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El senador Sedgewick Sexton dejó su copa de Courvoisier sobre la repisa de la chimenea de su apartamento de Westbrooke y avivó el fuego durante unos instantes, ordenando sus ideas. Los seis hombres reunidos en su estudio con él ahora estaban sentados en silencio... esperando. Las trivialidades habían tocado a su fin. Había llegado el momento de que el senador Sexton lanzara su ofensiva. Ellos lo sabían. Él lo sabía.

La política era una cuestión de ventas.

«Establece la confianza. Hazles saber que entiendes sus problemas».

—Como quizá ya sepan —dijo, volviéndose hacia ellos—, durante los últimos meses, me he reunido con muchos hombres que gozan de su misma posición —empezó, sonriendo y tomando asiento, uniéndose a ellos y situándose a su mismo nivel—. Ustedes son los únicos a los que he decidido recibir en mi casa. Son ustedes extraordinarios, y para mí es un honor tenerles aquí.

Entrelazó las manos y dejó que sus ojos circularan por la habitación, estableciendo contacto personal con cada uno de sus invitados. A continuación se concentró en su primer objetivo: el hombre fornido del sombrero vaquero.

—Space Industries de Houston —dijo Sexton—. Me alegro de que haya venido.

—Odio esta ciudad —gruñó el tejano.

—No le culpo. Washington ha sido muy injusta con usted.

El tejano miró por debajo del ala de su sombrero, pero no dijo nada.

—Hace doce años —empezó Sexton—, hizo usted una oferta al gobierno de Estados Unidos. Propuso construirles una estación espacial norteamericana por la ridícula suma de cinco mil millones de dólares.

—Sí, es cierto. Todavía conservo el anteproyecto.

—Y, sin embargo, la NASA convenció al gobierno de que una estación espacial norteamericana debía ser un proyecto público. —Eso es. La NASA empezó a construirla hace casi una década. —Una década. Y hoy, no sólo la estación de la NASA no está totalmente operativa, sino que hasta la fecha el proyecto ha costado veinte veces más de lo que usted proponía. Como contribuyente norteamericano, estoy asqueado.

Un gruñido de asentimiento circuló por la habitación. Sexton dejó que sus ojos se movieran, buscando la complicidad del grupo.

—Soy perfectamente consciente —dijo el senador, dirigiéndose ahora a cada uno de los presentes— de que varias de sus empresas han ofrecido lanzar naves espaciales por la irrisoria cantidad de cincuenta millones de dólares por vuelo. Más inclinaciones de cabeza.

—Y sin embargo la NASA mejora su oferta cobrando sólo treinta y ocho millones de dólares por vuelo... ¡a pesar de que su coste real supera los ciento cincuenta millones de dólares!

—Así es como nos mantienen fuera del espacio —dijo uno de los hombres—. Es imposible que el sector privado pueda competir con una empresa que se permite el lujo de realizar vuelos de lanzaderas con un cuatrocientos por ciento de pérdidas y aún así seguir en el negocio.

—Ni tendrían por qué hacerlo —dijo el senador.

De nuevo asentimientos.

Sexton se volvió hacia el austero empresario que estaba sentado a su lado, un hombre cuyo historial había leído con gran interés. Como muchos de los empresarios que financiaban su campaña, el hombre era un antiguo ingeniero militar que había terminado desilusionándose con los bajos salarios y la burocracia gubernamental y que había abandonado la carrera militar para buscar fortuna en el ámbito aeroespacial.

—Kistler Aerospace —dijo Sexton, sacudiendo la cabeza desesperado—. Su empresa ha diseñado y manufacturado una nave que puede lanzar cargas por sólo cuatro mil dólares por kilo en comparación con el coste de los veinte mil de la NASA. —Hizo una pausa para dar un mayor efecto a sus palabras—. Y, sin embargo, no tienen ustedes ningún cliente.

—¿Cómo voy a tener clientes? —replicó el hombre—. La semana pasada la NASA rebajó nuestra oferta cobrando a Motorola mil seiscientos veinticuatro dólares por kilo para lanzar un satélite de telecomunicaciones. ¡El gobierno lanzó ese satélite con unas pérdidas del novecientos por ciento!

Sexton asintió. El contribuyente estaba subvencionando sin saberlo una agencia que era diez veces menos eficaz que su competencia.

—Ha quedado dolorosamente claro —dijo con voz cada vez más sombría— que la NASA está empleándose muy a fondo para aplastar a la competencia en el espacio. Excluyen a las empresas aeroespaciales privadas ofreciendo sus servicios a tarifas que están muy por debajo de los valores de mercado.

—Es la aplicación exacta de la política de Wal-Mart al espacio.

«No se me habría ocurrido comparación más precisa», pensó Sexton. «Tendré que recordarla». Wal-Mart era famoso por entrar en un nuevo territorio, vender productos muy por debajo del precio de mercado y dejar a la competencia local sin volumen de negocio.

—¡Estoy más que harto —dijo el tejano— de tener que pagar millones en impuestos y que el Tío Sam utilice ese dinero para robarme los clientes!

—Me hago cargo —dijo Sexton—. Y lo entiendo.

—Es la falta de patrocinios de empresas lo que está acabando con Rotary Rocket —dijo un hombre pulcramente vestido—. ¡Las leyes contra el patrocinio son un robo!

—No podría estar más de acuerdo.

Sexton se había quedado de piedra al enterarse de que otra forma empleada por la NASA para atrincherarse en su monopolio del espacio era aprobar regulaciones que prohibían la publicidad en los vehículos espaciales. En vez de permitir que las empresas privadas se aseguraran financiación a través del patrocinio y de logos publicitarios (tal como lo hacían los pilotos de coches de carreras), los vehículos espaciales sólo podían mostrar la palabra USA y el nombre de la empresa. En un país que gastaba ciento ochenta y cinco mil millones al año de publicidad, ni un solo dólar invertido en ella fue a parar a las cuentas de las empresas espaciales privadas.

—Es un atraco —soltó uno de los hombres—. Mi compañía espera mantenerse en el negocio el tiempo suficiente para lanzar el primer prototipo de lanzadera turística del país el próximo mes de mayo. Esperamos una enorme repercusión en la prensa. La Nike Corporation acaba de ofrecernos siente millones de dólares de patrocinio por pintar el logo de Nike y el ¡Just do it! en uno de los laterales de la nave. Pepsi nos ofreció el doble por «Pepsi: La elección de una nueva generación». Pero, según la ley federal, si ponemos publicidad en nuestra nave, ¡nos prohibirán lanzarla!

—Cierto —dijo el senador Sexton—. Y si salgo elegido, me ocuparé de abolir esa legislación antipatrocinio. Es una promesa. El espacio debería estar abierto a la publicidad como lo está cada centímetro cuadrado de la Tierra.

Sexton empezó a mirarles uno a uno directamente a los ojos al tiempo que hablaba con voz solemne:

—No obstante, todos sabemos que el mayor obstáculo para la privatización de la NASA no son las leyes, sino más bien su percepción por parte del público. La mayoría de los norteamericanos todavía conservan una visión romántica del programa espacial de Estados Unidos. Aún creen que la NASA es una agencia gubernamental necesaria.

—¡La culpa es de esas malditas películas de Hollywood! —dijo un hombre—. ¿Cuántas películas en las que la NASA salva al mundo de un asteroide asesino puede llegar a hacer Hollywood, por el amor de Dios? ¡No es más que propaganda!

Sexton sabía perfectamente que la plétora de películas sobre la NASA hechas en Hollywood era simplemente una cuestión de economía. Tras el desmesurado éxito de la película Top Gun, un bombazo en el que Tom Cruise hacía las veces de piloto de un reactor y que no era más que dos horas de publicidad para el ejército de los Estados Unidos, la NASA se dio cuenta del verdadero potencial de Hollywood como gran generador de opinión pública. La NASA empezó en secreto a ofrecer a las compañías cinematográficas libre acceso de filmación a sus increíbles instalaciones: plataformas de lanzamiento, controles de misión, instalaciones de entrenamiento. Los productores, acostumbrados a pagar altísimas autorizaciones por las localizaciones cuando filmaban en cualquier otra parte, saltaron ante la oportunidad de ahorrarse millones en costes de producción al rodar thrillers sobre la NASA en localizaciones «gratuitas». Naturalmente, Hollywood sólo conseguía tener acceso a las instalaciones de la NASA si ésta aprobaba el guión en cuestión.

—Es un lavado de cerebro público —gruñó un hispano—. Las películas no son ni la mitad de perjudiciales que las fraudulentas estrategias publicitarias. ¿Enviar a un jubilado al espacio? ¿Y ahora la NASA planea una tripulación de lanzadera cien por cien femenina? ¡No es más que publicidad!

Sexton suspiró. Su tono de voz era ahora trágico.

—Cierto, y no creo que deba recordarles lo que ocurrió en la década de los ochenta cuando el Departamento de Educación estaba en bancarrota y acusó a la NASA de estar gastando millones que podían dedicarse a la educación. La NASA urdió una campaña de opinión pública para demostrar que se preocupaba por la educación del país, enviaron a una profesora de enseñanza pública al espacio —anunció, ates de hacer una breve pausa—. Todos ustedes recordarán a Chris-L McAuliffe.

La sala quedó en silencio.

—Caballeros —dijo Sexton, deteniéndose con gesto teatral frente a la chimenea—. Creo llegado el momento de que los norteamericanos comprendan la verdad, por el bien del futuro de todos. Es hora de que los norteamericanos sepan que la NASA está entorpeciendo la exploración espacial. El espacio no es distinto de cualquier otra industria y mantener maniatado al sector privado roza la acción delictiva. ¡No hay más que ver la industria informática, en la que se observa tal explosión de progreso que a duras penas es posible mantenerlos al día! ¿Y por qué? Porque la industria informática es un sistema de libre mercado: recompensa la eficiencia y la capacidad de visión con beneficios. ¡Imaginen que la industria informática fuera gestionada por el gobierno! Todavía seguiríamos inmersos en la Edad Media. Nos hemos estancado en el espacio. Deberíamos poner la exploración del espacio en manos del sector privado al que pertenece. Los norteamericanos se quedarían perplejos al ver el crecimiento, los empleos y los sueños hechos realidad. Estoy convencido de que deberíamos dejar que el sistema de libre mercado nos lance a nuevas alturas en el espacio. Si salgo elegido, me encargaré personalmente de correr los cerrojos de las puertas que nos separan de la última frontera y abrirlas de par en par.

Sexton levantó la copa de cognac.

—Amigos míos, están aquí esta noche para decidir si soy merecedor de su confianza. Espero estar haciendo méritos para ganármela. Del mismo modo que hacen falta inversores para crear una empresa, hacen falta inversores para crear una presidencia. Del mismo modo que los accionistas de las empresas esperan beneficios, ustedes, en calidad de inversores políticos, esperan beneficios. El mensaje que quiero darles esta noche es muy sencillo: inviertan en mí y nunca les olvidaré. Nuestras misiones son una sola. La misma.

Sexton extendió la copa hacia ellos y propuso un brindis.

—Con su ayuda, amigos míos, pronto estaré en la Casa Blanca... y todos ustedes estarán haciendo realidad sus sueños.

A sólo ocho metros de allí, Gabrielle Ashe seguía agazapada entre las sombras, rígida. Del estudio llegó el armónico tintineo de las copas de cristal y el crepitar del fuego en la chimenea.