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En el Tritón, Rachel sentía la cabeza como si se la estuvieran comprimiendo con algún instrumento de tortura medieval. Medio de pie, agazapada junto a la silla de la cabina, sentía cómo la muerte iba cerrándose sobre ella. Delante, la cúpula hemisférica de observación estaba vacía. A oscuras. Los golpes habían cesado.
Tolland se había marchado. La había abandonado.
El siseo de aire presurizado que entraba a raudales por encima de su cabeza le recordó al ensorcedor viento katabático de la Plataforma Milne. El suelo del submarino estaba ahora cubierto por medio metro de agua. «¡Sáquenme de aquí!» Miles de ideas y de recuerdos empezaron a pasar por su mente como destellos de una luz violeta.
En la oscuridad, el submarino empezó a inclinarse y Rachel se tambaleó, perdiendo el equilibrio. Tropezando contra la silla, cayó hacia delante y chocó con fuerza contra el interior de la cúpula hemisférica. Sintió un dolor agudo en el hombro. Aterrizó hecha un ovillo contra la ventana y, al hacerlo, tuvo una sensación inesperada: un repentino descenso de la presión en el interior del submarino. El tenso tamborileo en sus oídos se relajó perceptiblemente y llegó incluso a oír escapar un gorjeo de aire del Tritón.
Le llevó un instante darse cuenta de lo que acababa de ocurrir. Al caer contra la cúpula, su peso había de algún modo forzado la bulbosa pantalla hacia fuera lo bastante para que la presión interna se abriera paso por uno de los sellos. Obviamente, ¡la cúpula de cristal estaba suelta! Rachel se dio cuenta entonces de lo que Tolland había estado intentando hacer al aumentar la presión en el interior del submarino.
«¡Está intentando hacer saltar la ventana!»
Sobre su cabeza, el cilindro de presión del Tritón seguía bombeando. Incluso mientras estaba allí tumbada, Rachel sentía la presión aumentando de nuevo. Esta vez a punto estuvo de darle la bienvenida, aunque sentía la sofocante fuerza empujándola peligrosamente a la inconsciencia. Se puso como pudo de pie y empujó hacia fuera con todas sus fuerzas contra la parte interna del cristal.
Esta vez, no se oyó ningún gorjeo. El cristal apenas se movió.
Lanzó todo su peso contra la ventana una vez más. Nada. Le dolió la herida del hombro y bajó los ojos para mirarla. La sangre estaba seca. Se preparó para volver a intentarlo, pero no tuvo tiempo. Sin previo aviso, el cojeante submarino empezó a volcarse... hacia atrás. Cuando la pesada caja de motores se abalanzó sobre los delgados tanques, el Tritón rodó sobre su espalda, ahora hundiéndose boca abajo.
Rachel cayó de espaldas contra la pared posterior de la cabina. Semisumergida en el agua revuelta, miró directamente hacia arriba a la cúpula goteante, suspendida sobre ella como una claraboya gigante.
Fuera no había más que noche... y miles de toneladas de océano empujando hacia abajo.
Logró reunir ánimos suficientes para levantarse, pero sentía el cuerpo muerto y pesado. De nuevo su mente volvió atrás en el tiempo, al abrazo helado de un río helado.
—¡Lucha, Rachel! —gritaba su madre, alargando el brazo para sacarla del agua—. ¡Aguanta!
Cerró los ojos. «Me estoy hundiendo». Sentía los patines como pesos muertos, arrastrándola hacia abajo. Vio a su madre tumbada y estirada sobre el hielo en un intento por repartir su propio peso, alargando la mano hacia ella.
—¡Patalea, Rachel! ¡Impúlsate con los pies!
Rachel pataleaba lo mejor que podía. Su cuerpo se elevó ligeramente en el agujero de hielo. Una chispa de esperanza. Su madre la cogió.
—¡Sí! —gritó su madre—. ¡Ayúdame a sacarte! ¡Impúlsate con los pies!
Con su madre tirando desde arriba, Rachel utilizó sus últimos resquicios de energía para patalear con los patines. Fue suficiente, y su madre la sacó del agua, sana y salva. Arrastró a la empapada Rachel hasta la nevada orilla antes de derrumbarse y de echarse a llorar.
Ahora, en la creciente humedad y calor del submarino, abrió los ojos a la oscuridad que la rodeaba. Oyó a su madre susurrando desde la tumba con la voz clara incluso allí, en el zozobrante Tritón.
«Impúlsate con los pies».
Rachel levantó los ojos hacia la cúpula que tenía sobre su cabeza. Reuniendo los remanentes de valor que aún le quedaban, se subió a la silla de la cabina, ahora orientada casi horizontalmente, como el sillón de un dentista. Se tumbó de espaldas, dobló las rodillas, echó hacia atrás las piernas todo lo que pudo, apuntó los pies hacia arriba, y pateó hacia delante. Con un salvaje grito de desesperación y de fuerza, estampó los pies contra el centro de la cúpula acrílica. Punzadas de dolor se le clavaron en las espinillas, y la cabeza le dio vueltas. De pronto le rugieron los oídos y sintió que la presión se equilibraba con una violenta ráfaga. El sello del lado izquierdo de la cúpula cedió y la enorme lente se despegó parcialmente, abriéndose como la puerta de un granero.
Un torrente de agua irrumpió en el submarino, aplastándola contra la silla. El océano tronó a su alrededor, arremolinándose bajo su espalda, elevándola ahora de la silla, lanzándola boca arriba como un calcetín en una lavadora. Intentó a ciegas encontrar algo a lo que agarrarse, pero no hacía más que girar enloquecidamente. Cuando la cabina se llenó de agua, notó que el submarino iniciaba una rápida caída libre hacia el fondo. Su cuerpo salió despedido hacia arriba en la cabina y se sintió inmovilizada. Una ráfaga de burbujas irrumpió a su alrededor, haciéndola girar, arrastrándola hacia la izquierda y hacia arriba. Sintió que una dura lámina acrílica se estrellaba contra su cadera.
Y de repente estaba libre.
Girando y cabeceando en la infinita calidez y acuosa oscuridad, sintió que sus pulmones intentaban desesperadamente coger aire. «¡Sal a la superficie!» Busco la luz, pero no vio nada. Su mundo parecía idéntico en todas direcciones. Estaba todo negro. No había gravedad. No existía la sensación de arriba o abajo.
En aquel instante aterrador, se dio cuenta de que no tenía ni idea de hacia dónde nadar.
A miles de metros por debajo de ella, el zozobrante Kiowa se había convertido en un amasijo a merced de la implacable y creciente presión. Los quince misiles Hellfire AGM-114 antitanque que seguían a bordo se resistían a la compresión al tiempo que sus conos cobertores de cobre y las cabezas de detonación por resorte iban apuntando peligrosamente hacia dentro.
A cincuenta metros por encima del suelo oceánico, el poderoso foso de la megapluma se hizo con los restos del helicóptero y lo succionó hacia abajo, lanzándolo contra la corteza al rojo vivo de la cúpula de magma. Como una caja de cerillas que fueran encendiéndose en serie, los misiles Hellfire estallaron, abriendo un gran agujero en lo alto de la cúpula de magma.
Después de haber salido a la superficie a tomar aire y de haber vuelto a zambullirse desesperadamente, Michael Tolland se hallaba suspendido a siete metros bajo el agua escrutando la oscuridad cuando los misiles Hellfire estallaron. El blanco destello se hinchó hacia arriba, iluminando una imagen increíble: una imagen congelada que no olvidaría mientras viviera.
Rachel Sexton estaba suspendida a cinco metros por debajo de él como una marioneta enmarañada en el agua. A los pies de ella, el Tritón se alejaba a toda velocidad con la cúpula colgando. Los tiburones que había por la zona salieron rápidamente en búsqueda de mar abierto, presintiendo el peligro que estaba a punto de desatarse.
La alegría de Tolland al ver a Rachel fuera del submarino se vio de inmediato reemplazada por la toma de conciencia de lo que estaba a punto de ocurrir. Después de memorizar la situación de Rachel antes de que la luz desapareciera, Tolland buceó con fuerza, abriéndose paso hacia ella.
Miles de metros más abajo, la corteza de la cúpula de magma estalló en pedazos y el volcán subterráneo entró en erupción, escupiendo magma a una temperatura de mil doscientos grados Celsius al mar. La lava abrasadora evaporaba toda el agua que tocaba, enviando un inmenso pilar de vapor hacia la superficie desde el eje central de la megapluma. Movida por las mismas propiedades cinemáticas de la dinámica de fluidos que provocaban los tornados, la transferencia vertical de energía del vapor quedó contrapesada por una vertical de vorticidad anticiclónica que giraba alrededor del foso, llevando energía en dirección opuesta.
Girando alrededor de esta columna de gas ascendente, las corrientes oceánicas empezaron a intensificarse, iniciando una dinámica descendente. El vapor emitido creaba un enorme vacío que succionaba millones de litros de agua de mar hacia abajo al entrar en contacto con el magma. Cuando la nueva agua tocaba el fondo, se transformaba también en vapor y precisaba alguna vía de escape, uniéndose a la creciente columna de vapor de gases y saliendo despedida hacia arriba, atrayendo más agua por debajo. A medida que mayor cantidad de agua iba ocupando su lugar, el vórtice se intensificaba. La pluma hidrotérmica se elongaba y el imponente remolino ganaba fuerza con cada segundo que pasaba, al tiempo que su borde superior avanzaba paulatinamente hacia la superficie.
Un agujero negro oceánico acababa de nacer.
Rachel se sentía como un bebé en el útero materno. Una oscuridad caliente y húmeda la envolvía. Notaba las ideas enredadas en la impenetrable calidez. «Respira». Se debatió contra el reflejo. El destello de luz que había visto sólo podía proceder de la superficie y, aún así, parecía estar muy lejos. «Una ilusión. Tienes que subir a la superficie». En su debilidad, empezó a nadar en dirección al lugar del que había visto surgir la luz. Ahora veía más luz... un inquietante resplandor rojo a lo lejos. «¿La luz del día?» Nadó con más fuerza.
Una mano la agarró del tobillo.
Rachel soltó una especie de chillido bajo el agua, casi exhalando los últimos restos de aire.
La mano tiró de ella hacia atrás, obligándola a girar y colocándola en la dirección contraria. Sintió que una mano conocida le cogía la suya. Michael Tolland estaba allí, tirando de ella en dirección contraria.
La mente de Rachel le decía que la estaba llevando hacia abajo. El corazón le decía que Michael sabía lo que hacía.
«Impúlsate con los pies», susurró la voz de su madre. Rachel pataleó con todas sus fuerzas.