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Rachel siguió al presidente Herney hasta la impecable escalerilla del Air Force One. Mientras descendían, ella sintió que el crudo aire de marzo le despejaba la mente. Sin embargo, aquella lucidez hizo que la declaración de Herney pareciera aún más extravagante.
«¿Que la NASA ha hecho un descubrimiento de tal importancia científica que justifica cada dólar que los norteamericanos se han gastado en el espacio?»
Rachel imaginó que un descubrimiento de tal magnitud sólo podía hacer referencia a una cosa (el santo grial de la NASA): el contacto con vida extraterrestre. Pese a todo, sabía lo suficiente de aquel santo grial en particular como para estar segura de que algo así era totalmente imposible.
En calidad de analista de inteligencia, Rachel se veía obligada a esquivar constantemente las preguntas de sus amigos sobre las supuestas maniobras de ocultamiento de contactos con alienígenas. A menudo se quedaba aterrada ante las teorías que hasta los más «cultos» de sus amigos se tragaban sin el menor reparo: platillos volantes alienígenas destrozados y ocultos en búnkers secretos del gobierno, cadáveres de extraterrestres enterrados en hielo e incluso civiles inocentes abducidos por alienígenas.
Por supuesto, todo eso era absurdo. Los alienígenas no existían. Tampoco las estrategias de ocultamiento.
Todos los miembros de la comunidad de inteligencia comprendían que la gran mayoría de testimonios visuales y de abducciones a manos de alienígenas eran simplemente producto de imaginaciones desbocadas o de trucos para ganar dinero. Cuando realmente existían auténticas pruebas fotográficas de la existencia de ovnis, siempre tenían la extraña costumbre de proceder de lugares próximos a las bases aéreas militares donde se estaba poniendo a prueba algún avión ultrasecreto. Cuando Lockheed empezó a hacer pruebas con un aparato radicalmente nuevo conocido como «Bombardero Sigiloso», los avistamientos de ovnis alrededor de la base Edwards de la Fuerza Aérea se multiplicaron por quince.
—Aprecio una expresión de escepticismo en su rostro —dijo el Presidente, mirándola de reojo.
El sonido de su voz sobresaltó a Rachel, que lo miró sin saber muy bien qué decir.
—Bueno... —Vaciló—. Señor, doy por sentado que no estamos hablando de naves alienígenas ni de hombrecillos verdes, ¿verdad?
Al Presidente pareció divertirle la pregunta.
—Rachel, creo que este descubrimiento le parecerá mucho más intrigante que la ciencia ficción.
A Rachel le alivió saber que la NASA no estaba tan desesperada como para intentar venderle al Presidente una historia de alienígenas. Sin embargo, el comentario del Presidente no hacía más que incrementar el misterio.
—Bueno —dijo Rachel—, al margen de lo que haya encontrado la NASA, debo reconocer que la ocasión resulta de lo más oportuna.
Herney se detuvo en la escalerilla.
—¿Oportuna? ¿A qué se refiere?
«¿Cómo que a qué me refiero?» Rachel se detuvo y lo miró fijamente.
—Señor Presidente, en estos momentos la NASA está librando una batalla a vida o muerte por justificar su propia existencia y usted está siendo objeto de muchos ataques por financiarla. Un descubrimiento de gran magnitud por parte de la NASA sería la panacea tanto para la agencia como para su campaña. Ni que decir tiene que sus detractores encontrarán esta casualidad más que sospechosa.
—Entonces..., ¿me está usted llamando mentiroso o idiota?
Rachel notó que se le hacía un nudo en la garganta.
—No pretendía faltarle al respeto, señor. Simplemente...
—Relájese. —Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Herney, reemprendió el descenso—. Cuando el director de la NASA me habló por primera vez de ese descubrimiento, lo rechacé de raíz por absurdo. Le acusé de haber planeado el fraude político más descarado de la historia.
Rachel notó que, hasta cierto punto, el nudo que tenía en la garganta se le deshacía Al pie de la rampa, Herney se detuvo y la miró.
—Una de las razones por las que le he pedido a la NASA que mantenga este descubrimiento en secreto es para protegerla. La magnitud del hallazgo va mucho más allá de cualquier cosa que la agencia haya anunciado hasta ahora. Hará que la llegada del hombre a la Luna parezca insignificante. Y puesto que todos, y ahí me incluyo, tenemos tanto que ganar, y tanto que perder, me ha parecido prudente que alguien compruebe los datos obtenidos por la NASA antes de mostrarlos a la luz del mundo con un anuncio formal.
Rachel estaba perpleja.
—Sin duda no se estará refiriendo a mí, señor.
El Presidente se rió.
—No, ésta no es su área de especialización. Además, ya he obtenido la verificación mediante canales extragubernamentales.
El alivio de Rachel dejó paso a una renovada perplejidad.
—¿Extragubernamental, señor? ¿Quiere decir que ha recurrido al sector privado? ¿Para algo tan secreto?
El Presidente asintió con convicción.
—He reunido a un grupo de confirmación externo; cuatro científicos civiles. Se trata de personal ajeno a la NASA con un gran nombre y una gran reputación que proteger. Han utilizado su propio equipo para llevar a cabo sus observaciones y llegar a sus propias conclusiones. Durante las últimas cuarenta y ocho horas, estos científicos civiles han confirmado el descubrimiento de la NASA sin la menor sombra de duda.
Rachel estaba impresionada. El Presidente se había protegido haciendo gala del típico aplomo Herney: al contratar al más impensable equipo de escépticos, personal ajeno que nada tenía que ganar confirmando el descubrimiento de la NASA, se había protegido contra cualquier sospecha que apuntara a que aquello podía tratarse de una desesperada estratagema de la agencia para justificar su presupuesto, reelegir a un Presidente que tan favorable a la Estación Espacial se había mostrado y poner fin de una vez a los ataques del senador Sexton.
—Hoy, a las ocho de la noche —dijo Herney—, voy a dar una rueda de prensa en la Casa Blanca para anunciar este descubrimiento al mundo. Rachel se sintió frustrada. Herney prácticamente no le había dicho nada.
—¿Y de qué se trata ese descubrimiento exactamente?
El Presidente sonrió.
—Hoy se dará usted cuenta de que la paciencia es una virtud. Este descubrimiento es algo que tiene que ver con sus propios ojos. Necesito que entienda totalmente la situación antes de que procedamos. El director de la NASA está a la espera de ponerla al corriente. Le dirá todo lo que necesita saber. Después de eso, usted y yo discutiremos su papel con mayor profundidad.
Rachel percibió una sombra en los ojos del Presidente y recordó la advertencia de Pickering en el sentido de que la Casa Blanca podía estar guardándose algo bajo la manga. Al parecer, Pickering estaba en lo cierto, como de costumbre.
Herney señaló con un gesto un hangar cercano.
—Sígame —dijo, dirigiéndose hacia allí.
Rachel así lo hizo, confundida. El edificio que se levantaba ante sus ojos carecía de ventanas y tenía unas enormes puertas dobles selladas. El único acceso era una pequeña entrada en una de las paredes laterales del hangar. La puerta estaba abierta de par en par. El Presidente condujo a Rachel hasta quedar a unos cuantos metros de la puerta y se detuvo.
—Yo me quedo aquí —dijo, indicando hacia la puerta—. Usted entre.
Rachel vaciló.
—¿No viene? .
—Tengo que volver a la Casa Blanca. Hablaré con usted en breve. ¿Lleva teléfono móvil?
—Por supuesto, señor.
—Démelo.
Rachel sacó el móvil y se lo dio, dando por sentado que el Presidente intentaría introducir en él un número privado de contacto. En vez de eso, Herney se lo metió en el bolsillo.
—Está usted liberada en este momento —dijo el Presidente—. Acaba de ser eximida de todas sus responsabilidades laborales. No hablará hoy con nadie más sin mi autorización expresa o la del director de la NASA. ¿Me ha comprendido bien?
Rachel lo miró. «¿Acaba de robarme el móvil el Presidente?»
—Después de que el director le explique los detalles del descubrimiento, la pondrá en contacto conmigo mediante canales de comunicación seguros. Hablaré con usted pronto. Buena suerte.
Rachel miró hacia la puerta del hangar y sintió una creciente inquietud.
El presidente Herney le puso una tranquilizadora mano en el hombro e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta.
—Le aseguro, Rachel, que no se arrepentirá de haberme ayudado en este asunto. Y sin una palabra más, se dirigió a grandes zancadas al PaveHawk que la había llevado a ella hasta allí. Subió a bordo y el helicóptero despegó. No miró atrás ni una sola vez.