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William Pickering miró por la ventana de su despacho a la lejana fila de farolas de la autopista Leesburg. A menudo, ahí de pie y solo en lo alto del mundo, pensaba en ella.

«Tanto poder... y no pude hacer nada por salvarla».

Diana, la hija de Pickering, había muerto en el Mar Rojo mientras estaba destinada a bordo de un pequeño barco escolta de la Marina, entrenándose para convertirse en oficial naval. Su barco estaba anclado en puerto seguro una soleada tarde cuando una lancha destartalada cargada de explosivos y maniobrada por dos terroristas suicidas atravesó lentamente el puerto y explotó al entrar en contacto con el casco del barco. Diana Pickering y otros trece jóvenes soldados norteamericanos habían resultado muertos ese día.

Él se quedó destrozado. La angustia lo embargó durante semanas. Cuando el ataque terrorista llevó hasta una conocida célula a la que la CIA nevaba intentando localizar sin éxito desde hacía años, la tristeza de Pickering se convirtió en rabia. Entró hecho una furia en el cuartel general de la CIA y exigió una explicación.

Le costó aceptar las respuestas que recibió.

Al parecer, la CIA estaba preparada para intervenir esa célula desde hacía meses y simplemente esperaba las fotografías de alta resolución para poder planear un ataque preciso al escondite que los terroristas tenían en las montañas de Afganistán. Las fotos debían haber sido tomadas por el satélite de la ONR al que se le había dado el nombre codificado de Vortex 2 y por el que se habían pagado mil doscientos millones de dólares, el mismo que había quedado destruido en la rampa de lanzamiento al explotar el cohete de la NASA. A causa del accidente sufrido por la agencia, el ataque de la CIA había sido pospuesto y ahora Diana Pickering estaba muerta.

La cabeza le decía a Pickering que la NASA no había sido directamente responsable de la muerte de su hija, pero al corazón le costaba perdonar. La investigación de la explosión de la nave reveló que los ingenieros de la NASA responsables del sistema de inyección de fuel se habían visto obligados a utilizar materiales de segunda mano en un esfuerzo por respetar el presupuesto del proyecto.

«Para los vuelos no pilotados —explicó Lawrence Ekstrom en una rueda de prensa—, la NASA tiene como objetivo primordial una relación prioritaria de coste-efectividad. En este caso, hay que reconocer que los resultados no fueron óptimos. Lo investigaremos».

«No fueron óptimos». Diana Pickering estaba muerta.

Además, y debido a que se trataba de un satélite espía, la opinión pública nunca se enteró de que la NASA había arruinado un proyecto de la ONR por un valor de 1,2 millones de dólares y, junto con él, indirectamente, numerosas vidas de norteamericanos.


—¿Señor? —dijo la voz de la secretaria de Pickering por el intercomunicador, sobresaltándole—. Línea uno. Es Marjorie Tench.

Pickering se sacudió de encima la modorra en la que había caído, y miró el teléfono. «¿Otra vez?» La luz parpadeante de la línea uno parecía palpitar con rabiosa urgencia. Frunció el ceño y cogió la llamada.

—Pickering.

La voz de Tench hervía de enojo.

—¿Qué le ha dicho?

—¿Cómo dice?

—Rachel Sexton se ha puesto en contacto con usted. ¿Qué le ha dicho? ¡Estaba en un submarino, por el amor de Dios! ¡Explíqueme eso!

Pickering se dio cuenta de inmediato de que negar el hecho no era una opción; Tench había hecho la tarea. Le sorprendió que hubiera descubierto lo del Charlotte, aunque al parecer había esperado a reaccionar hasta conseguir algunas respuestas.

—La señorita Sexton se ha puesto en contacto conmigo, sí.

Ha ordenado usted su traslado. ¿Y no se ha puesto en contacto conmigo?

—He ordenado su traslado. Eso es correcto. Todavía faltaban dos horas para que Rachel Sexton, Michael Tolland y Corky Marlinson llegaran a la base aérea de Bollings, una instalación cercana.

—¿Y aún así ha preferido no informarme? —Rachel Sexton ha hecho algunas acusaciones realmente inquietantes.

—¿En relación a la autenticidad del meteorito... y a cierto atentado contra su vida? —Entre otras cosas.

—Obviamente, está mintiendo.

—¿Es usted consciente de que está con dos personas más que corroboran su historia?

Tench guardó silencio.

—Sí. Resulta de lo más inquietante. La Casa Blanca está muy preocupada por sus afirmaciones.

—¿La Casa Blanca o sólo usted?

El tono de Tench se volvió afilado como una navaja. —En lo que a usted concierne, director, esta noche no hay ninguna diferencia.

Pickering no se dejó impresionar. Estaba acostumbrado a ver cómo fanfarrones políticos y el personal de apoyo intentaban establecer asideros desde los que imponerse a la comunidad de inteligencia. Pocos plantaban tanta batalla como Marjorie Tench.

—¿Sabe el Presidente que me está llamando?

—Francamente, director, me cuesta creer que haya dado el menor crédito a esos disparates dignos de lunáticos. «No ha contestado a mi pregunta».

—No veo ninguna razón lógica para que esta gente mienta. O bien debo asumir que dicen la verdad o que han cometido un error, movidos por una honradez incuestionable.

—¿Un error? ¿Afirmando haber sido atacados? ¿Hablando de falsificaciones en los datos del meteorito que la NASA nunca ha visto? ¡Por favor! Esto es una clara maniobra política.

—De ser así, los motivos se me escapan.

Tench soltó un profundo suspiro y bajó la voz. —Director, quizá no sea usted consciente de lo que hay en juego. Podemos hablar de ello en profundidad más tarde, pero en este momento necesito saber dónde están la señorita Sexton y los demás. Necesito llegar al fondo de este asunto antes de que causen daños irreparables. ¿Dónde se encuentran?

—Ésa es una información que de momento prefiero no revelar. Me pondré en contacto con usted en cuanto lleguen.

—Error. Estaré allí para recibirles cuando lleguen. «¿Usted y cuántos agentes secretos más?», se preguntó Pickering.

—Si le digo la hora y el lugar de llegada, ¿tendremos la oportunidad de charlar como amigos o tiene usted intención de hacer que un ejército privado los detenga?

—Esa gente supone una amenaza directa contra el Presidente. La Casa Blanca está en todo su derecho de detenerlos e interrogarlos.


Pickering sabía que Tench tenía razón. Amparados por el Artículo 18, Sección 3.056, de la Constitución de Estados Unidos, los agentes del Servicio Secreto pueden llevar armas de fuego, utilizarlas para matar en caso necesario y llevar a cabo detenciones «injustificadas» simplemente si sospechan que una persona ha cometido o tiene intención de cometer un delito o cualquier acto de agresión contra el Presidente. El Servicio Secreto tenía carta blanca. Los detenidos habituales solían ser indeseables que merodeaban alrededor de la Casa Blanca o bien escolares que se divertían enviando e-mails con amenazas.

Pickering no tenía la menor duda de que podrían justificar llevarse a Rachel Sexton y a los demás al sótano de la Casa Blanca y mantenerlos allí encerrados indefinidamente. Sería una jugada peligrosa, pero estaba claro que Tench se daba cuenta de que también arriesgaba mucho. La cuestión era saber lo que ocurriría a continuación si Pickering permitía que Tench se hiciera con el control de la situación. No tenía la menor intención de averiguarlo.

—Haré lo que sea necesario —declaró Tench— para proteger al Presidente de falsas acusaciones. La mera implicación de juego sucio sembrará una pesada sombra sobre la Casa Blanca y la NASA. Rachel Sexton ha abusado de la confianza que el Presidente puso en ella y yo no tengo la menor intención de ver cómo el Presidente paga por ello.

—¿Y si solicito que se permita a la señorita Sexton presentar su caso ante una comisión de investigación oficial?

—¡En ese caso estaría usted desobedeciendo una orden presidencial directa y dando a la señorita Sexton una plataforma desde la que provocar un maldito desastre político! Se lo preguntaré una vez más, director: ¿Adonde los ha enviado?

Pickering soltó un largo suspiro. Le dijera o no que el avión se dirigía a la base aérea de Bollings, sabía que ella tenía los medios necesarios para averiguarlo. La cuestión era saber si lo iba a hacer o no. A juzgar por la determinación que reflejaba la voz de la mujer, Pickering intuyó que nada la iba a detener. Marjorie Tench estaba asustada.

—Marjorie —dijo Pickering con una inconfundible claridad de tono—. Hay alguien que no me está diciendo la verdad. De eso estoy seguro. O bien Rachel Sexton y esos dos científicos civiles... o es usted. Y creo que es usted.

Tench estalló. —¿Cómo se atreve...?

—Su indignación no me conmueve, de modo que ahórresela. Debería usted saber que tengo pruebas fehacientes de que el comunicado emitido por la NASA y la Casa Blanca es falso.


De pronto, Tench guardó silencio.

Pickering dejó que se devanara los sesos durante un instante. —Tengo tan poco interés como usted en provocar una debacle política. Pero se han dicho mentiras, y las mentiras terminan por descubrirse. Si quiere mi ayuda, debería empezar por ser sincera conmigo. Tench parecía tentada de acceder, aunque recelosa.

—Si está tan seguro de que se han dicho mentiras, ¿por qué no ha tomado ninguna medida al respecto?

—No me inmiscuyo en cuestiones políticas.

Tench farfulló algo que sonó muy similar a «Y una mierda».

—¿Está usted intentando decirme, Marjorie, que el comunicado que el Presidente ha dado a conocer esta noche ha sido absolutamente veraz?

Se produjo un largo silencio en la línea. Pickering sabía que la tenía pillada.

—Escuche, ambos sabemos que esto es una bomba de relojería a punto de estallar. Pero todavía no es demasiado tarde. Podemos llegar a algunos compromisos.

Tench siguió sin decir nada durante varios segundos. Finalmente,

suspiró.

—Deberíamos vernos.

«La tengo», pensó Pickering.

—Hay algo que quiero mostrarle —dijo Tench—. Y creo que ayudará a aclarar este asunto.

—Iré a verla a su despacho.

—No —dijo Tench apresuradamente—. Ya es tarde. Su presencia aquí levantaría sospechas. Prefiero que todo este asunto quede entre nosotros.

Pickering leyó entre líneas. «El Presidente no sabe nada de esto».

—Puede venir aquí, si lo desea —dijo.

Tench pareció desconfiar. —Encontrémonos en algún lugar discreto.

Pickering había esperado algo así.

—El monumento a Franklin Delano Roosevelt queda cerca de la Casa Blanca —dijo Tench—. Sin duda estará desierto a esta hora de la noche.

Pickering lo pensó unos segundos. El monumento a FDR estaba a mitad de camino entre los monumentos a Jefferson y a Lincoln, en una parte de la ciudad extremadamente segura. Tras una larga pausa, Pickering accedió.

—Nos encontraremos allí dentro de una hora —dijo Tench, despidiéndose—. Y venga sólo.


En cuanto colgó, Marjorie Tench llamó a Ekstrom, el director de la NASA. La voz de Tench sonaba tensa mientras iba relatando la mala noticia.

—Pickering podría ser un problema.