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Rachel Sexton tenía la sensación de que la estuvieran quemando viva.

«¡Está lloviendo fuego!»

Intentó abrir los ojos, pero lo único que logró distinguir fueron formas nebulosas y luces cegadoras. Llovía a su alrededor. Era una lluvia caliente y abrasadora que rebotaba contra su piel desnuda. Estaba tumbada de costado y podía sentir unas baldosas calientes debajo del cuerpo. Se acurrucó aún más en posición fetal, intentando protegerse del líquido abrasador que caía sobre ella desde arriba. Olía a productos químicos. Quizá se tratara de clorina. Intentó alejarse a gatas de allí, pero no pudo. Unas manos fuertes la sujetaron por los hombros, impidiéndole moverse.

«¡Suélteme! ¡Me estoy quemando!»

Instintivamente, volvió a luchar por escapar, y de nuevo se le impidió moverse en cuanto las fuertes manos la inmovilizaron contra el suelo.

—Quédese donde está —dijo una voz de hombre. Su acento era norteamericano. Profesional—. Pronto habrá terminado.

«¿Qué es lo que habrá terminado?», se preguntó. «¿El dolor? ¿Mi vida?» Intentó ver con claridad. Las luces de aquel lugar eran muy potentes. Tuvo la sensación de que la habitación era pequeña. Agobiante. Techos bajos.

—¡Me estoy abrasando! —el grito de Rachel sonó como un susurro.

—Está usted bien —dijo la voz—. Es agua templada. Créame.

Entonces Rachel se dio cuenta de que estaba casi desnuda. Sólo llevaba puesta su ropa interior empapada. No sintió la menor vergüenza. Tenía la cabeza llena de otras muchas cosas.

Ahora los recuerdos estaban empezando a llegar como un torrente. La plataforma de hielo. El RPT. El ataque. «¿Quién? ¿Dónde estoy?» Intentó unir las piezas de aquel rompecabezas, pero tenía la mente aletargada, como las piezas atascadas de una máquina. Sumida en aquella borrosa confusión sólo se le ocurrió pensar en una cosa: «Michael y Corky... ¿dónde están?»

Intentó enfocar su borrosa visión, pero sólo alcanzó a ver a unos hombres que, de pie, se cernían sobre ella. Estaban vestidos con idénticos monos azules. Quiso hablar, pero su boca se negó a articular una sola palabra. La sensación de escozor que le abrasaba la piel daba paso a unas repentinas y profundas oleadas de dolor que le recorrían los músculos como temblores sísmicos.

—No oponga resistencia —dijo el hombre que estaba de pie sobre ella—. La sangre le tiene que volver a fluir por la musculatura —añadió. Hablaba como un médico—. Intente mover los brazos y las piernas todo lo que pueda.

El dolor que atormentaba el cuerpo de Rachel era comparable a la sensación de que le estuvieran golpeando cada músculo con un martillo. Siguió tumbada sobre las baldosas mientras se le contraía el pecho y apenas podía respirar.

—Mueva los brazos y las piernas —insistió el hombre—. Da igual lo que sienta al hacerlo.

Rachel lo intentó. Con cada movimiento sentía como si le estuvieran clavando un cuchillo en las articulaciones. La temperatura de los chorros de agua había vuelto a aumentar. De nuevo aquella sensación de quemazón. El terrible dolor no remitió. Justo en el momento en que creyó que no podría soportarlo ni un instante más, notó que alguien le ponía una inyección. El dolor pareció remitir rápidamente, cada vez menos violento, menguando. Intentó quedarse quieta, pero los chorros de agua siguieron golpeándola. El hombre que se cernía sobre ella le sujetaba los brazos y los movía.

«¡Dios! ¡Cómo duele!» Estaba demasiado débil para luchar. Por su rostro se deslizaban lágrimas de agotamiento y de dolor. Cerró con fuerza los ojos, aislándose del mundo exterior.

Por fin, las agujas y los pinchazos empezaron a remitir. La lluvia que le caía encima desapareció. Cuando abrió los ojos, tenía la visión más clara.

Entonces los vio.

Corky y Tolland estaban tumbados junto a ella, temblando, medio desnudos y empapados. A juzgar por la expresión de angustia reflejada en sus rostros, Rachel supuso que acababan de soportar la misma experiencia que ella. Los ojos marrones de Michael Tolland estaban inyectados en sangre y parecían vidriosos. Cuando vio a Rachel, logró esbozar una sonrisa débil a pesar de que sus labios azulados no dejaban de temblar.

Ella intentó incorporarse para echar una mirada al extraño entorno en el que se hallaban. Los tres estaban acostados, temblando, formando un batiburrillo de extremidades semidesnudas, en el suelo de una diminuta sala de duchas.

Unos brazos fuertes la levantaron.

Sintió cómo esos poderosos desconocidos le secaban el cuerpo y la envolvían en mantas. La estaban depositando sobre una especie de camilla y le daban un vigoroso masaje en los brazos, piernas y pies. Una nueva inyección en el brazo.

—Adrenalina —dijo alguien.

Rachel notó que la droga le recorría las venas como una fuente de vida, dándole vigor a los músculos. Aunque todavía la embargaba un vacío helado y tenso, como si tuviera la piel de un tambor en las entrañas, sintió que la sangre volvía lentamente a recorrerle las extremidades.

«He vuelto del reino de los muertos».

Intentó enfocar la vista. Tolland y Corky estaban acostados junto a ella, tiritando, envueltos en mantas mientras los hombres les masajeaban el cuerpo y les ponían también inyecciones. Rachel no tenía la menor duda de que aquel misterioso grupo de hombres les había salvado la vida. Muchos estaban empapados. Al parecer se habían metido en las duchas totalmente vestidos para ayudar. Quiénes eran o cómo habían llegado hasta ella y sus compañeros a tiempo era algo que ni siquiera intentaba imaginar. En ese momento, no le importaba. «Estamos vivos».