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Los tres hombres seguían sentados en silencio dentro de la tienda antitormentas ThermaTech. Fuera, un viento helado zarandeaba el refugio, amenazando con arrancarlo de los anclajes. Ninguno de ellos parecía darle la menor importancia. Todos habían vivido situaciones mucho más amenazadoras.
La tienda era de un blanco inmaculado y estaba enclavada en una suave depresión, oculta a la vista. Todos los instrumentos de comunicación y de transporte así como las armas eran de última generación. El líder del grupo respondía al nombre en clave de Delta-Uno. Era un tipo musculoso y ágil. Su mirada era tan desoladora como el paisaje que le rodeaba.
El cronógrafo militar que Delta-Uno llevaba en la muñeca emitió un pitido agudo. El sonido coincidió en perfecto unísono con los pitidos que salían de los cronógrafos de los otros dos hombres.
Habían pasado otros treinta minutos.
Era la hora. Otra vez.
Delta-Uno dejó en la tienda a sus dos compañeros, salió a la oscuridad y al feroz azote del viento y escrutó el horizonte iluminado por la luna con unos prismáticos infrarrojos. Como siempre, se concentró en la estructura. Estaba a unos mil metros de distancia. Era un edificio enorme e insólito que se elevaba del suelo yermo. Su equipo y él ya llevaban diez días vigilándolo desde su construcción. A Delta-Uno no le cabía duda de que la información que contenía aquel edificio iba a cambiar el mundo. Ya se habían perdido algunas vidas para protegerlo.
Hasta el momento, todo parecía muy tranquilo fuera de la estructura.
Sin embargo, la verdadera prueba era lo que estaba ocurriendo dentro.
Delta-Uno volvió a entrar en la tienda y se dirigió a sus dos compañeros.
—Hora de una pequeña batida.
Ambos asintieron. El más alto, Delta-Dos, abrió un ordenador portátil y lo encendió. Se situó delante de la pantalla y puso la mano en una palanca de mando mecánica y le dio un breve tirón. A mil metros de distancia, oculto en las profundidades del edificio, un robot de vigilancia del tamaño de un mosquito recibió su transmisión y cobró vida.