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—¡Haceos a un lado! —gritó Norah, moviéndose entre la creciente multitud. Los trabajadores se diseminaron. Norah asumió el control, en una demostración de cómo comprobar la tensión y la alineación de los cables.

—¡Tirad! —gritó uno de los hombres de la NASA. Los hombres tensaron los tornos y los cables se elevaron, asomando otros tres centímetros del agujero.

Mientras los cables seguían moviéndose en sentido ascendente, Rachel percibió que la multitud se adelantaba unos centímetros, movida por la anticipación. Corky y Tolland estaban cerca de ella. Parecían dos niños en Navidad. En el extremo más alejado del agujero, el corpulento Lawrence Ekstrom, el director de la NASA, se acomodó para observar la extracción.

—¡Los cierres! —gritó uno de los hombres de la NASA—. ¡Asoman las guías!

Los cables de acero que se elevaban desde los agujeros perforados en el hielo pasaron de ser trenzas plateadas a cadenas guías amarillas.

—¡Tres metros más! ¡Mantenedlo nivelado!

El grupo congregado alrededor del andamio quedó sumido en un silencio reverencial, como los asistentes a una sesión de espiritismo a la espera de que aparezca algún espectro divino, cada uno de ellos esforzándose por ser el primero en ver algo.

Entonces Rachel lo vio.

Emergiendo de la menguante capa de hielo empezó a asomar la difusa forma del meteorito. Era una sombra oblonga y oscura, borrosa al principio, aunque cada vez más clara a medida que iba fundiendo el hielo en su ascenso.

—¡Más tensión! —gritó un técnico. Los hombres tensaron los tornos y el andamio crujió.

—¡Tres metros más! ¡Mantened la tensión nivelada! Rachel pudo ver entonces que el hielo que cubría la piedra empezaba a abombarse como una bestia preñada a punto de parir. En lo alto del promontorio, rodeando el punto de entrada del láser, un pequeño círculo de hielo de la superficie empezó a ceder, fundiéndose y disolviéndose, abriendo un agujero cada vez más grande.

—¡El cuello del útero se ha dilatado! —gritó alguien—. ¡Novecientos centímetros!

Una risa tensa rompió el silencio.

—¡Muy bien, apagad el láser!

Alguien manipuló un interruptor y el rayo desapareció.

Entonces ocurrió.

Como la feroz llegada de un dios paleolítico, la enorme roca quebró la superficie con un chorro de vapor. Entre la niebla arremolinada, la forma abultada salía del hielo. Los hombres que manejaban los tornos los tensaron aún más hasta que por fin toda la piedra quedó libre de los restos de hielo y se balanceó, caliente y chorreante, sobre un pozo abierto de agua agitada.

Rachel estaba hipnotizada.

Suspendida de sus cables, empapada y chorreante, la superficie rugosa del meteorito brillaba bajo los fluorescentes, chamuscada y llena de estrías, con todo el aspecto de una enorme ciruela pasa petrificada. La roca era suave y redondeada en un extremo. Aparentemente era ésa la sección afectada por la fricción al entrar en la atmósfera.

Al mirar la chamuscada corteza de fusión, Rachel casi pudo ver al meteoro cayendo en dirección a la Tierra, envuelto en una furiosa bola de llamas. Por increíble que pareciera, aquello había tenido lugar hacía siglos. Ahora, la bestia capturada colgaba de sus cables ahí delante con el agua rezumando de su cuerpo.

La cacería había terminado.

Fue entonces cuando el drama de aquel acontecimiento sacudió a Rachel. El objeto suspendido ante sus ojos procedía de otro mundo, un mundo que existía a millones de kilómetros de allí. Y atrapada en él estaba la evidencia, o mejor, la prueba, de que el hombre no estaba solo en el universo. La euforia del momento pareció embargar a todo el mundo en el mismo instante y la multitud rompió en espontáneos gritos y aplausos. Hasta el director parecía presa de la emoción. Daba palmadas a sus hombres y mujeres en la espalda, felicitándolos. Sin apartar la mirada, Rachel sintió una repentina alegría por la NASA. Habían tenido muy mala suerte en el pasado, pero por fin las cosas estaban cambiando. Se merecían aquel momento.

El agujero abierto en el hielo parecía una pequeña piscina en mitad del habisferio. La superficie de la piscina de sesenta metros de profundidad de agua fundida chapoteó durante un rato contra las paredes de hielo del pozo y luego por fin se calmó. El nivel del agua en el pozo era de unos dos metros bajo la superficie del glaciar, resultado de la discrepancia causada tanto por la extracción de la masa del meteorito como por el hecho de que el hielo se encoge a medida que se funde.

Norah Mangor inmediatamente colocó postes PAYTT alrededor del agujero. A pesar de que éste quedaba claramente a la vista, cualquier alma curiosa que se acercara demasiado y que resbalara accidentalmente dentro se vería en un grave peligro. Las paredes del pozo eran hielo sólido y no disponían del menor asidero, de modo que intentar salir de él sin ayuda era tarea imposible.

Lawrence Ekstrom se acercó a ellos a paso silencioso por el hielo. Fue directamente hacia Norah Mangor y le estrecho la mano con firmeza.

—Buen trabajo, doctora Mangor.

—Espero un buen número de elogios impresos —replicó Norah.

—Los tendrá —afirmó el director. Se giró entonces hacia Rachel. Parecía más feliz, aliviado—. Y bien, señorita Sexton, ¿ha quedado convencida la escéptica profesional?

Rachel no pudo evitar una sonrisa.

—Yo diría que más bien asombrada.

—Bien. Entonces sígame.

Rachel siguió al director por el habisferio hasta una gran caja de metal con aspecto de contenedor de transporte industrial. La caja estaba pintada con un diseño de camuflaje militar y con letras de plantilla:


C-S-P.


—Llamará usted al Presidente desde aquí —dijo Ekstrom.

«Comunicador de Seguridad Portátil», pensó Rachel. Esas cabinas de comunicación móviles eran instalaciones de batalla de lo más común, aunque Rachel jamás habría esperado encontrar una de ellas empleada como parte de una misión de paz de la NASA. De todas formas, el director Ekstrom procedía del Pentágono, de modo que sin duda tenía acceso a juguetes como aquel. A tenor de los rostros severos de los dos guardas que vigilaban el CSP, Rachel tuvo la clara impresión de que el contacto con el mundo exterior tenía lugar sólo con el expreso consentimiento del director Ekstrom.

«Al parecer no soy la única que ha sido apartada de sus obligaciones».

Ekstrom habló brevemente con uno de los guardas situado fuera del tráiler y luego se volvió hacia Rachel.

—Buena suerte —dijo. Y se marchó.

Un guarda repiqueteó en la puerta del tráiler y ésta se abrió desde dentro. Apareció un técnico y le indicó a Rachel que entrara. Ella le siguió dentro.

El interior del CSP estaba a oscuras y resultaba agobiante. Gracias al resplandor azulado del monitor del único ordenador, Rachel logró distinguir estantes llenos de instrumental telefónico, radios y dispositivos de telecomunicación por satélite. Al instante sintió claustrofobia. El aire dentro del tráiler era sofocante, como el de un sótano en invierno.

—Siéntese aquí, por favor, señorita Sexton.

El técnico apareció con un taburete y colocó a Rachel frente a un monitor de pantalla plana. Dispuso un micrófono delante de ella y le colocó un par de abultados auriculares AKG en la cabeza. Después de consultar un libro de registro de contraseñas encriptadas, el técnico introdujo una larga serie de claves en un dispositivo cercano. En la pantalla que estaba delante de Rachel se materializó un cronómetro.

00:60 SEGUNDOS

El técnico inclinó la cabeza en un gesto satisfecho cuando el cronómetro inició la cuenta atrás.

Un minuto para la conexión.

Giró sobre sus talones y se marchó, dando un portazo. Rachel le oyó pasar el pestillo por fuera.

«Genial».

Mientras esperaba en la oscuridad, mirando el cronómetro de sesenta segundos proceder lentamente a la cuenta atrás, le vino a mientes que aquél era el primer momento de intimidad que había tenido desde primera hora de la mañana. Ese día se había despertado sin la menor idea de lo que le esperaba. «Vida extraterrestre». A partir de ese día, el mito moderno más popular de todos los tiempos había dejado de ser un mito.

Ahora empezaba a ver lo terriblemente dañino que el hallazgo del meteorito iba a resultar para la campaña de su padre. Aunque la financiación de la NASA no tenía por qué verse equiparada políticamente con el derecho al aborto, la seguridad social y la asistencia social, su padre sí lo había convertido en un asunto equiparable. Y ahora le iba a estallar en plena cara.

En cuestión de horas, los norteamericanos sentirían de nuevo en sus propias carnes el estremecimiento provocado por el triunfo de la NASA. Habría soñadores con los ojos llenos de lágrimas, científicos boquiabiertos, la imaginación de los niños campando a sus anchas. Los asuntos de dólares y de centavos se desvanecerían por insignificantes, eclipsados por este momento tan espectacular. El Presidente renacería como un fénix, transformándose en héroe, mientras que, en mitad de toda esa euforia, el metódico senador aparecería como un ser mezquino: un avaro rematado sin el menor sentido de la aventura del pueblo norteamericano.

El ordenador emitió un pitido y Rachel levantó la mirada.

00:05 SEGUNDOS

La pantalla que tenía delante parpadeó de pronto y una imagen borrosa del sello de la Casa Blanca se materializó en la pantalla. Tras un instante, la imagen se disolvió hasta dar paso al rostro del presidente Herney.

—Hola, Rachel —dijo con un malicioso brillo en sus ojos—. ¿Ha tenido usted una tarde interesante?