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Ahora que el meteorito estaba por fin fuera del agua, el director de la NASA estaba menos irritable. «Todo está volviendo a su sitio», se dijo mientras cruzaba la cúpula hacia la zona de trabajo de Michael Tolland. «Ahora ya nada nos detendrá».

—¿Qué tal va? —preguntó Ekstrom, acercándose por detrás al científico televisivo.

Tolland levantó la mirada del ordenador. Parecía cansado, aunque entusiasmado.

—Ya casi he terminado de montarlo. Simplemente estoy incluyendo parte del metraje de la extracción que ha grabado su gente. Habré acabado en un momento.

—Bien.

El Presidente le había pedido a Ekstrom que enviara a la Casa Blanca el documental de Tolland a la mayor brevedad.

A pesar de que Ekstrom se había mostrado cínico ante el deseo del Presidente de utilizar a Michael Tolland en el proyecto, había cambiado de parecer al ver las primeras escenas del documental de éste. La animada narrativa de la estrella de la televisión, combinada con las entrevistas a los científicos civiles, se fusionaban a la perfección para ofrecer quince apasionantes y comprensibles minutos de programa científico. Tolland había logrado sin esfuerzo lo que la NASA muy pocas veces había conseguido: describir un descubrimiento científico al nivel del intelecto medio del pueblo norteamericano sin llegar a sonar pedante.

—Cuando haya terminado de montarlo —dijo Ekstrom—, traiga el producto final al área de prensa. Haré que alguien envíe una copia digital a la Casa Blanca.

—Sí, señor —dijo Tollan, volviendo al trabajo.

Ekstrom se marchó. Cuando llegó a la pared norte, se animó al ver que el «área de prensa» del habisferio había quedado perfecta. Habían colocado una gran alfombra azul sobre el hielo. En el centro de la alfombra habían dispuesto una larga mesa de conferencias con varios micrófonos, un distintivo de la NASA y una enorme bandera americana como telón de fondo. Para completar el impacto visual, habían transportado el meteorito sobre un trineo con una base en forma de espátula y lo habían colocado en el lugar de honor, justo delante de la mesa de conferencias.

A Ekstrom le encantó ver que en el área de prensa los ánimos eran de celebración. Gran parte de su equipo se había arremolinado alrededor del meteorito, con las manos tendidas hacia la roca como excursionistas alrededor de un fuego de campo.

Ekstrom decidió que había llegado el momento. Fue hasta varias cajas de cartón amontonadas sobre el hielo detrás del área de prensa. Los había hecho traer desde Groenlandia aquella misma mañana.

—¡La bebida corre de mí cuenta! —gritó, repartiendo latas de cerveza entre su alborozado equipo.

—¡Oiga, jefe! —gritó alguien—. ¡Gracias! ¡Pero si hasta están frías!

Ekstrom esbozó una sonrisa muy poco frecuente en él.

—Las he conservado en hielo.

La carcajada fue general.

—¡Un momento! —gritó otro, mirando ceñudo su lata con buen talante—. ¡Esta cerveza es canadiense! ¿Qué ha sido de su patriotismo?

—Hay que apretarse el cinturón, señores. Es lo más barato que he encontrado.

Más risas.

—Atención —gritó uno de los miembros del equipo de televisión de la NASA por megáfono—. Vamos a activar la iluminación para los medios de comunicación. Puede que experimenten una ceguera temporal.

Y nada de besos en la oscuridad —gritó alguien—. ¡Esto es un programa familiar!

Ekstrom se rió por lo bajo, disfrutando de las bromas mientras su equipo terminaba de ajustar los focos y la iluminación con neones.

—Activando la iluminación para los medios de comunicación en cinco, cuatro, tres, dos...

El interior de la cúpula fue oscureciéndose rápidamente cuando las lámparas alógenas se apagaron. En cuestión de segundos todas las luces estuvieron apagadas. Una oscuridad impenetrable engulló la cúpula.

Alguien soltó un grito fingido.

—¿Quién me ha pellizcado el culo? —gritó otro, riendo.

La oscuridad duró sólo un instante y luego se vio desgarrada por el intenso resplandor de los focos. Todos entrecerraron los ojos. La transformación era total. El cuadrante norte del habisferio de la NASA se había convertido en un estudio de televisión. El resto de la cúpula parecía un granero abierto en mitad de la noche. La única luz que se veía en las secciones restantes era el mudo reflejo de las luces de los medios reflejadas en el techo arqueado, que dibujaban largas sombras sobre las estaciones de trabajo, ahora desiertas.

Ekstrom retrocedió entre las sombras, agradecido al ver a su equipo rodeando el meteorito iluminado. Se sentía como un padre en Navidad, observando a sus hijos disfrutar alrededor del árbol.

«Dios sabe que se lo tienen más que merecido», pensó, sin sospechar la calamidad que le aguardaba.