73

El senador Sexton estaba acurrucado solo en su sofá; se sentía un refugiado. Su apartamento de Westbrooke Place, que apenas una hora antes había estado lleno de nuevos amigos y de partidarios suyos, ahora parecía un lugar abandonado, sembrado con los restos de vasos y de tarjetas de visita dejadas por los hombres que literalmente habían salido corriendo por la puerta.

Y ahora él estaba encogido y solo delante del televisor, deseando más que nada en el mundo apagarlo, aunque incapaz de retirar su atención de los interminables análisis mediáticos. Aquello era Washington y los analistas no tardaron en poner en marcha su pseudocientífica y filosófica hipérbole para concentrarse en la parte fea del asunto: la política. Como buenos maestros torturadores frotando ácido en sus heridas, los presentadores de los noticieros se dedicaban a afirmar y a reafirmar lo que resultaba ya más que obvio.

«Hace unas horas, la campaña de Sexton estaba por las nubes —decía uno de los comentaristas—. Ahora, tras el descubrimiento de la NASA, la campaña del senador se ha estrellado de regreso a la Tierra».

Sexton no pudo evitar una mueca al tiempo que alargaba la mano para hacerse con su Courvoisier y le daba un trago directamente de la botella. Sabía que esa noche sería la más larga y solitaria de toda su vida. Despreciaba a Marjorie Tench por haberle engañado. Despreciaba a Gabrielle Ashe por haber cometido el error de mencionarle la NASA. Despreciaba al Presidente por haber sido tan jodidamente afortunado. Y despreciaba al mundo por reírse de él.

«Obviamente, esto es terrible para el senador —continuaba el comentarista—. Con este descubrimiento el Presidente y la NASA han logrado un triunfo inestimable. Aunque una noticia de este calibre revitalizaría la campaña del Presidente fuera cual fuera la postura de Sexton respecto a la NASA, después de haber oído admitir al senador hoy mismo que llegaría a abolir la financiación de la agencia espacial si fuera necesario... en fin, este anuncio presidencial es un derechazo del que el senador no va a recuperarse».

«Me han engañado —pensó Sexton—. La Casa Blanca me la ha jugado».

Ahora el comentarista sonreía.

«La NASA acaba de recuperar con creces toda la credibilidad que había perdido ante el pueblo norteamericano. En este preciso instante, ahí fuera, en nuestras calles, hay un auténtico sentimiento de orgullo nacional.

»No es para menos. El pueblo quiere a Zach Herney cuando estaba empezando a perder la fe en él. Hay que admitir que últimamente el Presidente se encontraba en una situación poco favorable de la que ha logrado salir intacto y reforzado».

Sexton se acordó del debate que había tenido lugar esa tarde en la CNN y agachó la cabeza. Tuvo la sensación de estar empezando a tener náuseas. Toda la inercia de la NASA sobre la que con tanto esmero había construido su campaña en los últimos meses no sólo había llegado a un estridente punto y final, sino que además se había transformado en un ancla alrededor de su cuello. Parecía un idiota. Había dejado que la Casa Blanca se la jugara a su antojo. Ya se temía las caricaturas del periódico del día siguiente. Su nombre iba a ser el leitmotiv de todos los chistes del país. Obviamente, podía olvidarse de seguir contando con la silenciosa financiación de la FFE. Todo había cambiado. Los hombres que habían estado en su apartamento acababan de ver cómo sus sueños se desintegraban. La privatización del espacio se había estrellado contra un muro de ladrillo.

Después de darle un nuevo trago a la botella de cognac, el senador se levantó y se dirigió tambaleante hacia su escritorio. Miró al auricular descolgado del teléfono. Consciente de que se trataba de un acto de autoflagelación masoquista, volvió a colocar lentamente el auricular en el teléfono y empezó a contar los segundos.

«Uno... dos». El teléfono sonó. Dejó que saltara el contestador. «Senador Sexton, soy Judy Oliver de la CNN. Me gustaría darle oportunidad de reaccionar ante el descubrimiento de la NASA esta misma noche. Por favor, llámeme» —dijo antes de colgar.

Sexton empezó a contar de nuevo. «Uno...» El teléfono volvió a sonar. Sexton decidió pasar por alto la llamada. Otro periodista.


Sin soltar la botella de Courvoisier, se dirigió dando tumbos hacia la puerta deslizante del balcón. La abrió y salió al aire fresco de la noche. Se apoyó contra la barandilla y miró la fachada iluminada de la Casa Blanca en la distancia. Las luces parecían parpadear alegremente al viento.

«Cabrones», pensó. Llevamos siglos intentando encontrar pruebas que demuestren la existencia de vida en el espacio. ¿Y ahora resulta que aparecen el mismo jodido año de mi participación en las elecciones presidenciales? Desde luego no era un hallazgo muy favorable, eso estaba jodidamente claro. Hasta donde alcanzaba su vista, había un televisor encendido en las ventanas de todos los apartamentos. Sexton se preguntó dónde estaría esa noche Gabrielle Ashe. Era ella la culpable de todo. Había sido ella quien le había ido informando de todos los fracasos de la NASA, uno tras otro.

Levantó la botella para darle un nuevo sorbo.

«Maldita Gabrielle... me ha metido en esto hasta el fondo».

Al otro lado de la ciudad, sumida en el caos de la sala de producción de la ABC, Gabrielle Ashe estaba totalmente aturdida. El anuncio del Presidente había llegado de forma inesperada, dejándola suspendida en una especie de limbo semicatatónico. Se puso en pie en el centro de la sala de producción, intentando que no le fallaran las rodillas, y levantó la mirada hacia los monitores de televisión mientras un estruendo infernal estallaba a su alrededor.

Los segundos iniciales posteriores al comunicado habían provocado el más absoluto silencio en la sala de noticias. El silencio se prolongó sólo unos instantes antes de que el lugar se convirtiera en un carnaval ensordecedor de periodistas al ataque. Aquella gente eran profesionales. No tenían tiempo para reflexiones personales. Ya habría tiempo para eso en cuanto el trabajo estuviera hecho. Por el momento, el mundo quería más información y la ABC tenía que proporcionársela. El tema lo tenía todo: ciencia, historia, drama político... sin duda era un filón emocional de primer orden. Nadie que trabajara en los medios de comunicación iba a dormir esa noche.


—¿Gabs? —La voz de Yolanda sonaba compasiva—. Volvamos a mi despacho antes de que alguien se dé cuenta de quién eres y empiece a acosarte a preguntas sobre lo que ha significado esto para la campaña de Sexton.

Gabrielle sintió que la guiaban entre la algarabía hasta el despacho de paredes acristaladas de Yolanda. Ésta la hizo sentar y le dio un vaso de agua. Intentó forzar una sonrisa.

—Míralo por el lado bueno, Gabs. La campaña de tu candidato está jodida, pero al menos tú no lo estás.

—Gracias. Genial.

El tono de Yolanda se volvió serio.

—Gabrielle, sé que te sientes como el culo. Tu candidato acaba de ser atropellado por un tráiler y, si me lo preguntas, no va a levantarse. Al menos no a tiempo para darle la vuelta a lo ocurrido. Pero al menos nadie está estampando tu foto en todas las televisiones. Hablo en serio. Eso es una buena noticia. Ahora Herney ya no necesita un escándalo sexual. En este momento parece demasiado presidencial como para hablar de sexo.

A Gabrielle le pareció un pequeño consuelo.

—En cuanto a las alegaciones de Tench sobre la financiación ilegal de la campaña de Sexton... —Yolanda sacudió la cabeza—. Tengo mis dudas al respecto. Es cierto que Herney se toma muy en serio no caer en ninguna demostración de campaña negativa. También lo es que una investigación de soborno sería perjudicial para el país. Pero ¿de verdad es tan patriota como para dejar escapar la oportunidad de aplastar a su opositor, simplemente por proteger la moral nacional? Yo diría que Tench ha exagerado un poco sobre las finanzas de Sexton en un esfuerzo por atemorizarte. Ha jugado sus cartas con la esperanza de que saltaras del barco y le dieras al Presidente un escándalo sexual gratuito. ¡Y no me negarás, Gabs, que esta noche habría sido la noche perfecta para que la moral de Sexton fuera cuestionada!

Gabrielle asintió vagamente. Un escándalo sexual habría sido un golpe definitivo del que la carrera de Sexton jamás se habría recuperado... jamás.

—Sobreviviste a ella, Gabs. Marjorie Tench salió a pescar, pero no mordiste el anzuelo. Estás sana y salva. Habrá otras elecciones.

Gabrielle asintió vagamente. Ya no sabía qué creer.

—No me negarás —dijo Yolanda— que la Casa Blanca ha jugado con Sexton de forma brillante... enfilándolo por el sendero de la NASA, obligándole a pronunciarse y engatusándolo para que lo apostara todo por ese caballo.

«Toda la culpa es mía», pensó Gabrielle.

—Y el comunicado que acabamos de ver. Dios mío. ¡Ha sido digno de un genio! Aparte de la importancia del descubrimiento, la emisión ha sido sencillamente genial. ¿Intervenciones en vivo desde el Ártico? ¿Un documental de Michael Tolland? Buen Dios, ¿cómo pretendes competir contra eso? Zach Herney lo ha clavado esta noche. Por algo el tipo es Presidente.

«Y seguirá siéndolo durante otros cuatro años...»

—Tengo que volver al trabajo, Gabs —dijo Yolanda—. Tú quédate aquí sentada todo el tiempo que quieras. Recupera la compostura —añadió, dirigiéndose a la puerta—. Cariño, volveré a ver cómo sigues en unos minutos.


Cuando se quedó sola, Gabrielle bebió un poco de agua, que le supo a rayos. Todo le sabía a rayos. «Yo tengo la culpa de todo», pensó, intentando aliviar su conciencia recordándose todas y cada una de las tristes ruedas de prensa que había dado la NASA a lo largo del último año: los contratiempos de la estación espacial de la NASA, el aplazamiento del X-33, el fracaso de todas las naves enviadas a Marte, los continuos incumplimientos de presupuesto. Se preguntó qué podría haber hecho de forma distinta.

«Nada», se dijo. «Lo has hecho todo bien». Simplemente se le había vuelto en contra.