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«Olvide todo lo que sabe sobre esta muestra de roca».
Aunque Michael Tolland llevaba un rato debatiéndose contra sus propias e inquietantes reflexiones acerca del meteorito, ahora, al tener que hacer frente a las meticulosas preguntas de Rachel Sexton, sentía que el asunto le provocaba una desazón añadida. Bajó la mirada hacia el fragmento de roca que tenía en la mano.
«Imagina que alguien te la ha dado sin darte la menor explicación sobre dónde la ha encontrado ni de lo que es. ¿Qué dirías?»
Aunque Tolland sabía perfectamente que la pregunta de Rachel iba con segundas, como ejercicio analítico resultaba muy significativa. Si descartaba todos los datos que le habían proporcionado a su llegada al habisferio, Tolland tenía que reconocer que su análisis de los fósiles estaba profundamente influido por una única premisa: que la roca en la que habían sido hallados los fósiles era un meteorito.
«¿Y si NO le hubieran hablado del meteorito?», se preguntó. Aunque todavía era incapaz de dar con otra explicación, se permitió la libertad de deshacerse hipotéticamente del «meteorito» como presuposición. Al hacerlo, los resultados fueron hasta cierto punto preocupantes. Ahora Tolland y Rachel, a los que se unió un aturdido Corky Marlinson, discutían sus ideas.
—Entonces —repetía Rachel con voz intensa—, Mike, según usted si alguien le hubiera dado esta roca fosilizada sin ninguna explicación adicional, no le cabría más alternativa que concluir que es una roca terrestre.
—Por supuesto —respondió Tolland—. ¿Qué otra cosa podría concluir? Es mucho más arriesgado afirmar que has encontrado vida extraterrestre que afirmar que has encontrado un fósil perteneciente a alguna especie terrestre todavía por descubrir. Los científicos descubren docenas de especies nuevas todos los días.
—¿Piojos de un metro? —preguntó Corky, que ahora sonaba incrédulo—. ¿De verdad creerías que un insecto así procede de la Tierra?
—Quizá no ahora —respondió Tolland—, pero la especie no tiene por qué estar necesariamente viva en la actualidad. Es un fósil. Data de ciento noventa millones de años. Aproximadamente la edad de nuestro Jurásico. Muchos fósiles prehistóricos son criaturas enormes que nos asombran cuando descubrimos sus restos fosilizados: enormes reptiles alados, dinosaurios, pájaros.
—No creas que me las quiero dar de físico, Mike —dijo Corky—, pero advierto un grave fallo en tu argumentación. Las criaturas prehistóricas que acabas de mencionar (los dinosaurios, los reptiles y los pájaros) tienen esqueletos internos, lo cual les otorga la capacidad de alcanzar grandes dimensiones a pesar de la gravedad de la Tierra. Pero este fósil... —cogió la muestra y la sostuvo en alto—, estos bichos tienen exoesqueletos. Son artrópodos. Insectos. Tú mismo dijiste que un insecto de estas dimensiones sólo podía haber evolucionado en un entorno de baja gravedad. De otro modo, su esqueleto externo se habría derrumbado bajo su propio peso.
—Correcto —dijo Tolland—. Esta especie se habría derrumbado bajo su propio peso de haber caminado sobre nuestro suelo.
En una mueca de fastidio, la frente de Corky se llenó de arrugas. —Bueno, Mike, entonces, a menos que algún hombre de las cavernas tuviera una granja de piojos antigravitatoria, no sé cómo puedes llegar a la conclusión de que un insecto de un metro de longitud sea de origen terrestre.
Tolland sonrió para sus adentros cuando pensó que Corky estaba pasando por alto un dato muy simple.
—De hecho, hay otra posibilidad —dijo, mirando a su amigo a los ojos—. Estás acostumbrado a mirar hacia arriba, Corky. Mira hacia abajo. Existe un abundante entorno antigravitatorio aquí en la Tierra. Y lleva aquí desde tiempos prehistóricos.
Corky lo miró fijamente. —¿De qué demonios estás hablando? Rachel también parecía sorprendida.
Tolland señaló por la ventana al mar que, a la luz de la luna, brillaba bajo el avión. —El océano.
Rachel soltó un silbido sordo. —Claro.
—El agua es un entorno de baja gravedad —explicó Tolland—.
Todo pesa menos bajo el agua. El océano alberga enormes criaturas frágiles que jamás podrían existir en la Tierra firme: medusas, calamares gigantes, anguilas.
Corky asintió, aunque imperceptiblemente.
—Muy bien, pero el océano prehistórico nunca contuvo insectos gigantes.
—Ya lo creo que sí. Y, de hecho, todavía los contiene. La gente los come a diario. Son un manjar en muchos países.
—Mike, ¿quién demonios come insectos de mar gigantes?
—Todos los que comen langostas, cangrejos y gambas.
Corky clavó la mirada en él.
—Los crustáceos, de hecho, son básicamente insectos marinos gigantes —explicó Tolland—. Un suborden de los phylum Arthropoda: los piojos, los cangrejos, las arañas, los insectos, los saltamontes, los escorpiones, las langostas... están todos relacionados entre sí. Todos son especies con apéndices articulados y esqueletos externos.
De pronto, Corky pareció enfermar.
—Desde una perspectiva basada en la clasificación, se parecen mucho a los insectos —explicó Tolland—. Los cangrejos de herradura se parecen a trilobites gigantes. Y las pinzas de una langosta se parecen a las de un gran escorpión.
Corky se puso verde.
—De acuerdo. No pienso volver a probar los rollitos de langosta.
Rachel parecía fascinada.
—Entonces, los artrópodos terrestres no crecen mucho porque la gravedad selecciona la pequeñez de forma natural. Pero en el agua sus cuerpos tienden a flotar, de modo que pueden alcanzar un gran tamaño.
Exacto —dijo Tolland—. Un cangrejo rey de Alaska podría ser clasificado erróneamente como una araña gigante si dispusierais de evidencias de fósiles limitadas.
El entusiasmo de Rachel pareció en ese momento dar paso a la preocupación.
—Mike, dejando a un lado la aparente autenticidad del meteorito, ¿cree usted que los fósiles que vimos en la playa podían proceder del océano? ¿Del océano de la Tierra?
Tolland sintió la franqueza de su mirada y fue consciente del verdadero peso de su pregunta.
—Hipotéticamente, tendría que decir que sí. El suelo del océano contiene secciones que datan de ciento noventa millones de años. La misma edad que la de los fósiles. Y, teóricamente, los océanos podrían haber contenido formas de vida con este aspecto.
—¡Oh, vamos! —se burló Corky—. No puedo creer lo que estoy oyendo. ¿Dejando a un lado la autenticidad del meteorito? El meteorito es irrefutable. Incluso aunque la Tierra contenga suelo oceánico de la misma edad que el meteorito, no existe la menor duda de que no tenemos suelo oceánico que disponga de corteza de fusión, un contenido de níquel anómalo y cóndrulos. No sigáis por ahí.
Tolland sabía que Corky estaba en lo cierto. Sin embargo, imaginarse los fósiles como criaturas marinas había provocado que disminuyera la admiración que sentía por ellos. Ahora le parecían en cierto modo más familiares.
—Mike —dijo Rachel—. ¿Por qué ninguno de los científicos de la NASA se planteó la posibilidad de que estos fósiles pudieran ser criaturas oceánicas? ¿Incluso de un océano de otro planeta?
—En realidad, por dos razones. Las muestras de fósiles pelágicos, los que proceden del suelo oceánico, tienden a exhibir una plétora de especies entremezcladas. Cualquier cosa que viva en los millones de metros cúbicos de vida sobre el suelo oceánico morirá en su día y se sumergirá hasta el fondo. Esto significa que el suelo oceánico se convierte en un cementerio para las especies que habitan todos los entornos de profundidad, presión y temperatura. Sin embargo, la muestra hallada en la plataforma Milne estaba limpia... conformada por una única especie. Era más parecido a algo que podríamos encontrar en el desierto. Por ejemplo, una prole de animales similares enterrados por una tormenta de arena. Rachel asintió.
—¿Y la segunda razón que le llevó a decidirse por la tierra y no por el mar?
Tolland se encogió de hombros.
—Puro instinto. Los científicos siempre han creído que de haber vida en el espacio, estaríamos hablando de insectos. Y, por lo que he observado del espacio, ahí fuera hay más rocas y basura que agua.
Rachel guardó silencio.
—Aunque... —añadió Tolland. Rachel le había dado qué pensar—. Reconozco que hay zonas muy profundas del suelo oceánico a las que los oceanógrafos llaman zonas muertas. No llegamos a comprenderlas del todo, pero son áreas en las que, por el tipo de corriente y de fuentes de alimento, nada sobrevive. Únicamente unas pocas especies de basureros que habitan el fondo. Así pues, desde esa perspectiva, supongo que un fósil de una sola especie no es un imposible.
—¿Perdón? —gruñó Corky—. ¿Recuerdas la corteza de fusión? ¿El nivel medio de contenido de níquel? ¿Los cóndrulos? ¿Qué diantre estamos haciendo hablando de esto?
Tolland no respondió.
—La cuestión del valor medio de níquel —le dijo Rachel a Corky—. Explíquemelo de nuevo. ¿El contenido de níquel en las rocas de la Tierra es o muy alto o muy bajo, pero en los meteoritos el contenido de níquel está en un registro específico medio?
Corky asintió. —Exacto.
—Entonces, ¿el contenido de níquel de esta muestra está exactamente dentro de los límites de los valores esperados?
—Muy cerca, sí.
Rachel pareció sorprendida.
—Un momento. ¿Cómo que muy cerca? ¿Qué se supone que significa eso?
Corky pareció exasperarse.
—Como ya le he explicado antes, todas las mineralogías de los meteoritos son distintas. A medida que los científicos encontramos nuevos meteoritos, nos vemos obligados a actualizar nuestros cálculos sobre cuál es el contenido de níquel aceptable para ellos.
Rachel parecía perpleja, todavía sosteniendo la muestra en alto. Entonces, ¿este meteorito le obligó a reevaluar el nivel de níquel presente en un meteorito que hasta el momento consideraba aceptable? ¿Caía fuera del registro de contenido medio de níquel establecido?
—Sólo ligeramente —contraatacó Corky.
—¿Por qué nadie lo mencionó?
—Porque no es importante. La astrofísica es una ciencia dinámica en constante actualización.
—¿Durante un análisis de increíble importancia?
—Escuche —dijo Corky soltando un bufido de enojo—. Puedo asegurarle que el contenido de níquel de esa muestra está muchísimo más próximo a otros meteoritos que a cualquier roca terrestre. Rachel se giró hacia Tolland.
—¿Estaba usted al corriente de esto?
Tolland asintió a regañadientes. En aquel momento no le había parecido una cuestión que hubiera que tener en cuenta.
—Me dijeron que este meteorito mostraba un contenido en níquel ligeramente más alto que el observado en otros meteoritos, pero los especialistas de la NASA no parecieron preocupados por ello.
—¡Y con razón! —intervino Corky—. La prueba mineralógica no demuestra que el contenido en níquel sea similar al de un meteorito, sino que es distinto al de las rocas terrestres.
Rachel negó con la cabeza.
—Lo siento, pero en mi trabajo ésa es la clase de lógica errónea por la que muere gente. Decir que una roca no es similar a nada de lo que hay en la Tierra no prueba que se trate de un meteorito. Simplemente prueba que no se parece a nada de lo que hemos visto aquí.
—¿Y cuál es la diferencia?
—Ninguna —dijo Rachel—. Siempre que haya visto usted todas y cada una de las rocas de la Tierra.
Corky guardó silencio durante un instante. —De acuerdo —dijo por fin—. Ignore el contenido de níquel si eso la inquieta. Todavía nos queda una perfecta corteza de fusión y los cóndrulos.
—Claro —dijo Rachel, al parecer en absoluto impresionada—.
Dos de tres no está mal.