suspendido.
—Suba al techo del sumergible —dijo el soldado, volviéndose hacia Tolland y pegándole el arma a la cabeza.
Delante de Rachel, el soldado que estaba sujeto por las pinzas la miraba, retorciéndose de dolor, sin duda ansioso por que le liberaran. Rachel miró a Tolland, que ahora tenía el cañón de un arma apuntándole a la cabeza.. «Suba al techo del sumergible». No tenía elección.
Con la sensación de estar asomándose al borde de un precipicio sobre un cañón, pasó a la cubierta del motor del Tritón, una pequeña sección plana situada detrás de la ventana de la cúpula redondeada. Todo el submarino colgaba como una gigantesca plomada sobre la trampilla abierta. Aún a pesar de estar suspendido del cable del torno, el sumergible de nueve toneladas apenas se movió bajo su peso, balanceándose sólo unos pocos milímetros antes de recuperar el equilibrio.
—Venga, muévase —le dijo el soldado a Tolland—. Acérquese a los controles y cierre la trampilla.
Con el arma apuntándole, Tolland empezó a moverse hacia el panel de control con el soldado a su espalda. Cuando se acercó, se movía despacio, y Rachel vio cómo sus ojos se clavaban con fuerza en los de ella, como si intentaran enviarle un mensaje. La miró directamente y luego bajó los ojos hacia la trampilla abierta de la parte superior del Tritón.
Rachel miró hacia abajo. La trampilla que tenía a sus pies estaba abierta y la pesada escotilla circular también. Vio desde lo alto el interior de la cabina monoplaza. «¿Me está diciendo que entre?» Temiendo haberse equivocado, miró de nuevo a Tolland, que casi había llegado ya al panel de control. Él clavó en ella la mirada. Esta vez fue mucho menos sutil.
«¡Salta dentro! ¡Ahora!» fue el mensaje que Rachel leyó en sus labios.
Delta-Uno vio el movimiento de Rachel con el rabillo del ojo y giró instintivamente sobre sus talones, abriendo fuego en el momento en que ella se colaba por la trampilla del submarino justo por debajo de la ráfaga de balas. La escotilla abierta repiqueteó mientras las balas rebotaban en el portal circular, provocando una lluvia de chispas y cerrando la escotilla violentamente encima de ella.
Tolland se movió en cuanto notó que el arma se apartaba de su espalda. Se lanzó a la izquierda, lejos de la trampilla y cayendo sobre cubierta justo en el instante en que el soldado se giraba hacia él y abría fuego. Las balas estallaron detrás de él justo cuando se ponía como podía a cubierto detrás del chigre del ancla de popa del barco, un enorme cilindro motorizado alrededor del cual había enrollados varios cientos de metros de cable de acero que sujetaban el ancla.
Tenía un plan y no le quedaba más opción que actuar deprisa. Cuando el soldado se lanzó por él, alargó el brazo y agarró el dispositivo de bloqueo del ancla con las dos manos, tirando de él hacia abajo. Al instante, el chigre del ancla empezó a soltar cable y el Goya dio un bandazo en la fuerte corriente. El repentino movimiento envió a todos y todo lo que estaba en cubierta dando tumbos a un lado. En cuanto el barco derivó en sentido inverso a la corriente, el chigre del ancla fue soltando cable cada vez más rápido.
«Vamos, cariño», lo apremió Tolland.
El soldado recuperó el equilibrio y fue de nuevo por él. Tolland esperó hasta el último momento, se agarró bien y tiró de la palanca hacia arriba, bloqueando de nuevo el carrete del ancla. La cadena se tensó de golpe, deteniendo el barco bruscamente y haciendo que el Goya se cimbrara horriblemente. Todo lo que había en cubierta salió volando. El soldado cayó de rodillas cerca de Tolland. Pickering cayó hacia atrás desde la barandilla a cubierta. El Tritón se balanceó salvajemente en su cable.
Un terrible aullido de metal que se parte se elevó desde debajo del barco como un terremoto en el momento en que el puntal dañado por fin cedió. El pontón de estribor de la proa del Goya empezó a caer bajo su propio peso. El barco se tambaleó, inclinándose en diagonal como una enorme mesa que hubiera perdido una de sus cuatro patas. El ruido que llegaba desde abajo era ensordecedor... el lamento del metal al retorcerse y chirriar y los embates del violento oleaje.
En el interior de la cabina del Tritón, Rachel se sujetaba con tanta fuerza que tenía los nudillos de las manos blancos. Las nueve toneladas de la máquina se balanceaban sobre la trampilla en la escorada cubierta. Vio, por la base de la cúpula de cristal, el océano enfurecido bajo sus pies. Entonces levantó la mirada y escrutó la cubierta, intentando localizar a Tolland. En ese momento fue testigo del extraño drama que, en cuestión de segundos, tuvo lugar.
A sólo un metro de ella, atrapado entre las pinzas del Tritón, el soldado aprisionado de la Delta aullaba de dolor mientras se agitaba como una marioneta tirada por una cruceta. William Pickering apareció en el campo de visión de Rachel y se agarró como pudo a una cornamusa de cubierta. Junto a la palanca del chingre, Tolland también seguía agarrado, intentando no deslizarse por la borda al agua. Cuando Rachel vio que el soldado con la ametralladora recuperaba el equilibrio, gritó desde el sumergible:
—¡Mike, cuidado!
Pero Delta-Uno ignoró por completo a Tolland. Horrorizado y boquiabierto, sólo miraba el helicóptero. Rachel se volvió, siguiendo su mirada. El Kiowa, con sus enormes rotores todavía en marcha, había empezado a deslizarse lentamente por la cubierta inclinada. Sus prolongados largueros actuaban como lo habrían hecho dos esquís en una pendiente. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el inmenso aparato se deslizaba directamente hacia ella.
Trepando con gran esfuerzo por la cubierta inclinada hacia el aparato que se deslizaba, Delta-Uno logró subir a la cabina del piloto. No tenía la menor intención de permitir que su único medio de escape cayera por la borda. Manipuló los controles del Kiowa y tiró de la palanca de despegue. «¡Arriba, maldita sea!» El helicóptero se deslizaba directamente hacia el Tritón y hacia Delta-Dos, que seguía suspendido de sus pinzas.
El Kiowa tenía el morro y las aspas inclinadas hacia delante, y cuando el helicóptero logró elevarse sobre cubierta, se desplazó más hacia delante que hacia arriba, acelerando hacia el Tritón como una gigantesca motosierra. «¡Arriba!» Delta-Uno tiró de la palanca, lamentando no poder dejar caer la media tonelada de misiles Hellfire que lo arrastraban hacia abajo. Las aspas no llegaron por muy poco a entrar en contacto con la parte superior de la cabeza de Delta-Dos ni con la parte superior del sumergible Tritón, pero el helicóptero se movía demasiado rápido. En ningún caso conseguiría evitar el cable del torno del Tritón.
Cuando las aspas impactaron a una velocidad de trescientas revoluciones por minuto con el cable de acero trenzado del torno de quince toneladas de resistencia del sumergible, un chirrido provocado por el roce del metal rasgó la noche. Los sonidos conjuraban imágenes de una batalla épica. Desde la cabina del piloto del helicóptero, Delta-Uno vio cómo los rotores sacaban chispas del cable del sumergible como un cortacésped gigante cortaría una cadena de acero. En lo alto vio una cegadora lluvia de destellos, y las aspas del Kiowa se partieron. Desesperado, Delta-Uno comprobó que el aparato se precipitaba con fuerza sobre cubierta. Intentó controlarlo, pero no consiguió elevarlo. Vano esfuerzo. El helicóptero rebotó dos veces en la cubierta inclinada y luego resbaló, estrellándose contra la barandilla del barco.
Durante un instante, Delta-Uno creyó que la barandilla aguantaría.
Entonces oyó el crujido. El helicóptero, con su pesada carga, cayó por la borda al mar.
Rachel Sexton seguía sentada, paralizada, en el interior del Tritón, con el cuerpo pegado al asiento del sumergible. El minisubmarino se había visto violentamente sacudido cuando los rotores del helicóptero tocaron el cable, pero había conseguido aguantar. Por algún motivo, las aspas no habían afectado al cuerpo principal del aparato, pero sabía que el cable tenía que haber quedado fuertemente dañado. Llegados a ese punto, ya sólo podía pensar en salir de ahí dentro lo más deprisa que pudiera. El soldado atrapado en las pinzas la miraba fijamente desde fuera, delirante, sangrando y quemado por la metralla. Más allá, Rachel vio a William Pickering, que todavía seguía agarrado de una cornamusa de la cubierta inclinada.
«¿Dónde está Michael?» No le veía. El pánico sólo le duró un instante. Hasta que la embargó un nuevo miedo. Por encima de su cabeza, el cable deshilachado del torno del Tritón soltó un amenazador latigazo cuando las hebras que lo trenzaban se soltaron. Entonces, se oyó un fuerte chasquido y Rachel sintió que cedía.
Momentáneamente ingrávida, quedó suspendida sobre su asiento dentro de la cabina al tiempo que el sumergible se precipitaba al mar. La cubierta desapareció sobre su cabeza y las pasarelas inferiores del Goya pasaron a toda velocidad por su lado. El soldado atrapado en las pinzas palideció de miedo, mirando fijamente a Rachel mientras el submarino caía a plomo.
La caída se hizo eterna.
Cuando el sumergible se estrelló en el mar, se sumergió violentamente bajo la corriente, estampando con fuerza a Rachel contra el asiento. La columna se le comprimió mientras el océano iluminado iba tragándose la cúpula. Sintió un tirón sofocante mientras el submarino iba perdiendo velocidad hasta detenerse por completo bajo el agua y luego volvía a subir rápidamente a la superficie, emergiendo como un tapón de corcho.
Los tiburones se lanzaron al ataque de inmediato. Petrificada en su asiento de primera fila, Rachel siguió donde estaba mientras el espectáculo tenía lugar a sólo unos pocos metros delante de ella.
Delta-Dos sintió la cabeza oblonga del tiburón estrellarse contra él con una fuerza inimaginable. Una pinza afilada como una cuchilla se cerró sobre la parte superior de su brazo, cortándole hasta el hueso y sujetándole. Sintió una explosión de dolor insoportable cuando el tiburón torsionó su poderoso cuerpo y sacudió la cabeza violentamente, arrancándole el brazo. Al instante se acercaron otros tiburones. Se le clavaron cuchillos en las piernas. En el torso. En el cuello. Delta-Dos no tenía ya aliento para chillar de agonía mientras los tiburones le arrancaban enormes pedazos del cuerpo. Lo último que vio fue una boca con forma de luna creciente inclinándose a un lado y una fila de dientes cerrándose sobre su rostro. Sólo oscuridad.
En el interior del Tritón, los golpes sordos de las pesadas y cartilaginosas cabezas contra la cúpula por fin remitieron. Rachel abrió los ojos. El hombre había desaparecido. El agua que bañaba la ventana era de color carmesí.
Terriblemente maltrecha, se encogió en su asiento, llevándose las rodillas al pecho. Podía notar cómo se movía el sumergible. Flotaba a la deriva en la corriente, raspando la cubierta inferior de buceo del Goya. También notó que se movía en otra dirección. Hacia abajo.
En el exterior del submarino, el inconfundible gorjeo del agua al penetrar en los tanques de lastre se hizo más evidente. El océano ascendió unos cuantos centímetros al otro lado del cristal que Rachel tenía delante.
«¡Me hundo!»
La recorrió un escalofrío de terror. De pronto intentó ponerse en pie. Alargó los brazos por encima de su cabeza y agarró el mecanismo de la escotilla. Si podía trepar hasta la cubierta del sumergible, todavía tendría tiempo de saltar a la cubierta de buceo del Goya. Estaba a tan sólo unos metros.
«¡Tengo que salir de aquí!»
El mecanismo de la escotilla indicaba claramente en qué dirección había que girar para abrirla. Rachel tiró de ella. No se movió. Volvió a intentarlo. Nada. Estaba bloqueado. Doblado. Mientras el miedo iba aumentando como el mar que la rodeaba, Rachel tiró una última vez.
La escotilla no se movió.
El Tritón se hundió unos centímetros más, rebotando de nuevo contra el Goya antes de alejarse a la deriva del casco destrozado del barco... y de ahí hacia mar abierto.