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El senador Sedgewick Sexton disfrutaba de la intimidad que le proporcionaba su limusina Lincoln mientras serpenteaba entre el tráfico matutino de Washington hacia su despacho. Delante de él, Gabrielle Ashe su asesora personal de veinticuatro años de edad, le leía la agenda del día. Sexton apenas la escuchaba.

«Me encanta Washington», pensaba Sexton, admirando las formas perfectas de su asesora bajo su suéter de cachemir. «El poder es el mejor afrodisíaco... y atrae a mujeres como ésta a Washington en manadas».

Gabrielle se había licenciado en una de las universidades de la Ivy League de Nueva York soñando con llegar algún día a convertirse en senadora. «También ella lo conseguirá», pensó Sexton. Era de una belleza increíble y lista como el hambre. Sobre todo, comprendía las reglas del juego.

Gabrielle Ashe era negra, aunque el color de su piel era más bien de un tono canela o caoba, esa gama de oscuro a medias que, como bien

sabía Sexton, contaba con la aprobación de los «blancos» más acérrimos sin tener la sensación de estar traicionándose. Sexton la describía a sus amigos como una mezcla del físico de Halle Berry con la ambición y el cerebro de Hillary Clinton, aunque a veces creía que incluso esa definición se le quedaba corta.

Gabrielle había supuesto la incorporación de un decisivo activo a su campaña desde que la había ascendido al puesto de asistente personal hacía tres meses. Y por si fuera poco trabajaba gratis. Su compensación por una jornada laboral de dieciséis horas era aprender a luchar en las mismísimas trincheras en compañía de un avezado político.

«Obviamente», se relamió Sexton, «la he convencido para que no se limite exclusivamente a trabajar». Después de ascenderla, Sexton la había invitado a una «sesión orientativa» a altas horas de la noche en su despacho privado. Como era de esperar, su joven asesora llegó totalmente fascinada y ansiosa por complacerle. Haciendo gala de una paciencia de movimientos lentos perfectamente dominada con el paso de algunas décadas, Sexton había puesto en escena toda su magia... ganándose la confianza de Gabrielle, liberándola cuidadosamente de toda inhibición, exhibiendo un control tentador y finalmente seduciéndola allí mismo, en su despacho.

Sexton estaba prácticamente convencido de que el encuentro había sido una de las experiencias más gratificantes de la vida de la joven, y, sin embargo, a la luz del día, Gabrielle había lamentado claramente la indiscreción. Avergonzada, presentó su renuncia. Sexton la rechazó. Gabrielle siguió con él, pero dejó muy claras sus intenciones. La relación entre ambos había sido estrictamente profesional desde entonces.

Los prominentes labios de Gabrielle seguían moviéndose.

—...no quiero que se baje la guardia sobre el debate de esta tarde en la CNN. Todavía no sabemos a quién va a enviar la Casa Blanca para enfrentarse a usted. Será mejor que eche un vistazo a las notas que le he escrito —añadió, pasándole una carpeta.

Sexton cogió la carpeta, saboreando la esencia del perfume de su asesora mezclado con el olor de los lujosos asientos de cuero.

—No me está escuchando —dijo Gabrielle.

—Por supuesto que sí —respondió el senador con una sonrisa burlona—. Olvídese de ese debate en la CNN. Lo peor que puede pasar es que la Casa Blanca me la dé enviando a algún pardillo interno

de campaña. Y lo mejor, que envíen a un pez gordo y que me lo coma para almorzar.

Gabrielle frunció el ceño.

—Muy bien. He incluido en sus notas una lista con los temas más delicados que seguramente le plantearán.

—Sin duda se trata de los sospechosos habituales.

—Con una nueva adquisición. Creo que quizá se vea en la tesitura de tener que defenderse de un contragolpe hostil por parte de la comunidad gay a raíz de los comentarios que hizo usted anoche en el programa de Larry King.

Sexton se encogió de hombros. Apenas la escuchaba.

—Ya lo sé. El asunto del matrimonio entre miembros del mismo sexo.

Gabrielle le dedicó una mirada desaprobatoria.

—Arengó usted en contra con bastante contundencia.

«Matrimonios entre miembros del mismo sexo», pensó Sexton, asqueado. «Si de mí dependiera, los maricones ni siquiera tendrían derecho a voto».

—De acuerdo, me mostraré un poco más moderado.

—Bien. Últimamente se le ha estado yendo un poco la mano con algunos de esos temas de rabiosa actualidad. No se muestre fanfarrón. El público puede darle la espalda en un segundo. Ahora está ganando y cuenta con el impulso que eso proporciona. Relájese. Hoy no necesita lanzar la bola fuera del estadio. Simplemente limítese a hacerla rodar.

—¿Alguna noticia de la Casa Blanca?

Gabrielle pareció gratamente desconcertada.

—Continúa el silencio. Es oficial: su rival se ha convertido en el «Hombre Invisible».

Últimamente Sexton apenas podía creer en su buena suerte. Durante meses, el Presidente había estado trabajando duro en el seguimiento de la campaña. Entonces, de repente, hacía una semana que se había encerrado en el Despacho Oval y nadie había vuelto a verle ni a saber de él. Era como si simplemente no pudiera hacer frente a la oleada de apoyo de los votantes registrada por Sexton.

Gabrielle se pasó la mano por su pelo negro y lacio.

—Según tengo entendido, el equipo de campaña de la Casa Blanca está tan confundido como nosotros. El Presidente no ofrece la menor explicación para justificar su desaparición, y todos en la Casa Blanca están furiosos.

—¿Alguna teoría al respecto? —preguntó Sexton.

Gabrielle lo miró por encima de sus gafas de jovencita estudiosa.

—Por fin he obtenido algunos datos de interés gracias a un contacto que tengo en la Casa Blanca.

Sexton reconoció la mirada en los ojos de Gabrielle. Gabrielle Ashe había vuelto a obtener información interna. Sexton se preguntó si no estaría ofreciendo algunas mamadas en el asiento trasero del coche a algún ayudante del Presidente a cambio de secretos de campana. A él le daba igual... siempre que la información siguiera llegando. Corre el rumor —dijo su asesora, bajando la voz— de que el extraño comportamiento del Presidente empezó la semana pasada después de una reunión privada de urgencia con el director de la NASA. Al parecer, el Presidente salió de la reunión aturdido. Inmediatamente después anuló su agenda y desde entonces no ha dejado de estar en contacto directo con la NASA.

A Sexton obviamente le gustó cómo sonaba aquello.

—¿Crees que quizá la NASA le comunicó más malas noticias?

—Parece una explicación lógica —dijo Gabrielle esperanzada—. Aunque tendría que ser una noticia muy grave para provocar que el Presidente tirara la toalla.

Sexton lo pensó con calma. Obviamente, lo que ocurriera con la NASA tenía que ser una mala noticia. «De lo contrario el Presidente me lo habría echado a la cara». Últimamente, Sexton había estado machacando duro al Presidente sobre la financiación de la NASA. La reciente sucesión de misiones fallidas y de colosales desfases presupuestarios le habían ganado a la agencia el dudoso honor de convertirse en el leivmotiv no oficial de Sexton contra la indudable ineficacia y el gasto desmesurado del gobierno. Sin duda, atacar a la NASA, uno de los símbolos más prominentes del orgullo norteamericano, no era el modo que la mayoría de los políticos elegirían para ganar votos, pero Sexton contaba con un arma de la que disponían pocos políticos: Gabrielle Ashe. Y su impecable instinto.

La inteligente joven había llamado la atención de Sexton unos meses antes, cuando trabajaba como coordinadora en la oficina de campaña del senador en Washington. Mientras él sufría una fea derrota en las primarias y su mensaje, que había centrado en la denuncia del gasto excesivo del gobierno, caía en oídos sordos, Gabrielle Ashe le escribió una nota sugiriéndole un ángulo radicalmente distinto de campaña. Le dijo que atacara los enormes desfases presupuestarios de la NASA y el continuo papel de fiador ejercido por la Casa Blanca como

el ejemplo más claro y evidente del gasto excesivo e imprudente del presidente Herney.

«La NASA está costando una fortuna al pueblo norteamericano», escribió Gabrielle, incluyendo una lista de cifras, quiebras y partidas presupuestarias. «Los votantes no tienen la menor idea. Se quedarían horrorizados. Creo que debería usted convertir la NASA en una cuestión política».

Sexton soltó un gemido ante su inocencia. «Ya, claro. Y, ya que estamos, también puedo proponer que se deje de cantar el himno nacional en los partidos de béisbol».

En el curso de las siguientes semanas, Gabrielle siguió dejando información sobre la NASA en el escritorio del senador. Cuanto más leía Sexton, más se daba cuenta de que esa joven no iba tan desencaminada. Incluso bajo los estándares que regían la agencia gubernamental, la NASA era un increíble pozo financiero sin fondo: cara, ineficaz y, en los últimos años, del todo incompetente.

Una tarde a Sexton le estaban entrevistando en directo sobre el tema de la educación. El entrevistador le presionaba, preguntándole dónde pensaba encontrar financiación para su plan de reestructuración de la escuela pública. Como respuesta, el senador decidió poner a prueba la teoría de Gabrielle sobre la NASA con una réplica medio en broma.

—¿El dinero para la educación? —dijo—. Bueno, quizá recorte el programa espacial a la mitad. Calculo que si la NASA puede gastar quince mil millones de dólares al año en el espacio, yo debería poder invertir siete mil quinientos en los niños que están aquí, en la Tierra.

En la cabina de transmisión, los jefes de campaña de Sexton soltaron un jadeo de horror al oír aquel comentario tan poco afortunado. Al fin y al cabo, campañas enteras se habían ido a pique por mucho menos que tirar al azar contra la NASA. Al instante, las líneas telefónicas de la emisora de radio se activaron. Los jefes de campaña de Sexton se encogieron. Los patriotas espaciales se preparaban para matar.

Y entonces ocurrió algo totalmente inesperado.

—¿Quince mil millones al año? —dijo el primer oyente, al parecer conmocionado por la noticia—. ¿De dólares? ¿Me está usted diciendo que la clase de matemáticas de mi hijo tiene exceso de alumnos porque las escuelas no pueden permitirse suficientes profesores y que la NASA está gastando quince mil millones de dólares al año sacando fotografías del polvo espacial?

Hum... eso es correcto—dijo Sexton con suma cautela.

—¡Eso es absurdo! ¿Y el Presidente no tiene ningún poder para poner remedio a eso?

Por supuesto —respondió Sexton, ganando confianza—. Un residente puede vetar la solicitud presupuestaria de cualquier agencia que considere excesivamente financiada.

—En ese caso, cuente usted con mi voto, senador Sexton. Quince mil millones para la investigación espacial y nuestros hijos no tienen profesores. ¡Es un ultraje! Buena suerte, señor. Espero que llegue usted hasta el final.

El siguiente oyente estaba ya en antena.

—Senador, acabo de leer que la Estación Espacial Internacional de la NASA está claramente sobrefinanciada y que el Presidente está pensando en la posibilidad de dar más fondos de urgencia a la NASA para mantener el proyecto en activo. ¿Es eso cierto?

Sexton dio un respingo ante semejante pregunta.

—¡Cierto!

Explicó que la estación espacial se había constituido en su origen como una joint venture en la que doce países iban a asumir los costes del proyecto. Sin embargo, después de iniciarse las labores de construcción, el presupuesto de la estación se desbocó y la mayor parte de los países se retiraron, enojados. En vez de eliminar el proyecto, el Presidente decidió cubrir los gastos del resto de los países.

—El coste que representa para nosotros el proyecto EEI —anunció Sexton— ha pasado de los ocho mil millones inicialmente presupuestados ¡a unos nada despreciables cien mil millones de dólares!

El oyente estaba furioso.

—¿Por qué demonios no corta eso el Presidente?

Sexton podría haberle dado un beso al tipo.

—Buena pregunta, sí señor. Desgraciadamente, un tercio de los materiales de construcción ya están en órbita y el Presidente gastó los dólares de sus impuestos poniéndolos allí, de modo que cortarlo ahora equivaldría a reconocer que ha cometido una pifia de miles de millones de dólares con su dinero.

Las llamadas no dejaban de entrar. Por primera vez, parecía que los norteamericanos despertaban ante la idea de que la NASA, lejos de ser intocable, era una opción más entre las demás prioridades del país.

Cuando terminó el programa, a excepción de unos pocos incondicionales de la NASA que llamaban con patéticas propuestas sobre la eterna búsqueda del conocimiento por parte del ser humano, el

consenso era firme: la campaña de Sexton había dado con el cáliz sagrado de las campañas políticas (un nuevo «botón al rojo»), un tema controvertido y todavía por abordar que había logrado tocar la sensibilidad de los votantes.

En las siguientes semanas, Sexton castigó duramente a sus rivales en cinco primarias de crucial importancia. Presentó a Gabrielle Ashe como su nueva asesora personal de campaña, alabándola por su trabajo a la hora de llevar el tema de la NASA a los votantes. Con un simple gesto, Sexton había convertido a una joven afroamericana en una prometedora estrella política y todo lo referente a su historial de voto racista y sexista desapareció de la noche a la mañana.

Ahora, sentados juntos en la limusina, Sexton sabía que Gabrielle había vuelto a probar su valía. Su nueva información sobre la reunión secreta de la semana anterior entre el director de la NASA y el Presidente sin duda apuntaba a que se anunciaban más problemas en los que la NASA estaba implicada... quizá otro país estuviera retirando fondos de la estación espacial.

Cuando la limusina pasó por delante del monumento a Washington, el senador Sexton no pudo evitar la sensación de haber sido elegido por el destino.