110

El ataque se produjo sin previo aviso. A baja altura, descendiendo en dirección sudoeste sobre el Goya, la silueta letal de un helicóptero de combate se abatió como una avispa gigante. Rachel no tuvo ninguna duda de lo que era ni de por qué estaba allí.

En la oscuridad, un estallido entrecortado procedente del morro del helicóptero envió una ráfaga de balas sobre la cubierta de fibra de vidrio del Goya, trazando una línea que cruzó toda la popa. Rachel intentó ponerse a cubierto demasiado tarde y sintió que el lacerante zarpazo de una bala le raspaba el brazo. Cayó con fuerza al suelo y a continuación rodó, intentando como pudo protegerse detrás de la bulbosa cúpula transparente del submarino Tritón.

Un tronar de rotores estalló sobre sus cabezas cuando el helicóptero viró en picado, alejándose del barco. El ruido se evaporó con un escalofriante siseo a medida que el aparato salía disparado sobre el océano e iniciaba una amplia maniobra de viraje, preparándose para una segunda batida.

Temblorosa, tumbada sobre cubierta, Rachel estiró el brazo y volvió la vista hacia Tolland y Corky. Aparentemente, los dos hombres se habían lanzado tras una estructura de almacenaje en busca de protección y ahora intentaban ponerse en pie mientras sus aterrados ojos escrutaban el cielo. Rachel se arrodilló. De pronto, el mundo entero parecía moverse en cámara lenta.

Presa del pánico y agazapada tras la curvatura transparente del submarino Tritón, miró hacia su única vía de escape: el helicóptero de la Guardia de Costas. Xavia ya estaba subiendo a la cabina del aparato, gesticulando frenética en un intento por indicarles que subieran a bordo. Rachel vio cómo el piloto se lanzaba a la cabina y empezaba a manipular palancas y a activar interruptores enloquecidamente. Las aspas del helicóptero empezaron a girar... muy despacio. Demasiado despacio. «¡Deprisa!»

Rachel sintió que se ponía en pie y que estaba a punto de echar a correr, mientras se preguntaba si podría cruzar la cubierta antes de que los atacantes hicieran otra batida. Oyó a Corky y a Tolland corriendo hacia ella a sus espaldas de camino al helicóptero, que seguía esperándoles. «¡Sí! ¡Deprisa!»

Entonces lo vio.

Desde el cielo, a unos cien metros del barco, materializándose en el oscuro vacío, un rayo fino como un lápiz de luz roja cayó sobre la noche, buscando la cubierta del Goya. En cuanto encontró su objetivo, el rayo se detuvo junto a uno de los lados del helicóptero de la Guardia de Costas.

La imagen tardó sólo un instante en quedar registrada. En ese espantoso instante, Rachel sintió que toda la acción que tenía lugar en la cubierta del Goya se difuminaba formando un colage de formas y sonidos: Tolland y Corky corriendo hacia ella, Xavia gesticulando enloquecidamente en el interior del helicóptero, el rígido láser rojo rasgando el cielo de la noche.

Era demasiado tarde.

Rachel se giró hacia Corky y Tolland, que ahora corrían a toda velocidad hacia el helicóptero. Se lanzó entonces hacia delante para cortarles el paso, con los brazos extendidos en un intento por detenerlos. La colisión produjo el mismo efecto que el descarrilamiento de un tren y los tres cayeron contra la cubierta en una maraña de brazos y piernas.

A lo lejos apareció un destello de luz blanca. Rachel vio, sin apenas dar crédito y presa del horror, cómo una línea absolutamente recta de fuego de combate seguía la trayectoria del rayo láser directamente hacia el helicóptero.

Cuando el misil Hellfire se estrelló contra el fuselaje, el helicóptero estalló en pedazos como un juguete. La ola de calor y ruido producto del impacto retumbó sobre cubierta, acompañada de una lluvia de metralla en llamas. El esqueleto incendiado del helicóptero se inclinó hacia atrás sobre la cola deshecha, vaciló un instante y luego cayó por la parte trasera del barco, estrellándose contra el océano envuelto en una siseante nube de vapor.

Rachel cerró los ojos, incapaz de respirar. Podía oír cómo los restos en llamas del aparato gorjeaban y balbuceaban al hundirse, arrastrados lejos del Goya por las fuertes corrientes. En medio de aquel caos, oyó gritar a Tolland. Sintió cómo las fuertes manos del oceanógrafo intentaban tirar de ella hacia el suelo. Pero no pudo moverse.

«El piloto de la Guardia de Costas y Xavia están muertos».

«Nosotros somos los siguientes».