16

Rachel Sexton llevaba más de una hora volando en dirección norte. Aparte de un fugaz vistazo a Terranova, lo único que había visto era agua durante todo el trayecto.

«¿Por qué tenía que ser precisamente agua?», pensó con una mueca de fastidio. A los siete años, se había hundido en un estanque helado al quebrarse el hielo bajo sus pies. Atrapada bajo la superficie, estaba segura de que iba a morir. Había sido el fuerte brazo de su madre lo que finalmente había logrado sacar de un tirón su cuerpo empapado y ponerlo a salvo. Después de esa horrorosa experiencia, Rachel había luchado contra un caso persistente de hidrofobia: un claro recelo ante las grandes superficies de agua, sobre todo de agua fría. Hoy, sin nada más que el Atlántico Norte extendiéndose hasta donde le alcanzaba la vista, los viejos miedos habían vuelto a embargarla.

Hasta que el piloto no comprobó su posición con la base aérea de Thule en Groenlandia, Rachel no fue consciente de la distancia que habían recorrido. «¿Estoy encima del Círculo Polar Ártico?» La revelación intensificó su inquietud. «¿Adonde me llevan? ¿Qué es lo que ha encontrado la NASA?» Muy pronto, la extensión gris-azulada que tenía debajo apareció salpicada de miles de puntos inmaculadamente blancos.

«Icebergs».

Rachel sólo había visto icebergs una vez en su vida, hacía seis años, cuando su madre la había convencido para que la acompañara en un crucero por Alaska, madre e hija solas. Rachel había sugerido innumerables alternativas terrestres, pero su madre se había mostrado muy insistente.

—Rachel, cariño —le había dicho—: dos terceras partes del planeta están cubiertas de agua y antes o después tendrás que lidiar con eso —La señora Sexton estaba totalmente empeñada, cosa que la identificaba como un ejemplar típico de Nueva Inglaterra, en criar a una hija fuerte. El crucero había sido el último viaje que Rachel y su madre habían hecho.

«Katherine Wentworth Sexton». Rachel sintió una distante punzada de soledad. Como el viento que aullaba fuera del avión, los recuerdos no dejaban de acosarla, embargándola como siempre. La última conversación entre ambas había sido por teléfono. La mañana del día de Acción de Gracias.

—Lo siento muchísimo, mamá —dijo Rachel, telefoneándole desde el aeropuerto de O'Hare cubierto por la nieve—. Ya sé que nuestra familia nunca ha pasado el día de Acción de Gracias separada. Está claro que hoy será la primera vez. La madre de Rachel parecía deshecha.

—Tenía muchísimas ganas de verte.

—Y yo, mamá. Piensa que tendré que comer aquí, en el aeropuerto, mientras papá y tú devoráis el pavo. Hubo una pausa en la línea.

—No pensaba decírtelo hasta que llegaras, Rachel, pero tu padre me ha dicho que tiene demasiado trabajo y no puede venir a casa. Se queda en su suite del D.C. a pasar el fin de semana largo.

—¿Qué? —La sorpresa de Rachel dio paso a la rabia—. Pero si es el día de Acción de Gracias. ¡El Senado suspende su sesión! Está a menos de dos horas de casa. ¡Tendría que estar contigo!

—Lo sé. Dice que está agotado, demasiado cansado para conducir. Ha decidido que necesita pasar el fin de semana encerrado, dedicado a ponerse al día con todo el trabajo que tiene atrasado.

«¿Trabajo?», pensó Rachel escéptica. Probablemente fuera más acertado pensar que el senador Sexton estaría encerrado con otra mujer. Sus infidelidades, aunque discretas, eran un hecho desde hacía años. La señora Sexton no era ninguna estúpida, pero los líos de su marido siempre iban acompañados de convincentes coartadas y de una dolorida indignación ante la mera sugerencia de que él pudiera serle infiel. Por eso la única alternativa que le quedaba a ella era enterrar su dolor, fingiendo no ver nada. A pesar de que Rachel la había apremiado para que considerara la posibilidad del divorcio, Katherine Wentworth Sexton era una mujer de palabra.

—Hasta que la muerte nos separe —le dijo a Rachel—. Tu padre me bendijo contigo, con una hija hermosa, y por ello debo darle las gracias. Tendrá que responder de sus actos algún día ante un poder superior.

En el aeropuerto, Rachel bullía de rabia.

.—¡Pero eso significa que vas a pasar el día de Acción de Gracias sola!

Rachel sintió nauseas. Que el senador abandonara a su familia el día de Acción de Gracias era caer realmente bajo, incluso tratándose de él.

—Bueno... —dijo la señora Sexton con voz decepcionada aunque decidida—. Obviamente no puedo dejar que toda esta comida se desperdicie. Me iré a casa de la tía Ann. Siempre nos invita el día de Acción de Gracias. La llamaré ahora mismo.

Rachel se sintió menos culpable, aunque sólo en parte.

—De acuerdo. Yo llegaré a casa en cuanto pueda. Te quiero, mamá.

—Buen vuelo, cariño.

Eran las diez y media de la noche cuando el taxi que la llevaba por fin emprendió la serpenteante cuesta que conducía a la lujosa propiedad del senador Sexton. Rachel enseguida se dio cuenta de que algo iba mal. Había tres coches patrulla aparcados en el camino de acceso a la casa. También había varias furgonetas de equipos de noticieros. Todas las luces de la casa estaban encendidas. Rachel se precipitó al interior con el corazón en un puño.

Un policía del estado de Virginia salió a su encuentro en el umbral de la puerta principal. Tenía una expresión severa en el rostro. No tuvo que decir una sola palabra. Rachel lo supo. Había ocurrido un accidente.

—La carretera veinticinco estaba resbaladiza debido a la lluvia y el hielo —dijo el oficial—. Su madre se ha salido de la calzada y ha ido a caer por un barranco cubierto de bosque. Lo siento. Ha fallecido a causa del impacto.

A Rachel se le paralizó el cuerpo. Su padre, que había vuelto a casa de inmediato al enterarse de la noticia, estaba ahora en el salón dando una pequeña rueda de prensa, anunciando estoicamente al mundo que su esposa había muerto en un accidente cuando regresaba a casa después de haber estado celebrando el día de Acción de Gracias en familia. Rachel se quedó a un lado, sollozando durante todo el evento.

—Mi único deseo —les dijo su padre a los medios de comunicación con los ojos velados por las lágrimas—, era haber estado en casa con ella este fin de semana. Esto jamás habría ocurrido.

«Eso tendrías que haberlo pensado hace años», sollozó Rachel mientras el odio que sentía hacia su padre se hacía cada vez más intenso, con cada instante.

Desde ese momento, Rachel se distanció de su padre como la señora Sexton jamás lo había hecho. El senador apenas pareció darse cuenta. De repente estaba muy ocupado utilizando la reciente desgracia que había sacudido a su esposa a fin de empezar a cortejar la nominación de su partido para presentarse como candidato a presidente. El voto compasivo tampoco debía despreciarse.

Tres años después, con toda su crueldad, incluso en la distancia, el senador seguía obligando a Rachel a llevar una vida solitaria. La candidatura de su padre a ocupar la Casa Blanca había aplazado de forma indefinida sus sueños de encontrar un hombre y formar una familia. Para ella había sido más fácil apartarse del todo del juego social que lidiar con el eterno desfile de pretendientes de Washington ávidos de poder, que esperaban atrapar a una dolorida «primera hija» en potencia mientras ella todavía estaba a tiro.

Fuera del F-14, la luz del día había empezado a palidecer. Era ya finales de invierno en el Ártico, una época de oscuridad perpetua. Rachel se dio cuenta entonces de que estaba volando hacia una tierra de noche eterna.

A medida que pasaban los minutos, el sol fue desapareciendo por entero, ocultándose tras el horizonte. Siguieron volando hacia el norte y apareció una brillante luna en cuarto menguante, blanca y suspendida en el cristalino aire glacial. Muy por debajo brillaban las olas del océano y los icebergs parecían diamantes bordados en una oscura malla de lentejuelas.

Por fin, Rachel vislumbró el difuso contorno de tierra firme. Sin embargo, no era lo que había esperado ver. Elevándose amenazadoramente sobre el océano delante del avión había una enorme cordillera de montañas con las cumbres cubiertas de nieve. —¿Montañas? —preguntó confundida—. ¿Hay montañas al norte de Groenlandia?

—Eso parece —dijo el piloto, que parecía tan sorprendido como ella.

Cuando el morro del F-14 se inclinó hacia abajo, Rachel sintió una aterradora ligereza. Por encima del pitido que le sacudía los oídos pudo oír un silbido electrónico y repetido en la cabina. Al parecer el piloto seguía la señal de alguna baliza direccional sin aminorar la velocidad.

En el momento en que descendieron por debajo de los tres mil pies, Rachel miró el terreno espectacularmente iluminado por la luna que tenía debajo. En la base de las montañas se abría una amplia llanura cubierta de nieve. La meseta se extendía hacia el mar unos quince kilómetros hasta terminar abruptamente en un pronunciado acantilado de hielo que caía en vertical al océano.

Fue entonces cuando lo vio. Un panorama en nada comparable a todo lo que había visto sobre la Tierra. En un primer momento creyó que la luna debía de estar haciéndole alguna jugarreta. Entrecerró los ojos sin apartarlos del terreno nevado, incapaz de comprender lo que estaba mirando. Cuanto más descendía el avión, más clara se volvía la imagen.

«¿Qué diantre...?»

El altiplano situado debajo de ellos estaba dividido en franjas... como si alguien hubiera pintado en la nieve tres enormes estrías con pintura plateada. Las relucientes franjas corrían paralelas al acantilado costero. La ilusión óptica no llegó a revelarse hasta que el avión descendió por debajo de los quinientos pies. Las tres franjas plateadas eran profundos canales, cada uno de los cuales con una anchura de más de treinta metros. Los canales se habían llenado de agua, que se había helado hasta formar surcos amplios y plateados que se extendían en paralelo por el altiplano. Las blancas cornisas que los dividían eran prominentes diques de nieve.

A medida que descendían hacia el altiplano, el avión empezó a corcovear zarandeado por fuertes turbulencias. Rachel oyó abrirse el compartimento del tren de aterrizaje con un fuerte chasquido, pero no vio ninguna pista. Mientras el piloto hacía lo imposible por mantener el avión bajo control, ella miró fuera y vislumbró dos líneas de parpadeantes luces indicadoras a ambos lados del canal de hielo más alejado del centro. Horrorizada, se dio cuenta de lo que el piloto estaba a punto de hacer.

—¿Vamos a aterrizar sobre el hielo? —preguntó. El piloto no respondió. Estaba concentrado en las rachas de viento que azotaban el aparato. Rachel sintió que se le abría un agujero en las entrañas cuando el avión redujo la velocidad y se dejó caer sobre el canal de hielo. Las altas cornisas de nieve se elevaron a cada lado del aparato y Rachel contuvo el aliento, consciente de que el menor error de cálculo en el estrecho canal significaría una muerte segura. El oscilante avión descendió aún más entre las cornisas y de pronto la turbulencia desapareció. Ahora protegido del viento, el avión aterrizó perfectamente sobre el hielo.

Los propulsores posteriores rugieron, reduciendo la velocidad del reactor. Rachel soltó un suspiro. El avión avanzó despacio a unos cien metros de donde había tomado tierra y por fin se detuvo delante de una línea roja pintada toscamente con aerosol sobre la superficie helada.

A la derecha sólo se veía un muro de nieve a la luz de la luna: la parte lateral de una cornisa de hielo. A la izquierda, el panorama era idéntico. Rachel sólo gozaba de cierta visibilidad por el parabrisas que tenía delante. Lo que vio fue una infinita extensión de hielo. Tenía la sensación de haber aterrizado en un planeta muerto. Aparte de la línea pintada en el suelo helado, no había el menor signo de vida. Entonces lo oyó. En la distancia, otro motor se aproximaba con un rugido más agudo. El sonido fue magnificándose hasta que por fin en su campo de visión apareció una máquina. Se trataba de un gran tractor de nieve multibanda que avanzaba entre sacudidas hacia ellos por el canal de hielo. Alto y alargado, parecía un insecto futurista y amenazador rechinando hacia ellos sobre sus voraces cadenas giratorias. En lo alto del chasis tenía una cabina de plexiglás desde donde una hilera de focos iluminaba el camino.

La máquina se detuvo con una sacudida directamente al lado del F-14. La puerta de la cabina de plexiglás se abrió y una figura descendió al suelo helado por una escalerilla. Estaba cubierta de la cabeza a los pies por un traje blanco y almohadillado que daba toda la impresión de haber sido inflado.

«Estoy siendo testigo del encuentro entre Mad Max y un Pillsbury Dough Boy»,[4] pensó Rachel, aliviada al menos al ver que aquel extraño planeta estaba habitado.

El hombre le indicó con una señal al piloto del F-14 que abriera la carlinga.

El piloto así lo hizo.

Cuando la cabina se abrió, la ráfaga de aire que envolvió el cuerpo de Rachel le heló las entrañas.

«¡Cierre esa maldita carlinga!»

—¿Señorita Sexton? —le gritó la figura. Su acento era inconfundiblemente norteamericano—. En nombre de la NASA, le doy la bienvenida.

Rachel estaba tiritando.

«Un millón de gracias».

—Por favor, desabróchese el arnés de vuelo, deje el casco en el avión y descienda del aparato utilizando los apoya pies del fuselaje. ¿Tiene alguna pregunta?

—Sí —le gritó Rachel a su vez—. ¿Dónde demonios estoy?