121
«Matar o morir» Rachel había descubierto una parte de sí misma de cuya existencia jamás había sido consciente. Modo de supervivencia: una fortaleza salvaje alimentada por el miedo.
—¿Qué había en ese fax saliente? —exigió saber la voz desde el CrypTalk.
A Rachel le alivió oír la confirmación de que el fax había salido como estaba planeado.
—Abandonen la zona —ordenó Rachel, hablando al CrypTalk y dedicando una mirada glacial al helicóptero amenazador—. Todo ha terminado. Su secreto acaba de desvelarse. —Informó a sus atacantes sobre toda la información que acababa de enviar. Media docena de páginas con textos e imágenes. Prueba irrefutable de que el meteorito era una farsa—. Causarnos algún daño no hará más que empeorar las cosas.
Se produjo una densa pausa.
—¿A quién ha enviado el fax?
Rachel no pensaba responder a esa pregunta. Tolland y ella necesitaban ganar la mayor cantidad de tiempo posible. Se habían colocado junto a la abertura de cubierta, alineados con el Tritón, de modo que era imposible que el helicóptero les disparara sin dar al soldado que colgaba de las pinzas del submarino.
—William Pickering —dijo la voz, que sonó extrañamente esperanzada—. Le ha enviado el fax a Pickering.
«Se equivoca», pensó Rachel. Pickering habría sido su primera elección, pero se había visto obligada a elegir a otro por miedo a que sus atacantes ya lo hubieran eliminado, una elección cuya claridad constituiría un escalofriante testimonio a la determinación de su enemigo. En un instante de desesperada decisión, Rachel había enviado el fax con los datos al único otro número que tenía memorizado.
El del despacho de su padre.
El número de fax del despacho del senador Sexton había quedado dolorosamente grabado en su memoria tras la muerte de su madre, cuando su padre decidió hacerse cargo de muchos de los detalles del testamento sin tener que lidiar con Rachel en persona. Ella nunca imaginó que llegaría el momento en que recurriría a su padre en un momento de necesidad, pero esa noche él era poseedor de dos cualidades críticas: todas las motivaciones correctas para dar a conocer los datos del meteorito sin la menor vacilación y la influencia necesaria para llamar a la Casa Blanca y chantajearles para que llamaran al orden a esa banda de asesinos.
A pesar de que indudablemente su padre no estaría en su despacho a esas horas, Rachel sabía que lo mantenía cerrado como una cripta. Por lo tanto, había enviado efectivamente los datos por fax a una caja fuerte inexpugnable. Incluso en caso de que los atacantes averiguaran dónde los había enviado, tenían muy pocas probabilidades de poder burlar las estrictas medidas de seguridad federal del Philip A. Hart Senate Office Building y lograr entrar en el despacho del senador sin ser vistos.
—Dondequiera que haya enviado el fax —dijo la voz desde las alturas—, ha puesto a esa persona en peligro.
Rachel sabía que debía hablar desde una posición de poder, a pesar del miedo que la atenazaba. Indicó con un gesto al soldado atrapado entre las pinzas del Tritón. Las piernas le colgaban sobre el abismo, goteando sangre a nueve metros sobre el océano.
—Aquí la única persona que corre peligro es su agente —dijo, hablando al CrypTalk—. Se acabó. Retírense. Los datos han salido. Han perdido. Abandonen la zona o este hombre morirá.
La voz contraatacó por el CrypTalk:
—Señorita Sexton, no comprende usted la importancia...
—¿Comprender? —estalló Rachel—. ¡Lo que comprendo es que han matado a gente inocente! ¡Comprendo que han mentido sobre el meteorito! ¡Y comprendo que no se saldrán con la suya! ¡Incluso aunque nos maten a todos, se ha terminado!
Se produjo una larga pausa. Por fin la voz dijo:
—Voy a bajar.
Rachel sintió que se le tensaban los músculos. «¿Bajar?»
—No voy armado —dijo la voz—. No se precipite. Usted y yo tenemos que hablar cara a cara.
Antes de que Rachel pudiera reaccionar, el helicóptero aterrizó sobre la cubierta del Goya. La puerta del pasajero situada sobre el fuselaje se abrió y una figura salió de la cabina. Se trataba de un hombre de aspecto sencillo que vestía abrigo negro y corbata. Durante un instante, la mente de Rachel se quedó totalmente en blanco.
Tenía ante sus ojos a William Pickering.
William Pickering se quedó de pie en la cubierta del Goya, mirando apesadumbrado a Rachel Sexton. Nunca había imaginado que el día iba a terminar así. Cuando se movió hacia ella, pudo ver una peligrosa combinación de emociones en los ojos de su subordinada.
Conmoción, traición, confusión, rabia.
«Todo ello comprensible», pensó. «Hay demasiadas cosas que no comprende».
Durante un instante, la imagen de su hija Diana le vino a la memoria, preguntándose qué emociones habría sentido antes de morir. Tanto Diana como Rachel eran víctimas de la misma guerra, una guerra que Pickering había jurado luchar eternamente. A veces las víctimas podían llegar a ser muy crueles.
—Rachel —dijo Pickering—. Todavía podemos llegar a una solución. Tengo muchas cosas que explicarle.
Rachel Sexton parecía horrorizada, casi al borde de la náusea. Ahora era Tolland quien tenía en su haber la ametralladora y apuntaba al pecho de Pickering. También él parecía perplejo.
—¡Atrás! —gritó Tolland.
Pickering se detuvo a unos cinco metros con la mirada concentrada en Rachel.
—Su padre está aceptando sobornos, Rachel. Donativos de compañías espaciales privadas. Planea desmantelar la NASA y abrir el espacio al sector privado. Había que detenerlo, simplemente por una mera cuestión de seguridad nacional.
Rachel lo escuchaba impertérrita.
Pickering suspiró.
—La NASA, a pesar de todos sus fracasos, debe seguir siendo una entidad gubernamental. «Sin duda no puede comprender los riesgos que hay en juego». La privatización provocaría la huida de las mejores mentes e ideas de la NASA al sector privado. El grupo de expertos se disolvería. Los militares perderían acceso al espacio. ¡Las compañías espaciales privadas, en su afán por incrementar sus capitales, empezarían a vender patentes e ideas de la NASA a los mejores postores del mundo entero!
La voz de Rachel sonó trémula.
—¿Ha falseado el meteorito y ha matado a gente inocente... en nombre de la seguridad nacional?
—No debía ocurrir así —dijo Pickering—. El plan era salvar una importante agencia gubernamental. Matar no formaba parte de él.
Pickering sabía que la farsa del meteorito, como ocurría con gran parte de las propuestas de la comunidad de inteligencia, había sido producto del miedo. Tres años antes, en un esfuerzo por extender los hidrófonos de la ONR a aguas más profundas donde no pudieran ser alcanzados por saboteadores enemigos, Pickering encabezó un programa que utilizaba un material de construcción de la NASA de reciente desarrollo para diseñar en secreto un submarino increíblemente resistente, capaz de transportar a seres humanos a las regiones más profundas del océano, incluyendo el fondo de la Fosa de las Marianas.
Forjado con una cerámica revolucionaria, el submarino biplaza en cuestión estaba diseñado a partir de prototipos pirateados del ordenador de un ingeniero de California llamado Graham Hawkes, un genio diseñador de sumergibles cuyo sueño era construir un submarino de aguas profundas al que llamó Deep Flight II. Hawkes estaba teniendo dificultades a la hora de encontrar financiación para construir un prototipo. Él, por otra parte, disponía de un presupuesto ilimitado.
Empleando el submarino secreto de cerámica, Pickering envió a un equipo secreto a las profundidades para anexar nuevos hidrófonos a las crestas de la Fosa de las Marianas, a una profundidad a la que jamás pudiera llegar ningún enemigo. En el proceso de perforación, el equipo descubrió estructuras geológicas que nada tenían que ver con ninguna de las que los científicos habían visto hasta entonces. Los descubrimientos incluían cóndrulos y fósiles de varias especies desconocidas. Naturalmente, y puesto que la capacidad de inmersión de la ONR a esas profundidades era un dato secreto, ningún detalle de esa información pudo jamás hacerse público.
Hacía muy poco que, de nuevo impulsados por el miedo, Pickering y su discreto equipo de consejeros científicos de la ONR habían decidido emplear sus conocimientos de la geología única de la Fosa de las Marianas para salvar a la NASA. Transformar una roca de las Marianas en un meteorito había resultado una tarea tremendamente sencilla. Empleando un motor ECE a base de hidrógeno líquido, el equipo de la ONR chamuscó la roca hasta cubrirla de una convincente corteza de fusión. Luego, habían descendido en un pequeño submarino de carga bajo la Plataforma de Hielo Milne e insertado la roca chamuscada en el hielo desde abajo. En cuanto el túnel de inserción se congeló, la roca parecía haber estado allí desde hacía más de trescientos años.
Desgraciadamente, como solía ocurrir en el mundo de las operaciones secretas, el más ambicioso de los planes podía irse al traste por culpa de la más pequeña dificultad. El día anterior, toda la ilusión se había derrumbado por culpa de unas simples muestras de plancton bioluminiscente...
Desde la cabina del piloto del Kiowa, que ahora reposaba sobre cubierta, Delta-Uno veía desarrollarse el drama ante sus ojos. Rachel y Tolland parecían tener total control de la situación, aunque Delta-Uno a punto estuvo de echarse a reír ante lo ilusorio de lo que veía. La ametralladora que Tolland llevaba en las manos no le serviría de nada; incluso desde su posición, Delta-Uno podía ver que el ensamblaje de la barra del percutor estaba echada hacia atrás, lo cual indicaba que el cargador estaba vacío.
Cuando miró a su compañero, que seguía debatiéndose entre las pinzas del Tritón, supo que tenía que darse prisa. En cubierta, la atención estaba totalmente centrada en Pickering, y ahora él podía entrar en acción. Dejó los rotores en marcha y se deslizó fuera del helicóptero por la parte posterior del fuselaje. Utilizando el helicóptero para cubrirse, se dirigió sin ser visto a la pasarela de estribor. Con su propia ametralladora en la mano, fue hasta la popa. Pickering le había dado órdenes específicas antes del aterrizaje y Delta-Uno no tenía la menor intención de fracasar en una tarea tan simple.
«Es cuestión de segundos todo habrá terminado», pensó, totalmente convencido.