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Tolland se quedó de pie con el agua hasta las rodillas sobre la caja del motor del Tritón, que seguía hundiéndose, e intentó pensar en alguna forma de salvar a Rachel.

«¡No dejes que el submarino se hunda!»

Volvió a mirar al Goya, preguntándose si había alguna forma de conectar algún cable al Tritón para mantenerlo cerca de la superficie. Imposible. El Goya se había alejado ya cincuenta metros y Pickering estaba en lo alto del puente como un emperador romano que presenciara desde el asiento de honor algún sangriento espectáculo en el Coliseo.

«¡Piensa!», se dijo. «¿Por qué se está hundiendo?»

La mecánica de flotación del submarino resultaba de una sencillez insultante: los tanques de lastre se llenaban de aire o de agua, ajustando así la flotación y permitiéndole subir o bajar en el agua.

Obviamente, los tanques de lastre se estaban llenando.

«¡Pero no tenían por qué!»

Los tanques de lastre de cualquier submarino estaban provistos de orificios en su parte superior e inferior. Las aberturas inferiores, llamadas «agujeros de inundación», siempre estaban abiertas, mientras que los orificios superiores, o «válvulas de ventilación», podían abrirse y cerrarse para dejar salir el aire y permitir la entrada de agua.

Quizá, y por alguna razón, las válvulas de ventilación del Tritón estaban abiertas. No alcanzaba a imaginar por qué. Se movió torpemente sobre la plataforma sumergida del motor, palpando a tientas con las manos uno de los tanques de lastre del Tritón. Las válvulas de ventilación estaban cerradas. Sin embargo, al tocarlas, los dedos de Tolland dieron con algo más.

Agujeros de bala.

«¡Mierda!» El Tritón había recibido una lluvia de balas cuando Rachel había saltado dentro. Tolland se zambulló de inmediato en el agua y buceó debajo del submarino, pasando la mano con sumo cuidado por el tanque de lastre más importante del sumergible: el tanque negativo. Los británicos llamaban a ese tanque «el descenso express». Los alemanes se referían a él como «ponerse zapatos de plomo». En cualquier caso, el significado estaba claro. El tanque negativo, al llenarse, era el encargado de hacer descender al submarino.

Mientras pasaba la mano por los costados del tanque, encontró docenas de agujeros de bala. Notó también que el agua se colaba dentro a raudales. El Tritón se estaba preparando para la inmersión, le gustara o no.


Ahora estaba a un metro y medio bajo la superficie. Tolland se movió hacia popa, pegó la cara al cristal y miró por la cúpula. Rachel golpeaba el cristal y gritaba. El miedo en su voz le hizo sentirse totalmente impotente. Durante unos segundos volvió a verse en un frío hospital junto a la mujer que amaba, sabiendo que no podía hacer nada por ella. Suspendido bajo el agua delante del submarino, se dijo que no podía volver a pasar por eso. «Eres un superviviente», le había dicho Celia. Pero no quería sobrevivir solo... otra vez no.

A pesar de que los pulmones le pedían aire a gritos, Tolland se quedó con Rachel. Cada vez que ella golpeaba el cristal, él oía el gorjeo de las burbujas de aire y veía al submarino hundirse un poco más. Rachel gritaba algo sobre que el agua entraba por la ventana.

La ventana de observación tenía una filtración.

«¿Un agujero de bala en la ventana?» Tolland lo dudó. Con los pulmones a punto de estallar, se preparó para salir a la superficie. Cuando se empujó con las palmas de las manos sobre la enorme ventana acrílica, sus dedos se toparon con un pedazo de revestimiento de goma suelto. Al parecer, uno de los sellos periféricos se había despegado durante la caída. Ésa era la razón de que hubiera una filtración en la cabina del piloto. «Más malas noticias».

Salió a la superficie y tomó aire tres veces, intentando aclararse las ideas. El agua, al entrar en la cabina, sólo aceleraría el descenso del Tritón. El submarino ya estaba a dos metros y medio bajo el agua y él apenas podía tocarlo con los pies. Sentía a Rachel golpeando el casco desesperadamente.

Sólo se le ocurrió una cosa. Si bajaba buceando hasta la caja de motores del Tritón y localizaba el cilindro de aire de alta presión, podría utilizarlo para hacer estallar el tanque de lastre negativo. Aunque eso sería básicamente una acción inútil, quizá mantuviera al Tritón cerca de la superficie durante otro minuto o quizá más antes de que los tanques perforados volvieran a inundarse. «¿Y luego qué?»

Sin ninguna otra opción inmediata, se preparó para la zambullida. Inhaló una cantidad excepcional de aire y expandió los pulmones más allá de su estado natural, casi hasta el punto de llegar a sentir dolor. «Mayor capacidad pulmonar. Más oxígeno. Una zambullida más prolongada». Sin embargo, mientras notaba cómo se le expandían los pulmones, presionando contra sus costillas, le asaltó una extraña idea.

¿Y si aumentaba la presión del interior del submarino? La cúpula de observación tenía un sello dañado. Quizá, si conseguía incrementar la presión dentro de la cabina, podría hacer estallar toda la cúpula de observación del submarino y sacar de allí a Rachel.

Soltó todo el aire que tenía en los pulmones y durante un instante flotó sobre el agua de la superficie, intentando imaginar la viabilidad del plan. Era totalmente lógico. ¿O no? Al fin y al cabo, los submarinos se construían para que resistieran sólo en una dirección. Tenían que soportar una presión enorme del exterior, pero casi ninguna del interior.

Además, el Tritón utilizaba válvulas reguladoras uniformes para reducir la cantidad de recambios con los que el Goya tenía que cargar. ¡Podía simplemente soltar la manga de carga del cilindro de alta presión y redirigirla hacia el regulador suplente de ventilación para casos de emergencia situado en la proa del submarino! La presurización de la cabina le provocaría a Rachel un dolor nada despreciable pero quizá le permitiera salir.

Tolland tomó aire y se zambulló.

Ahora el submarino estaba ya a unos cuatro metros de profundidad y las corrientes y la oscuridad hacían que le resultara difícil orientarse. En cuanto encontró el tanque presurizado, rápidamente redirigió la manga y se preparó para bombear aire al interior de la cabina. Cuando agarró la llave de paso, la pintura amarilla reflectante del lado del tanque le recordó lo peligrosa que era la maniobra:


«PRECAUCIÓN: AIRE COMPRIMIDO -3.000 PSI».


«Setecientos cincuenta kilos por centímetro cuadrado», pensó. Tenía la esperanza de que la cúpula de observación del Tritón saliera despedida del submarino antes de que la presión de la cabina aplastara los pulmones de Rachel. Básicamente estaba introduciendo una manga contra incendios de alta potencia en un balón de agua y rezando para que el balón estallara rápidamente.

Puso la mano sobre la llave de paso y se decidió. Suspendido sobre la espalda del Tritón, que seguía hundiéndose, hizo girar la llave y abrió la válvula. Inmediatamente la manga se puso rígida y Tolland oyó cómo el aire inundaba la cabina del submarino con una potencia enorme.

Cuando se quedó sin oxígeno, se le nubló la vista y golpeó el cristal una vez más. Ya ni siquiera podía ver a Rachel. Estaba demasiado oscuro. Con el último resquicio de aire que le quedaba en los pulmones, Tolland gritó bajo el agua.

—¡Rachel... empuje... contra... el... cristal!

Sus palabras surgieron como un balbuceo mudo y burbujeante.

En el interior del Tritón, Rachel sintió que un dolor insoportable le rebanaba la cabeza. Abrió la boca, dispuesta a gritar, pero el aire se abrió paso hasta sus pulmones con una presión tan dolorosa que creyó que le iba a estallar el pecho. Tuvo la sensación de que se le hinchaban los ojos en las cuencas. Un rugido ensordecedor le llenó los tímpanos, poniéndola al borde de la inconsciencia. Instintivamente, cerró con fuerza los ojos y se tapó las orejas con las manos. Ahora el dolor era cada vez más fuerte.

Oyó un golpeteo directamente delante de ella. Se obligó a abrir los ojos el tiempo suficiente para distinguir la acuosa silueta de Michael Tolland en la oscuridad. Tenía el rostro pegado al cristal. Le estaba indicando que hiciera algo.

«Pero ¿qué?»

Apenas podía verlo en la oscuridad. Se le había nublado la visión y notaba las pupilas distorsionadas debido a la presión. Aún así, se dio cuenta de que el submarino se había hundido más allá de los últimos reflejos parpadeantes de las luces submarinas del Goya. A su alrededor ya sólo se abría un abismo infinito e impenetrable.

Tolland extendió el cuerpo contra la ventana del Tritón y siguió golpeándola. El pecho le ardía por falta de aire y sabía que tendría que volver a la superficie en cuestión de segundos.

«¡Empuje el cristal!», la apremiaba. Pudo oír cómo escapaba el aire presurizado alrededor del cristal, soltando burbujas. En algún punto el sello se había despegado. Sus manos buscaron a tientas algún borde, algo por lo que poder meter los dedos. Nada.