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La mente de Rachel Sexton estaba perdida en la maraña de acontecimientos del día mientras el PaveHawk que la transportaba cruzaba el cielo matinal. Hasta que el helicóptero no se dirigió velozmente hacia Chesapeake Bay, Rachel no fue consciente de que iban en dirección contraria a la Casa Blanca. El sobresalto inicial de confusión dio instantáneamente paso a la angustia.

—¡Oiga! —le gritó al piloto—. ¿Qué está haciendo? —Su voz apenas se oía sobre el estruendo de los rotores—. ¿No iba a llevarme a la Casa Blanca?

El piloto negó con la cabeza.

—Lo siento, señora. El Presidente no está en la Casa Blanca esta mañana.

Rachel intentó recordar si Pickering había mencionado específicamente la Casa Blanca o si había sido ella quien había dado por sentado que era allí adonde se dirigían.

—Entonces, ¿dónde está el Presidente?

—Su reunión con él tendrá lugar en otra parte.

«No fastidies».

—¿Dónde exactamente?

—Ya llegamos.

—No es eso lo que le he preguntado.

—Faltan veinticinco kilómetros.

Rachel lo miró, ceñuda. «Este tipo debería dedicarse a la política», pensó.

—¿Esquiva usted las balas tan bien como las preguntas?

El piloto no respondió. El helicóptero tardó menos de siete minutos en cruzar la Chesapeake Bay. Cuando volvieron a ver tierra, el piloto viró hacia el norte y rodeó una estrecha península en la que Rachel vio una serie de pistas de aterrizaje y de edificios de aspecto militar. El piloto hizo una maniobra de descenso hacia allí y Rachel entonces se dio cuenta de adonde la llevaban. Las seis plataformas de lanzamiento y las chamuscadas torres de naves espaciales hablaban por sí mismas, pero, por si eso no bastaba, en el techo de uno de los edificios había pintadas dos enormes palabras:

WALLOPS ISLAND.


Wallops Island era uno de los puntos de lanzamiento más antiguos de la NASA. En la actualidad se utilizaba como base de lanzamiento de

satélites y como plataforma de pruebas para naves experimentales. Wallops era la base más secreta de la NASA. ¿El Presidente en Wallops Island? No tenía sentido.

El piloto alineó la trayectoria del aparato con una serie de tres pistas que recorrían longitudinalmente la estrecha península. Parecían llevar al extremo más alejado de la pista central.

El piloto empezó a reducir la velocidad,

—Se reunirá con el Presidente en su despacho.

Rachel se volvió, preguntándose si el tipo estaba bromeando.

—¿El presidente de Estados Unidos tiene un despacho en Wallops Island?

El piloto tenía un semblante totalmente serio.

—El presidente de Estados Unidos tiene su despacho donde quiere, señora —dijo, señalando hacia el extremo de la pista. Rachel vio la mastodóntica forma brillando en la distancia y casi se le paró el corazón. Incluso a trescientos metros era imposible no reconocer el fuselaje azulado de aquel 747 tan peculiar.

—Voy a reunirme con él a bordo del...

—Sí, señora. En la que es su casa cuando no está en casa.

Rachel miró la enorme aeronave. La codificación militar para aquel prestigioso avión era VC-25-A, aunque el resto del mundo lo conocía por otro nombre: Air Force One.

—Parece que esta mañana le ha tocado el nuevo —dijo el piloto, indicando los números que aparecían en el timón de cola.

Rachel asintió, aturdida. Pocos americanos sabían que de hecho había dos Air Force One en servicio: un par de 747-200-Bs idénticos y configurados para ese fin, uno con el número de cola 28000 y el otro con el 29000. Ambos aviones alcanzaban velocidades de crucero de novecientos kilómetros por hora y habían sido modificados para poder repostar en pleno vuelo, dándoles así una autonomía prácticamente ilimitada.

Cuando el PaveHawk se posó sobre la pista junto al avión del Presidente, Rachel entendió el sentido de las referencias que apuntaban al Air Force One como el «imponente palacio y hogar portátil» del comandante en jefe. La visión del aparato producía un efecto intimidatorio.

Cuando el Presidente volaba por el mundo para reunirse con otros jefes de Estado, a menudo solicitaba —por razones de seguridad— que los encuentros se produjeran en la pista de aterrizaje. A pesar de que algunos de los motivos respondían únicamente a razones de seguridad, sin duda otro incentivo era ganar cierta ventaja a la hora de negociar provocando un claro efecto de intimidación. Una visita al Air Force One resultaba una experiencia mucho más efectiva que cualquier viaje a la Casa Blanca. Las letras de dos metros de altura estampadas en el fuselaje proclamaban triunfales: «ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA». Un miembro femenino del gabinete británico había acusado en una ocasión al presidente Nixon de «haberle sacudido sus partes en la cara» cuando le pidió que se reuniera con él a bordo del Air Force One. Más tarde, la tripulación bautizó jocosamente el avión con el apodo de «El Pollón».

—¿Señorita Sexton?

Un agente del Servicio Secreto con chaqueta y corbata se materializó junto al helicóptero y le abrió la puerta.

—El Presidente la espera.

—Rachel salió del aparato y elevó la mirada hacia lo alto de la escalerilla que llevaba al voluminoso fuselaje de la nave. «El gigantesco falo». En una ocasión había oído decir que el «Despacho Oval» volante comprendía más de trescientos cincuenta metros cuadrados de superficie, incluyendo cuatro dormitorios privados y separados, camarotes para los veintiséis miembros de la tripulación de vuelo y dos cocinas capaces de alimentar a cincuenta personas.

Rachel ascendió por la escalerilla con el agente pisándole los talones y apremiándola en su ascenso. En lo alto, la puerta de la cabina estaba abierta como una pequeña herida en el costado de una colosal aliena plateada. Avanzó hacia la entrada, que estaba en semioscuridad y notó que su confianza empezaba a vacilar «Tranquila, Rachel. No es más que un avión».

En el descansillo, el agente secreto la tomó con amabilidad del brazo y la condujo por un pasillo sorprendentemente estrecho. Giraron a la derecha, avanzaron una corta distancia y desembocaron en una amplia y lujosa cabina. Rachel la reconoció de inmediato por haberla visto en fotografías.

—Espere aquí —dijo el agente, y desapareció.

Rachel se quedó de pie sola en la famosa cabina de proa de paredes forradas de madera. Era la sala que se utiliza para las reuniones, para recibir a altos dignatarios y, al parecer, para aterrorizar a los pasajeros que entraban en la nave por primera vez. La sala ocupaba todo el ancho del avión, igual que la gruesa moqueta de color tostado. El mobiliario era impecable: sillones de cuero cordobán alrededor de una gran mesa de arce, lámparas de pie de cobre bruñido junto a un sofá

de estilo continental y una cristalería tallada a mano y dispuesta sobre una pequeña barra americana de caoba.

Los diseñadores de Boeing habían dispuesto esa cabina de proa para proporcionar a los pasajeros «una sensación de orden mezclada con tranquilidad». Sin embargo, tranquilidad era lo último que Rachel Sexton sentía en ese momento. Lo único en lo que podía pensar era en la cantidad de dirigentes mundiales que se habían sentado en esa misma sala, tomando decisiones sobre el destino del mundo.

Todo lo que había en la sala rezumaba poder, desde el ligero aroma a tabaco de pipa hasta el omnipresente sello presidencial. El águila que sujetaba las flechas y las ramas de olivo estaba bordada en los pequeños cojines decorativos, cincelada en la cubitera, e incluso grabada en los sacacorchos del bar. Rachel cogió uno y lo examinó.

—¿Robando recuerdos? —preguntó una voz profunda a sus espaldas.

Sobresaltada, Rachel giró sobre sus talones y soltó el sacacorchos, que cayó al suelo. Se arrodilló, incómoda, a recogerlo. Cuando ya lo tuvo en la mano, volvió a girarse y vio al Presidente de Estados Unidos mirándola desde arriba con una sonrisa divertida en el rostro.

—No pertenezco a la realeza, señorita Sexton. No hace falta que se arrodille, de verdad.