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El restaurante Toulos, junto a Capitol Hill, presume de un menú políticamente incorrecto que consta de ternera lechal y de carpaccio de caballo. Se había convertido en un irónico lugar de moda donde desayunaban los más puros representantes del poder de Washington. Esa mañana, Toulos estaba lleno: una cacofonía en la que se entrelazaba el repicar de cubiertos, el ruido de las máquinas de café y las conversaciones de los teléfonos móviles.
El maitre estaba dándole un trago a hurtadillas a su Bloody Mary matutino cuando la mujer entró. Se giró hacia ella con una sonrisa mil veces practicada.
—Buenos días —dijo.
Era una mujer atractiva. Rondaría los treinta y tantos y llevaba unos pantalones de pinzas de franela gris, zapatos planos y discretos y una blusa Laura Ashley color marfil. Caminaba con la espalda recta y la barbilla ligeramente levantada, en un gesto que, más que arrogancia, denotaba carácter. Tenía el cabello de color castaño claro y lo llevaba cortado al estilo más de moda en Washington, el conocido como «presentadora de televisión»: peinado con esmero, con las puntas onduladas hacia dentro a la altura de los hombros... lo bastante largo para resultar atractivo y a la vez lo suficientemente corto para recordar a cualquiera que la mirara que, de los dos, era ella la más lista.
—Llego un poco tarde —dijo la mujer con un modesto tono de voz—. Tengo una cita con el senador Sexton.
El maitre sintió un inesperado nerviosismo. El senador Sedgewick Sexton. El senador era un cliente habitual del restaurante y uno de los hombres más famosos del país. La semana anterior, después de haber barrido en las doce primarias republicanas en el transcurso del Supermartes,[1] casi se había asegurado la nominación de su partido como candidato a presidente de Estados Unidos. Para muchos el senador tenía una oportunidad de oro para arrebatarle la Casa Blanca a su actual ocupante, objeto de todos sus ataques, en otoño.
Últimamente, daba la sensación de que la cara de Sexton estaba en todas las revistas de ámbito nacional y el eslogan de su campaña pegado por todo el país: «Es hora de gastar menos y de invertir mejor».
—El senador Sexton está en su mesa —dijo el maitre —. ¿Y usted es...?
—Rachel Sexton. Su hija.
«Menudo idiota estoy hecho», pensó el maitre. El parecido entre padre e hija saltaba a la vista. La mujer tenía los ojos penetrantes y el porte refinado del senador... ese aire de seguridad y nobleza. Sin duda, la belleza clásica del senador era algo que llevaba en la sangre, aunque Rachel Sexton parecía llevar esa gracia con una elegancia y una humildad de las que su padre podría haber aprendido algo.
—Es un placer tenerla con nosotros, señorita Sexton.
Mientras el maitre acompañaba a la hija del senador a la mesa que éste ocupaba, se turbó al percibir todos los ojos masculinos que la seguían con la mirada... algunos con discreción, otros con más descaro. Muy pocas mujeres comían en Toulos, y menos aún con el aspecto de Rachel Sexton.
—Buen cuerpo —susurró un comensal—. ¿Ya se ha buscado Sexton nueva esposa?
—Es su hija, idiota —respondió otro.
El hombre ahogó una carcajada.
—Conociendo a Sexton, probablemente se la esté llevando a la cama de todos modos.
Cuando Rachel llegó a la mesa de su padre, el senador estaba hablando a voz en grito por el móvil sobre uno de sus recientes éxitos. Levantó los ojos hacia ella el tiempo suficiente para darse unos golpecitos en el Cartier y recordarle que llegaba tarde.
«Yo también te he echado de menos», pensó Rachel.
El nombre de pila de su padre era Thomas, aunque había adoptado su segundo nombre hacía ya tiempo. Rachel sospechaba que lo había hecho porque le gustaba la aliteración. Senador Sedgewick Sexton. El hombre era un animal político de pelo plateado y gran elocuencia que había sido ungido con el elegante aspecto de un médico de culebrón, cosa que parecía de lo más apropiado teniendo en cuenta su talento para imitar a los demás.
—¡Rachel!
Su padre apagó el teléfono y se levantó para darle un beso en la mejilla.
—Hola, papá.
Rachel no le devolvió el beso.
—Pareces agotada.
«Ya empezamos», pensó Rachel.
—He recibido tu mensaje. ¿Qué pasa?
—¿Es que no puedo invitar a desayunar a mi hija?
Rachel había aprendido hacía tiempo que su padre raras veces solicitaba su compañía a menos que tuviera algún motivo oculto.
Sexton le dio un sorbo a su café.
—¿Y bien? ¿Qué tal te van las cosas?
—Muy ocupada. Ya veo que tu campaña va muy bien.
—Bah, no hablemos de trabajo. —Sexton se inclinó sobre la mesa, bajando la voz—. ¿Qué tal con el tipo del Departamento de Estado con el que te preparé aquella cita?
Rachel soltó un suspiro, presa de unas ganas irreprimibles de echar un vistazo a su reloj.
—Papá, no he tenido tiempo de llamarle, la verdad. Y me gustaría que dejaras de intentar...
—Hay que encontrar tiempo para las cosas importantes, Rachel. Sin amor, todo lo demás carece de sentido.
Aunque se le ocurrieron un montón de réplicas, Rachel prefirió guardar silencio. Asumir el papel de persona mayor no era difícil cuando se trataba de su padre.
—¿Querías verme, papá? Decías que era importante.
—Lo es.
Los ojos de su padre la estudiaron detenidamente.
Rachel sintió que parte de sus defensas se fundían bajo la mirada del senador y maldijo el poder de aquel hombre. Los ojos de Sexton eran su don, un don que, según sospechaba Rachel, le llevaría a la Casa Blanca. Según conviniera, esos ojos se llenaban de lágrimas, y entonces, apenas un instante más tarde, se despejaban, abriendo así una ventana a un alma apasionada, extendiendo un vínculo de confianza a su alrededor. «Todo es cuestión de confianza», decía siempre su padre. El senador había perdido la de Rachel hacía años, pero estaba ganando rápidamente la de su país.
—Tengo algo que proponerte —dijo el senador Sexton.
—Deja que lo adivine —respondió Rachel, intentando volver a fortificar su posición—. ¿Algún eminente divorciado en busca de joven esposa?
—No te engañes, cariño. Ya no eres tan joven.
A Rachel le embargó la sensación de empequeñecimiento que tan a menudo acompañaba los encuentros con su padre.
—Quiero echarte un salvavidas —dijo.
—No sabía que me estuviera ahogando.
—Porque no te estás ahogando. Pero el Presidente sí. Deberías saltar del barco antes de que sea demasiado tarde.
—¿No hemos tenido ya esta conversación antes?
—Piensa en tu futuro, Rachel. ¿Por qué no vienes a trabajar conmigo?
—Espero que no me hayas invitado a desayunar para hablar de eso.
El barniz de calma del senador se quebró de forma casi imperceptible.
—Rachel, ¿es que no ves que el hecho de que trabajes para él repercute negativamente en mí? Y en mi campaña.
Rachel suspiró. Su padre y ella ya habían pasado por aquello.
—Papá, yo no trabajo para el Presidente. Ni siquiera lo conozco. ¡Yo trabajo en Fairfax, por el amor de Dios!
—La política es una cuestión de apariencias, Rachel. Parece que trabajes para el Presidente.
Rachel volvió a suspirar, intentando mantener la calma.
—Papá, he trabajado muy duro para conseguir este empleo. No pienso dejarlo.
Al senador se le entrecerraron los ojos.
—¿Sabes una cosa? A veces esa actitud tan egoísta llega a...
—¿Senador Sexton?
Un periodista se materializó junto a ellos.
El semblante de Sexton se suavizó de forma automática. Rachel soltó un gemido y cogió un cruasán de la cesta que había sobre la mesa.
—Ralph Sneeden —dijo el reportero—. Del Washington Post. ¿Puedo hacerle unas preguntas?
El senador sonrió y se limpió la boca con una servilleta.
—Mucho gusto, Ralph. Pero dése prisa. No quiero que se me enfríe el café.
El reportero le rió la broma.
—Naturalmente, señor. —Sacó una minigrabadora y la puso en marcha—. Senador, su propaganda televisiva pide que la legislación asegure la igualdad salarial para las mujeres en sus puestos de trabajo... así como la reducción de impuestos para las familias recién constituidas. ¿Podría razonar ambas peticiones?
—Con mucho gusto. Simplemente soy un gran admirador de las mujeres y de las familias fuertes.
A Rachel casi se le atragantó el cruasán.
—Y sobre el tema de las familias —continuó el reportero—, habla usted mucho sobre educación. Está proponiendo algunos recortes muy controvertidos en el presupuesto en un esfuerzo por invertir más fondos en las escuelas de nuestra nación.
—Creo que los niños son nuestro futuro.
Rachel no podía creer que su padre hubiera caído tan bajo como para repetir la letra de una canción pop.
—Y por último, señor —dijo el periodista—, durante las últimas semanas ha obtenido usted una gran ventaja en los sondeos de intención de voto. El Presidente debe de estar preocupado. ¿Algún comentario sobre su reciente éxito?
—Creo que tiene que ver con la confianza. Ya es hora de que los norteamericanos sepan que no pueden confiar en el Presidente para que tome las grandes decisiones que esta nación necesita. El gasto descontrolado del gobierno está llevando al país a una deuda que no deja de aumentar a diario. Los norteamericanos están empezando a darse cuenta de que ha llegado el momento de gastar menos y de invertir mejor.
Como un aplazamiento de la ejecución de la retórica de su padre, el busca que Rachel llevaba en el bolso empezó a sonar. Normalmente el agudo timbrazo electrónico suponía una interrupción molesta y poco bienvenida, pero en ese momento, a Rachel le sonó casi melodiosa.
Al verse interrumpido, el senador le dedicó una mirada desafiante.
Rachel buscó el aparato en el bolso y pulsó una secuencia prefijada de cinco botones, confirmando así que era ella quien manipulaba el aparato. El timbrazo se detuvo y la pantalla de cristal líquido empezó a parpadear. En quince segundos recibiría un mensaje de texto seguro.
Sneeden sonrió al senador.
—Sin duda su hija es una mujer ocupada. Resulta refrescante ver que todavía encuentran tiempo en sus agendas para desayunar juntos.
—Como ya le he dicho, la familia es lo primero.
Sneeden asintió y entonces se le endureció la mirada.
—¿Puedo preguntar, señor, cómo resuelven usted y su hija sus conflictos de intereses?
—¿Conflictos? —El senador Sexton inclinó la cabeza con una mirada inocente y confundida en el rostro—. ¿A qué conflictos se refiere?
Rachel levantó los ojos y no pudo reprimir una mueca al ver actuar a su padre. Sabía perfectamente a dónde llevaba aquello. «Malditos periodistas», pensó. La mitad estaban en la nómina de algún partido. La pregunta del reportero era de las que suelen denominarse un «pomelo»: una pregunta supuestamente agresiva y dura, pero que en realidad no era más que un favor pactado al senador: una volea lenta que su padre podía dar de pleno, lanzando la bola fuera del recinto y aclarando de paso algunas cosas.
—Bueno, señor... —dijo el periodista, carraspeando y fingiendo cierta incomodidad ante la pregunta—. El conflicto es que su hija trabaja para su adversario.
El senador Sexton estalló en carcajadas, quitándole importancia a la cuestión.
—En primer lugar, Ralph, el Presidente y yo no somos adversarios. Simplemente somos dos compatriotas que tienen diferentes ideas de cómo gobernar el país al que tanto amamos.
Al reportero se le iluminó la cara. Tenía el titular que estaba buscando.
—¿Y en segundo lugar?
—En segundo lugar, mi hija no es empleada del Presidente. Está contratada por el servicio de inteligencia. Compila informes de inteligencia y los envía a la Casa Blanca. De hecho, es un cargo bastante bajo. —Hizo una pausa para mirar a Rachel—. En realidad, querida, creo que nunca has visto en persona al Presidente, ¿verdad?
Rachel clavó en él unos ojos como brasas.
El busca gorjeó de nuevo, obligando a Rachel a fijar la mirada en el mensaje entrante que aparecía ahora en la pantalla de cristal líquido.
«PRST DIRONRINMEDTTE»
Descifró la escritura abreviada al instante y frunció el ceño. El mensaje era de lo más inesperado, y sin duda se trataba de malas noticias. Al menos tenía la excusa perfecta para irse.
—Señores —dijo—. Se me parte el corazón, pero tengo que irme. Llego tarde al trabajo.
—Señorita Sexton —dijo rápidamente el reportero—. Antes de que se marche, me preguntaba si podría comentar algo sobre los rumores que apuntan a que ha sido usted quien ha organizado este desayuno con su padre para discutir la posibilidad de dejar su actual empleo y trabajar para él.
Rachel se sintió como si acabaran de echarle café hirviendo a la cara. La pregunta la pilló totalmente por sorpresa. Miró a su padre y percibió en su sonrisa forzada que la pregunta estaba preparada. Estuvo a punto de saltar por encima de la mesa y clavarle un tenedor.
El periodista le pegó la grabadora a la cara.
—¿Señorita Sexton?
Rachel clavó sus ojos en los del reportero.
—Ralph, o como demonios te llames, a ver si esto te queda claro: no tengo la menor intención de abandonar mi empleo para trabajar con el senador Sexton, y si publicas lo contrario necesitarás un calzador para quitarte esa grabadora del culo.
Al reportero se le agrandaron los ojos. Apagó la grabadora y disimuló una sonrisa.
—Gracias a los dos —dijo antes de desaparecer.
Rachel lamentó de inmediato su arranque de rabia. Había heredado el mal genio de su padre y lo odiaba por ello. «Tranquila, Rachel. Tú tranquila».
Su padre la miraba con ojos glaciales e inquisitivos.
—No estaría de más que aprendieras algunos modales.
Rachel empezó a coger sus cosas.
En cualquier caso, el senador parecía haber terminado con ella. Cogió el móvil para hacer una llamada.
—Adiós, cariño. Pasa a verme por el despacho un día de éstos. Y cásate, por el amor de Dios. Ya tienes treinta y tres años.
—¡Treinta y cuatro! —le replicó Rachel—. Tu secretaria me envió una tarjeta de felicitación.
El senador ahogó una risa triste.
—Treinta y cuatro. Ya eres casi una vieja solterona. ¿Sabes?, cuando yo tenía tu edad, ya me había...
—¿Casado con mamá, además de haberte follado también a la vecina?
Las palabras sonaron más alto de lo que Rachel pretendía y su voz quedó suspendida en toda su crudeza en un vacío de silencio mudo. Los comensales cercanos se giraron a mirar.
En los ojos del senador Sexton se adivinó un destello helado: dos cristales de hielo clavándose en ella.
—Vete con cuidado, jovencita.
Rachel fue hacia la puerta. «No, eres tú quien debe andarse con cuidado, senador».