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Marjorie Tench, la asesora principal del Presidente, era una criatura de esqueleto desmochado. Su metro ochenta y dos de cuerpo macilento parecía una de las construcciones del Erector Set de miembros y articulaciones. En lo alto de su precario cuerpo, se cernía un rostro avinagrado de piel semejante a una hoja de papel pergamino en la que alguien hubiera clavado unos ojos carentes de toda emoción. A sus cincuenta y un años, parecía haber cumplido los setenta.
Tench era reverenciada en Washington por ser una diosa en la arena política. Se decía que poseía dotes analíticas que rozaban la clarividencia. La década que llevaba al frente de la Oficina del Departamento de Estado de Inteligencia e Investigación le había ayudado a desarrollar una mente crítica y mortal. Desgraciadamente, la comprensión política de Tench iba de la mano de un temperamento glacial que pocos lograban soportar durante más de unos minutos.
Marjorie Tench había sido bendecida con el cerebro de un superordenador... y también con su calidez. Sin embargo, el presidente Zach Herney no tenía ningún problema a la hora de tolerar las idiosincrasias de aquella mujer. Su intelecto y su increíble capacidad de trabajo eran casi las únicas responsables de haber llevado a Herney al despacho que ahora ocupaba.
—Marjorie —dijo el Presidente, poniéndose en pie para darle la bienvenida al Despacho Oval—. ¿Qué puedo hacer por usted?
El Presidente no le ofreció asiento. Los típicos rituales sociales no iban con las mujeres como Marjorie Tench. Si Tench quería sentarse, sin duda no dudaría en hacerlo.
—Ya veo que ha convocado una reunión con el personal a las cuatro de la tarde de hoy. —Tenía la voz rasposa por culpa de los cigarrillos—. Excelente.
Tench se paseó de un lado a otro durante un instante y Herney percibió que las intricadas piezas de su mente giraban una y otra vez. Se sintió agradecido. Marjorie Tench era uno de los miembros selectos del personal del Presidente que estaba totalmente al corriente del descubrimiento de la NASA y su comprensión política le estaba ayudando a planear su estrategia.
—En cuanto al debate que tendrá lugar hoy en la CNN a la una—dijo Tench, tosiendo—. ¿A quién vamos a enviar para que se enfrente a Sexton?
Herney sonrió.
—A algún portavoz subalterno de campaña.
La táctica política de frustrar al «cazador» no enviándole nunca una gran presa era tan antigua como los propios debates.
—Tengo una idea mejor —dijo Tench clavando sus estériles ojos en los del Presidente—. Deje que sea yo quien vaya.
Zach Herney levantó la cabeza.
—¿Usted? —«¿En qué demonios estaría pensando?»—. Marjorie, usted no aparece nunca ante los medios de comunicación. Además, se trata de un programa de mediodía en la televisión por cable. Si envío a mi asesora principal, ¿qué mensaje estaríamos comunicando con ello? Daría la sensación de que nos estamos dejando llevar por el pánico.
—Exacto.
Herney la estudió. Fuera cual fuera el retorcido plan que Tench tenía en mente, no tenía la menor posibilidad de que Herney le permitiera aparecer en la CNN. Quien hubiera posado la mirada en Marjorie Tench sabía que existía una razón más que fundamentada para que su trabajo se desarrollara exclusivamente entre bastidores. Tench era una mujer con un aspecto aterrador y no tenía la clase de rostro que un Presidente deseaba ver comunicando el mensaje de la Casa Blanca.
—Voy a asistir a ese debate de la CNN —repitió Tench. Esta vez no lo preguntaba.
—Marjorie —maniobró el Presidente, sintiéndose incómodo—. Sin duda la campaña de Sexton dará por sentado que su presencia en la CNN prueba que la Casa Blanca está asustada. Enviar a nuestros pesos pesados tan pronto nos hará parecer claramente desesperados.
La mujer respondió con una silenciosa inclinación de cabeza y encendió un cigarrillo.
—Cuanto más desesperados parezcamos, mejor. Durante los siguientes sesenta segundos, Marjorie Tench perfiló por qué el Presidente iba a enviarla al debate de la CNN en vez de enviar a cualquier portavoz subalterno de campaña. Cuando Tench terminó de hablar, lo único que pudo hacer el Presidente fue mirarla, asombrado.
Una vez más, Marjorie Tench mostraba su genialidad política.