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Delta-Tres soltó un chillido de dolor. Se sintió como flotando entre un cenagoso estado de conciencia. «¿Será esto la muerte?» Intentó moverse pero se sintió paralizado, casi incapaz de respirar. Sólo veía figuras borrosas. Su mente retrocedió, volviendo a revivir la explosión de la Crestliner en el mar, viendo la rabia en los ojos de Michael Tolland, allí de pie sobre él, pegándole el extremo de la pértiga al cuello.

«Sin duda Tolland me ha matado...»

Y, aún así, el espantoso dolor que sentía en el pie le decía que estaba muy vivo. Poco a poco, fue recordándolo todo. Al oír la explosión de la Crestliner, Tolland había soltado un grito de rabia y de angustia por su amigo perdido. Luego, volviendo su desolada mirada hacia él, se había arqueado como preparándose para clavarle la pértiga en la garganta, pero cuando iba a hacerlo pareció vacilar, como si su propia moral se lo impidiera. Presa de una brutal frustración y de la furia, Tolland lanzó el palo a lo lejos y le clavó la bota sobre el pie deshecho.

Lo último que Delta-Tres recordaba era haber vomitado de dolor al tiempo que todo su cuerpo caía en un negro delirio. Ahora estaba volviendo en sí, sin la menor idea de cuánto tiempo llevaba inconsciente. Sintió los brazos atados tras la espalda con un nudo tan fuerte que sólo podía haber sido hecho por un marinero. También tenía las piernas amarradas, dobladas tras él y atadas a las muñecas, dejándolo en un arco inmovilizado hacia atrás. Intentó gritar, pero de su boca no salió un solo sonido. Se la habían llenado con algo.

Delta-Tres no lograba imaginar qué era lo que estaba ocurriendo. Fue entonces cuando sintió una brisa fresca y vio las luces brillantes. Se dio cuenta de que estaba sobre la cubierta principal del Goya. Se retorció, intentando buscar ayuda, y se encontró con una visión espantosa: su propio reflejo. Bulboso y deforme en la reflectante burbuja de plexiglás del sumergible de aguas profundas del Goya. El sumergible estaba suspendido justo delante de él y fue entonces consciente de que estaba tumbado sobre una trampilla gigantesca enclavada en cubierta, lo cual resultaba mucho menos inquietante que la pregunta más obvia:

«Si yo estoy en cubierta... ¿dónde está entonces Delta-Dos?»


Delta-Dos había empezado a inquietarse.

A pesar de que, en la transmisión del CrypTalk su compañero afirmaba estar bien, el disparo no había sido el de una ametralladora. Obviamente, o Tolland o Rachel Sexton habían disparado un arma. Delta-Dos se desplazó hasta poder echar un vistazo a la rampa por la que había descendido su compañero y vio sangre.

Con el arma al hombro, había descendido a la cubierta inferior, donde había seguido el rastro de sangre por una pasarela que llevaba a la popa del barco. Allí, el rastro le había llevado de nuevo arriba, por otra rampa, hasta la cubierta principal. Estaba desierta. Presa de un creciente recelo, había seguido el largo borrón carmesí por la cubierta lateral hasta la popa del barco, donde pasaba junto a la boca de la rampa original por la que había descendido.

«¿Qué demonios ocurre aquí?» El rastro parecía dibujar un círculo gigante.

Moviéndose con cautela y apuntando con el arma al frente, pasó por delante de la entrada a la sección del barco que albergaba los laboratorios. El rastro seguía hacia la cubierta de proa. Con sumo cuidado, dio un amplio rodeo, doblando la esquina. Su mirada siguió el rastro de la sangre.

Entonces lo vio.

«¡Dios del cielo!»

Delta-Tres estaba allí tumbado, atado y amordazado, tirado de cualquier manera justo delante del pequeño submarino del Goya. Incluso desde la distancia, Delta-Dos pudo ver que a su compañero le faltaba una buena porción del pie derecho.

Receloso de estar a punto de caer en alguna trampa, Delta-Dos levantó el arma y se movió hacia delante. Ahora Delta-Tres se retorcía en el suelo, intentando hablar. Por muy irónico que resultara, probablemente la forma en que lo habían atado, con las rodillas fuertemente dobladas a la espalda, le estaba salvando la vida. Daba la sensación de que el pie le sangraba mucho menos.


A medida que Delta-Dos se aproximaba al submarino, disfrutaba del infrecuente lujo de poder ver su propia espalda; toda la cubierta del barco estaba reflejada en la cúpula de la cabina redonda del submarino. Delta-Dos llegó hasta su forcejeante compañero. Vio entonces la advertencia en sus ojos, pero ya era demasiado tarde.

El destello plateado surgió de la nada.

De pronto, una de las pinzas de manipulación del Tritón salió despedida hacia delante y se cerró sobre el muslo izquierdo de Delta-Dos con una fuerza aplastante. Delta-Dos intentó liberarse, pero la pinza se le hundió aún más en la carne. Gritó de dolor, sintiendo que se le rompía un hueso. Volvió los ojos hacia la cabina del submarino. Entonces lo vio, atisbando entre el reflejo de cubierta, instalado en las sombras del interior del Tritón.

Michael Tolland estaba dentro del submarino, al mando de los controles.

«Qué mala idea», pensó Delta-Dos, hirviendo de rabia y bloqueando el dolor para llevarse la metralleta al hombro. Apuntó hacia arriba y a la izquierda, al pecho de Tolland, ahora a sólo metro y medio de él, sentado al otro lado de la cúpula de plexiglás del submarino. Apretó el gatillo y la ametralladora rugió. Enloquecido de rabia por haberse visto engañado, Delta-Dos siguió apretando el gatillo hasta que el último cartucho cayó sobre cubierta y el arma chasqueó, vacía. Sin aliento, soltó el arma y miró la cúpula con los impactos de bala que tenía delante.

—¡Muerto! —siseó el soldado, luchando por liberar la pierna del abrazo de la pinza. Cuando se retorció, la pinza metálica le cercenó la piel, abriéndole un amplio tajo—. ¡Joder! —Intentó coger el CrypTalk que llevaba en el cinturón, pero cuando se lo llevó a los labios, un segundo brazo robótico se abrió de golpe y se lanzó hacia él, cerrándose alrededor de su brazo derecho. El CrypTalk cayó a cubierta.

Fue entonces cuando Delta-Dos vio al fantasma en la ventana que tenía delante. Un rostro pálido que se inclinó de lado y que asomó por un borde del cristal ileso. Perplejo, Delta-Dos miró al centro de la cúpula y vio entonces que las balas ni siquiera habían podido atravesar la gruesa capa de vidrio. La cúpula estaba tatuada con pequeñas muescas.

Un instante más tarde, se abrió la escotilla superior del sumergible y Michael Tolland salió por él. Parecía tembloroso aunque ileso. Bajó por la rampa de aluminio, saltó a cubierta y echó una mirada a la ventana de la cúpula de su submarino.

—Dos mil quinientos kilos por centímetro cuadrado —dijo—. Yo diría que se necesita un arma más potente.


En el hidrolaboratorio, Rachel sabía que el tiempo apremiaba. Había oído los disparos procedentes de cubierta y rezaba para que todo hubiera salido exactamente como Tolland lo había planeado. Ya no le importaba quién estaba tras el engaño del meteorito: el director de la NASA, Marjorie Tench o el propio Presidente; nada de eso importaba ya.

«No se saldrán con la suya. Sea quien sea, la verdad saldrá a la luz».

La herida del brazo de Rachel había dejado de sangrar y la adrenalina que le recorría el cuerpo había acallado el dolor y le había afilado la concentración. Buscó lápiz y papel y garabateó un mensaje de dos líneas. Sus términos fueron directos y poco frecuentes, pero no era momento para permitirse muchos lujos. Añadió la nota al montón de documentos incriminatorios que llevaba en la mano: la copia impresa del RPT, imágenes del Bathynomous giganteus, fotos y artículos referentes a los cóndrulos oceánicos, una copia impresa del microescaner por electrones. El meteorito era una farsa y ahí estaba la prueba.

Colocó el montón de papeles en el fax del hidrolaboratorio. Sólo tenía memorizados unos pocos teléfonos, de modo que no tenía mucha elección, pero ya había decidido quién iba a recibir esas páginas y su nota. Contuvo el aliento y tecleó cuidadosamente el número de fax de la persona en cuestión.

Pulsó «Enviar», rezando para haber elegido al destinatario adecuado.

La máquina de fax emitió un pitido.


ERROR: NO HAY SEÑAL DE MARCADO.


Rachel había esperado algo así. Las comunicaciones del Goya seguían bloqueadas. Siguió donde estaba, mirando el fax, a la espera de funcionara como el que tenía en casa.

«¡Vamos!»

Cinco segundos más tarde, la máquina volvió a emitir un pitido.


RELLAMANDO...


«¡Sí!» Rachel vio cómo la máquina se bloqueaba en un bucle infinito.


ERROR: NO HAY SEÑAL DE MARCADO.

RELLAMANDO... ERROR: NO HAY SEÑAL DE MARCADO.

RELLAMANDO...


Dejó al fax intentando establecer tono de llamada y salió a toda prisa del hidrolaboratorio justo cuando las aspas del helicóptero retumbaban sobre su cabeza.