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Michael Tolland había estado en el mar el tiempo suficiente como para saber que el océano se llevaba a sus víctimas sin el menor remordimiento ni vacilación. Exhausto, tumbado sobre la extensa placa de hielo, apenas lograba distinguir el fantasmagórico perfil de la altísima Plataforma de Hielo Milne alejándose en la distancia. Sabía que la fuerte corriente del Ártico procedente de las Islas Elizabeth dibujaba un círculo enorme alrededor de la plataforma de hielo polar y que en algún momento ésta rozaría tierra firme en algún punto al norte de Rusia. Tampoco es que eso importara demasiado. Pasarían meses antes de que eso ocurriera.

«Nos quedan quizá unos treinta minutos... cuarenta y cinco como máximo».

Tolland era consciente de que sin el aislamiento protector del gel que rellenaba los trajes ya estarían los tres muertos. Afortunadamente, el Mark IX los había mantenido secos, precisamente el aspecto más crítico a la hora de sobrevivir al frío. El gel térmico que envolvía sus cuerpos no sólo había amortiguado la caída, sino que ahora ayudaba a que sus cuerpos retuvieran el poco calor que conservaban.

Pronto sentirían los primeros signos de hipotermia. Empezaría con un vago adormecimiento de las extremidades, cuando la sangre ya sólo irrigara los órganos internos vitales. Luego, a medida que el pulso y la respiración fueran cada vez más lentos, llegarían las alucinaciones, dejando al cerebro cada vez con menos oxígeno. A continuación el cuerpo haría un último esfuerzo por conservar su remanente de calor, interrumpiendo todas sus operaciones excepto la actividad cardiaca y la respiración. Llegaría entonces la pérdida de conciencia. Por último, los centros de respiración y del corazón del cerebro dejarían de funcionar.

Tolland volvió la mirada hacia Rachel, deseando poder hacer algo para salvarla.

El adormecimiento que iba esparciéndose por el cuerpo de Rachel Sexton era menos doloroso de lo que había podido imaginar. Era un anestésico casi providencial. «La morfina de la naturaleza». Había perdido las gafas en la caída y apenas podía abrir los ojos contra el frío.

Podía ver a Tolland y a Corky estirados cerca de ella. Tolland la miraba con los ojos llenos de pesar. Corky se movía, aunque sin duda dolorido. Tenía la mejilla derecha aplastada y llena de sangre.

El cuerpo de Rachel temblaba sin control mientras su mente intentaba encontrar respuestas. «¿Quién? ¿Por qué?» Se sentía presa de una confusión mental causada por la creciente pesadez interna. Nada parecía tener sentido ya. Notaba como si el cuerpo se le estuviera apagando lentamente, acunado por una fuerza invisible que tiraba de ella hacia el sueño. Se debatió contra ella. Ahora un sentimiento de rabia empezó a crecer en su interior e intentó avivar sus llamas.

«¡Han intentando matarnos!»

Echó una mirada al mar amenazador y tuvo la sensación de que sus atacantes se habían salido con la suya. «Ya estamos muertos». Incluso entonces, a sabiendas de que probablemente no vivirían para descubrir la verdad sobre el juego mortal que había tenido lugar en la Plataforma de Hielo Milne, Rachel sabía a quién culpar.

El director Ekstrom era quien más tenía que ganar. Era él quien les había enviado ahí fuera a investigar el hielo. Estaba vinculado al Pentágono y a las fuerzas de Operaciones Especiales. «Pero ¿qué ganaba Ekstrom colocando el meteorito bajo el hielo? ¿Qué podía ganar nadie con ello?»

Rachel recordó por un instante el rostro de Zach Herney, y se preguntó si el Presidente también era un conspirador o simplemente un peón ajeno a lo ocurrido. «Herney no sabe nada. Es inocente». Obviamente el Presidente había sido engañado por la NASA. Herney estaba a menos de una hora de dar a conocer el comunicado. Y lo haría armado de un documental en vídeo que contenía la ratificación de cuatro científicos civiles.

Cuatro científicos civiles muertos.

Rachel no podía hacer nada por detener la rueda de prensa, pero se juró que fuera quien fuera el responsable de aquel ataque no iba a salirse con la suya.

Haciendo acopio de todas sus fuerzas, intentó sentarse. Sintió las extremidades pesadas como el granito y todas sus articulaciones chillaron de dolor cuando dobló brazos y piernas. Poco a poco, logró ponerse de rodillas, consiguiendo mantener el equilibrio sobre el hielo plano. La cabeza le daba vueltas. A su alrededor se agitaba el océano. Tolland estaba tumbado cerca, mirándola con ojos inquisidores. Rachel percibió que probablemente él pensara que se había arrodillado para rezar. No era así, por supuesto, aunque seguramente la oración habría tenido tantas posibilidades de salvarles como lo que estaba a punto de intentar.

La mano derecha de Rachel rebuscó en su cintura, donde encontró el piolet todavía colgando de su cinturón. Sus dedos tiesos agarraron el mango. Invirtió el piolet, posicionándolo como una T boca abajo. Luego, con toda su energía, golpeó con el martillo contra el hielo. «Pam». Otra vez. «Pam». La sangre parecía melaza en sus venas. «Pam». Tolland seguía mirándola, evidentemente confundido. Rachel volvió a golpear el hielo con el piolet. «Pam».

Tolland intentó incorporarse sobre un codo.

—¿Ra...chel?

Rachel no respondió. Necesitaba toda su energía. «Pam. Pam».

—No creo que... —dijo Tolland—, tan al norte... la RAS... pueda oír...

Rachel se volvió hacia él, sorprendida. Había olvidado que Tolland era oceanógrafo y que podía tener alguna idea de lo que estaba intentando. «Buena idea... pero no estoy llamando a la RAS».

Rachel siguió golpeando el hielo.

Las siglas RAS designan a la Red Acústica Suboceánica, una reliquia dejada por la Guerra Fría que ahora utilizaban los oceanógrafos del mundo entero para escuchar a las ballenas. Debido a que los sonidos submarinos recorrían miles de kilómetros, la red de la RAS formada por cincuenta y nueve micrófonos en todo el mundo podía escuchar un porcentaje sorprendentemente grande de los océanos del planeta, pero Rachel sabía que ahí fuera había otros atentos a los sonidos del suelo oceánico... otros cuya existencia era conocida por muy poca gente. Siguió golpeando el hielo. Su mensaje era simple y claro.

PAM. PAM. PAM.

PAM... PAM... PAM...

PAM. PAM. PAM.

Rachel no se hacía ninguna ilusión ante la posibilidad de que sus actos fueran a salvarles la vida. Sentía ya un agarrotamiento glacial adueñándose de su cuerpo. Dudaba de que le quedara media hora de vida. Ahora el rescate quedaba totalmente fuera de cualquier posibilidad. Aunque no era salvarse lo que pretendía. PAM. PAM. PAM. PAM... PAM... PAM... PAM. PAM. PAM. —No hay... tiempo —dijo Tolland.

«No se trata... de nosotros», pensó Rachel. «Se trata de la información que tengo en el bolsillo». Volvió a ver en su cabeza la incriminadora copia impresa que habían obtenido del RPT y que llevaba guardada en su traje Mark Di. «Tengo que dejar la copia impresa del RPT en manos de la ONR... y rápido».

Incluso a pesar de su estado delirante, estaba segura de que su mensaje sería recibido. En plena década de los ochenta, la ONR había reemplazado la RAS por una red treinta veces más potente. Cobertura global total: Classic Wizard, el oído de la ONR destinado a cubrir el suelo oceánico, cuyo valor ascendía a doce millones de dólares. En las siguientes horas los superordenadores Cray del puesto de escucha que la ORN/ANS tenía en Menwith Hill, Inglaterra, registraría una secuencia anómala en uno de los hidrófonos del Ártico, descifraría los golpes de Rachel como un SOS, triangularía a continuación las coordenadas y enviaría un avión de rescate desde la Base que la Fuerza Aérea tenía en Thule, Groenlandia. El avión hallaría tres cuerpos sobre un iceberg. Congelados. Muertos. Uno de ellos sería una empleada de la ONR... con una extraña hoja de papel térmico en el bolsillo.

Una copia impresa de un RPT. El legado póstumo de Norah Mangor.

Cuando los rescatadores estudiaran la copia impresa, el misterioso túnel cavado para colocar el meteorito saldría a la luz. A partir de ahí, Rachel no tenía la menor idea de lo que ocurriría, pero al menos el secreto no moriría con ellos.