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En Washington el día había amanecido despejado y frío.
La brisa formaba remolinos de hojas alrededor de la base del monumento a Washington. El obelisco más grande del mundo normalmente despertaba ante su propia y pacífica imagen reflejada en el estanque, pero ese día la mañana había traído con ella un caos de periodistas que no dejaban de empujarse mientras se apiñaban, ansiosos, alrededor de la base del monumento.
El senador Sedgewick Sexton se sentía más grande que el propio Washington cuando bajó de su limusina y, como un león, se dirigió con paso firme a la zona de prensa que le esperaba ya al pie del monumento. Había invitado a representantes de las diez cadenas de mayor audiencia del país con la promesa de proporcionarles el escándalo de la década.
«No hay nada tan efectivo para atraer a los buitres como el olor a muerte», pensó.
Llevaba en la mano los sobres de lino blanco, cada uno de ellos elegantemente cerrado con su sello. Si la información era poder, Sexton llevaba encima una cabeza nuclear.
Se sentía intoxicado de euforia mientras se acercaba al podio, satisfecho al ver que su improvisado escenario incluía dos grandes cortinas que flanqueaban el podio con un fondo de color azul marino, un viejo truco utilizado por Ronald Reagan para asegurarse de que nunca sufriría un atentado por la espalda. Sexton subió directamente al escenario, saliendo con paso firme de una cortina como un actor entre bastidores. Los periodistas ocuparon rápidamente sus asientos en las varias filas de sillas plegables colocadas de cara al podio. Al este, el sol asomaba ya por encima de la cúpula del Capitolio, lanzando rayos rosas y dorados sobre el senador como si fuera un elegido del cielo.
«Un día perfecto para convertirme en el hombre más poderoso del mundo».
—Buenos días, damas y caballeros —dijo el senador, dejando los sobres encima del atril que tenía delante—. Quiero que esto resulte lo más breve y lo menos doloroso posible. La información que estoy a punto de compartir con ustedes es, para serles sincero, realmente preocupante. Estos sobres contienen pruebas de un engaño en el que están implicados los más altos cargos del gobierno. Me avergüenza decir que el Presidente me ha llamado hace media hora y me ha suplicado... sí, suplicado es la palabra... que no haga públicas estas pruebas. —Sexton negó con la cabeza, visiblemente consternado—. Sin embargo, yo soy un hombre que cree en la verdad. Por muy dolorosa que sea.
Hizo una pausa, cogió los sobres y tentó a la multitud que estaba sentada delante de él. Los ojos de los periodistas seguían los sobres a uno y otro lado como una jauría ante algún manjar desconocido.
El Presidente había llamado a Sexton media hora antes y se lo había explicado todo. Herney había hablado con Rachel, que se encontraba sana y salva a bordo de un avión en algún lugar. Por increíble que resultara, aparentemente la Casa Blanca y la NASA eran testigos inocentes de aquel fiasco, una conjura pergeñada por William Pickering.
«Tampoco es que eso importe demasiado», pensó Sexton. «Zach Herney sigue cayendo en picado».
Lamentó no poder transformarse en una mosca para posarse en la pared de la Casa Blanca en aquel preciso instante y ver la cara del Presidente cuando se diera cuenta de que estaba haciendo pública la información. Él había accedido a reunirse con Herney en la Casa Blanca en ese mismo momento para hablar de cuál era la mejor forma de decirle la verdad a la nación sobre el meteorito. Probablemente, Herney estaba de pie delante de un televisor en ese preciso instante, boquiabierto por la conmoción, sabiendo que nada podía hacer ya la Casa Blanca para detener la mano del destino.
—Amigos —dijo Sexton, dejando que sus ojos conectaran con la multitud—. He sopesado esto profundamente. He estado tentado de honrar el deseo del Presidente y mantener estos datos en secreto, pero tengo que hacer lo que me dicta el corazón. —Suspiró, inclinando la cabeza como un hombre atrapado por la historia—. La verdad es la verdad. No es mi intención influir de ningún modo en la interpretación que ustedes puedan hacer de estos hechos. Simplemente quiero darles los datos como son.
A lo lejos, se oyeron restallar los rotores de una aeronave. Durante un instante, Sexton pensó que quizá fuera el Presidente, que había decidido volar hasta allí desde la Casa Blanca presa de un ataque de pánico para interrumpir la rueda de prensa. «Eso ya sería la guinda del pastel —pensó, alborozado—. ¿No parecería Herney más culpable si eso ocurriera?»
—Por muy doloroso que sea —continuó Sexton, consciente de la perfección del ritmo de su puesta en escena—, siento que es mi deber dar a conocer al pueblo norteamericano el engaño del que ha sido objeto.
La aeronave se aproximó, atronadora, hasta tocar tierra en la explanada situada a la derecha de donde se celebraba la rueda de prensa. Cuando Sexton desvió hacia allí la mirada, le sorprendió ver que no se trataba del helicóptero presidencial, sino de un gran aeroplano/helicóptero Osprey.
En el fuselaje se leía la siguiente leyenda:
GUARDIA DE COSTAS DE ESTADOS UNIDOS.
Desconcertado, Sexton vio abrirse la puerta de la cabina y bajar de ella una mujer. Llevaba puesto un anorak de la Guardia de Costas y parecía despeinada, como si viniera de un campo de batalla. La mujer se dirigió con paso firme hacia el área de prensa. Sexton tardó unos segundos en reconocerla.
«¿Rachel?», pensó, boquiabierto de pura sorpresa. «¿Qué demonios está haciendo aquí?»
Un murmullo de confusión recorrió la multitud.
Sexton esbozó una falsa y amplía sonrisa, se giró hacia los periodistas y levantó un dedo en señal de disculpa.
—Les ruego que me den un minuto. Lo siento mucho. —Soltó entonces un cansado y afable suspiro—. La familia es lo primero.
Algunos de los periodistas se echaron a reír.
Con su hija acercándose a toda prisa por su derecha, no tenía la menor duda de que lo mejor era que esa reunión padre-hija se celebrara en privado. Desgraciadamente, la privacidad era un bien escaso en ese momento. Sus ojos se clavaron en la gran cortina que tenía a su derecha.
Sin dejar de sonreír con tranquilidad, saludó a su hija con la mano y se apartó del micrófono. Se movió hacia ella dibujando un ángulo, de modo que Rachel tuviera que pasar por detrás de la cortina para llegar a él. Sexton se encontró con ella a medio camino, oculto de los ojos y oídos de la prensa.
—¿Cariño? —dijo el senador, sonriendo y abriendo los brazos cuando ella se acercó a él—. ¡Qué sorpresa!
Rachel se acercó hasta él y le dio una bofetada.
Ahora que estaba a solas con su padre, ocultos ambos tras las cortinas, Rachel le dedicó una mirada glacial y llena de odio. Le había abofeteado con fuerza, pero él apenas se había inmutado. Haciendo gala de un escalofriante control, su estúpida sonrisa se desvaneció, mutando en una mirada de advertencia.
Su voz se transformó en un susurro demoníaco.
—No deberías estar aquí.
Rachel vio la ira en sus ojos y, por primera vez en su vida, no tuvo miedo.
—¡He acudido a ti en busca de ayuda y me has traicionado! ¡Han estado a punto de matarme!
—Pero ahora ya estás bien —respondió Sexton con un tono casi desilusionado.
—¡La NASA es inocente! —dijo Rachel—. ¡Ya te lo ha dicho el Presidente! ¿Qué estás haciendo aquí? —El breve vuelo de Rachel desde Washington a bordo del Osprey de la Guardia de Costas había estado salpicado por un torrente de llamadas telefónicas entre la Casa Blanca, su padre, ella e incluso una compungida Gabrielle Ashe—. ¡Le prometiste a Zach Herney que irías a la Casa Blanca!
—Y eso haré —dijo Sexton con una sonrisa torcida—. El día de las elecciones.
Rachel se sintió asqueada al pensar que aquel hombre era su padre.
—Lo que vas a hacer es una locura.
—¿Ah, sí? —dijo Sexton riéndose por lo bajo. Se giró y señaló con un gesto el podio, que quedaba a la vista por el extremo de la cortina. En el atril descansaban un montón de sobres blancos—. Estos sobres contienen la información que tú misma me has enviado, Rachel. Tú. La sangre del Presidente está en tus manos.
—¡Te he enviado esa información por fax cuando necesitaba tu ayuda!
¡Cuando creía que el Presidente y la NASA eran culpables!
—Según las pruebas, la NASA sin duda parece culpable.
—¡Pero no lo es! Merece una oportunidad para poder reconocer sus propios errores. Ya has ganado estas elecciones. ¡Zach Herney está acabado! Lo sabes. Deja que al menos conserve un poco de dignidad.
Sexton soltó un gemido.
—Qué inocente. Esto no tiene nada que ver con ganar las elecciones, Rachel, sino con el poder. Se trata de conseguir una victoria decisiva, de llevar a cabo actos de grandeza, de aplastar a la oposición y de controlar las fuerzas de Washington para poder hacer algo.
—¿A qué precio?
—No seas tan moralista. Simplemente estoy presentando las pruebas. La gente puede sacar sus propias conclusiones sobre quién es culpable.
—Sabes perfectamente quién parecerá el culpable.
Sexton se encogió de hombros.
—Quizá a la NASA le haya llegado ya su hora.
El senador notó que la prensa estaba empezando a impacientarse al otro lado de las cortinas y no tenía la menor intención de seguir ahí de pie toda la mañana, viendo cómo su hija le daba lecciones. Su momento de gloria esperaba.
—La conversación ha terminado —dijo—. Tengo que dar una rueda de prensa.
—Te lo pido como hija —le suplicó Rachel—. No lo hagas. Piensa en lo que estás a punto de hacer. Hay una alternativa.
—Para mí no.
Un ruido reverberó por la megafonía detrás de Sexton, que giró sobre sus talones para ver a una periodista que había llegado con retraso y que se inclinaba sobre el podio en un intento por fijar un micrófono a una de las perchas.
«¿Por qué estos idiotas no podrán ser nunca puntuales?», pensó Sexton, echando humo.
Con las prisas, la periodista tiró el montón de sobres de Sexton al suelo.
«¡Maldita sea!»
Sexton fue hacia allí con paso firme, maldiciendo a su hija por haberle distraído. Cuando llegó, la mujer estaba a gatas, recogiendo los sobres. Sexton no pudo verle la cara, pero sin duda se trataba de una periodista de alguna cadena: llevaba un abrigo de cachemira hasta los pies, bufanda a juego y una boina de mohair calada hasta los ojos de la que colgaba un pase de prensa de la ABC.
«Maldita perra idiota», pensó Sexton.
—Ya los cojo yo —le soltó, tendiendo la mano para que ella se los entregara.
La mujer cogió el último sobre del suelo y se lo dio sin levantar la mirada.
—Lo siento... —murmuró, obviamente avergonzada. Con la cabeza gacha de vergüenza, se alejó correteando hasta perderse entre la multitud.
Sexton contó rápidamente los sobres. «Diez. Bien.» Nadie iba a robarle la bomba que tenía entre manos. Reagrupó los sobres, ajustó los micrófonos y dedicó una enigmática sonrisa a la multitud.
—¡Supongo que lo mejor será que reparta esto antes de que alguien resulte herido!
La multitud se rió, claramente ansiosa.
Sexton sentía la cercana presencia de su hija, de pie junto al podio, detrás de la cortina.
—No lo hagas —le dijo Rachel—. Lo lamentarás.
Sexton la ignoró.
—Te estoy pidiendo que confíes en mí —dijo Rachel, cuya voz sonó ahora más alta—. Es un error.
Sexton cogió los sobres y alisó los bordes.
—Papá —dijo Rachel, ahora intensa y suplicante—. Esta es la última oportunidad que tienes para hacer lo correcto.
«¿Hacer lo correcto?» Sexton cubrió el micrófono y se giró, fingiendo carraspear. Miró discretamente a su hija.
—Eres igual que tu madre. Idealista e insignificante. Lo que pasa es que las mujeres no entendéis la verdadera naturaleza del poder.
Sedgewick Sexton ya se había olvidado de su hija cuando se volvió hacia los medios de comunicación, cuya atención se disputaba. Con la cabeza bien alta, rodeó el podio y entregó los sobres a la prensa, que los esperaba ansiosa. Vio cómo éstos pasaban de mano en mano rápidamente entre la concurrencia. Oyó romperse los sellos y rasgar el papel como si fueran regalos de Navidad.
Un repentino silencio embargó a la multitud.
En mitad de ese silencio, Sexton pudo oír el momento crucial de su carrera.
«El meteorito es un fraude. Y yo soy el hombre que lo ha desvelado».
Sexton sabía que a la prensa le llevaría un instante comprender las auténticas implicaciones de lo que estaban viendo: imágenes tomadas por el RPT de un túnel de inserción en el hielo; una especie oceánica viva casi idéntica a los fósiles de la NASA; pruebas de cóndrulos que se formaban en la Tierra. Todo ello llevaba a una única e increíble conclusión.
—¿Señor? —tartamudeó un periodista con expresión de absoluta perplejidad mientras seguía examinando el interior del sobre—. ¿Esto es auténtico?
Sexton le respondió con un taciturno suspiro.
—Sí. Me temo que sí.
Entonces, entre la multitud empezaron a extenderse murmullos de confusión.
—Les dejaré un instante para que examinen estas páginas —dijo Sexton—, y a continuación llegará el momento de las preguntas y un intento por aclarar de algún modo lo que tienen ante sus ojos.
—¿Senador? —preguntó otro periodista, que parecía totalmente anonadado—. ¿Estas imágenes son realmente auténticas? ¿No han sido manipuladas?
—Son cien por cien auténticas —respondió, hablando ahora con mayor firmeza—. De lo contrario jamás les habría presentado estas pruebas.
La confusión reinante entre la multitud pareció aumentar y a Sexton incluso le pareció oír una risa. Desde luego no era ésa la reacción que había esperado. Estaba empezando a temer que hubiera sobreestimado la capacidad de los medios de comunicación para comprender lo más obvio.
—Hmmm, ¿senador? —dijo alguien, al parecer extrañamente divertido—. ¿Responde usted de la autenticidad de estas imágenes?
Sexton estaba empezando a sentirse frustrado.
—Amigos míos, lo diré sólo una vez más. Las pruebas que tienen en las manos son cien por cien auténticas. Y si alguien puede probar lo contrario, ¡me como el sombrero!
Sexton esperó oír una carcajada general, pero ésta no llegó.
Silencio de muerte. Ojos en blanco.
El periodista que acababa de hablar caminó hacia él, hojeando las fotocopias mientras avanzaba.
—Tiene usted razón, senador. Estos datos son escandalosos. —El periodista guardó silencio, rascándose la cabeza—. Supongo entonces que lo que nos tiene tan confundidos es por qué ha decidido compartir estos datos con nosotros así, sobre todo después de negarlos antes de forma tan vehemente.
Sexton no tenía la menor idea de lo que el hombre estaba diciendo. El periodista le dio las fotocopias. Sexton miró las páginas... y, durante un instante, la mente se le quedó en blanco.
No fue capaz de articular una sola palabra.
Estaba mirando unas fotografías que no le resultaban en absoluto familiares. Imágenes en blanco y negro. Dos personas. Desnudas. Brazos y piernas entrelazados. Durante un instante, no supo qué era lo que estaba viendo. Luego lo reconoció. Sintió un estallido en la boca del estómago.
Presa del horror, volvió bruscamente la cabeza hacia la multitud. En ese momento los periodistas asistentes a la rueda de prensa se estaban riendo. La mitad de ellos llamaba ya a sus redacciones, relatando la noticia.
Sintió que alguien le tocaba el hombro.
Giró sobre sus talones, confundido.
Rachel estaba de pie a su lado.
—Hemos intentado detenerte —dijo—. Te hemos dado hasta la última oportunidad.
Había una mujer junto a ella.
Sexton estaba temblando cuando sus ojos se desplazaron hacia la mujer que estaba al lado de su hija. Se trataba de la periodista del abrigo de cachemira y boina de mohair, la que le había tirado los sobres al suelo. Le vio la cara y la sangre se le heló en las venas.
Los ojos oscuros de Gabrielle parecían atravesarlo al tiempo que bajaba las manos y se abría el abrigo, revelando un montón de sobres blancos que llevaba pulcramente metidos debajo del brazo.