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A Gabrielle se le aceleró el pulso mientras cruzaba a oscuras el despacho del senador Sexton. La habitación era amplia y elegante: paredes de madera labrada, óleos, alfombras persas, sillas ribeteadas de piel y un inmenso escritorio de caoba. El despacho sólo estaba iluminado por el fantasmagórico resplandor de la pantalla del ordenador de Sexton,
Gabrielle se dirigió hacia el escritorio.
La inclinación por un tipo de «oficina digital» de que hacía gala el senador Sexton alcanzaba proporciones maníacas. Había sustituido la superabundancia de archivadores por la simplicidad compacta y manejable de su ordenador personal, en el que almacenaba enormes cantidades de información: apuntes digitalizados de reuniones, artículos escaneados, discursos, sesiones de Brainstorming. El ordenador de Sexton era su territorio sagrado, y mantenía su despacho cerrado bajo llave a todas horas para protegerlo. Incluso se había negado a conectarse a Internet por miedo a que los piratas informáticos se infiltraran en su bóveda digital sagrada.
Una año antes, Gabrielle jamás habría creído que un político fuera lo bastante estúpido para almacenar copias de documentos autoincriminatorios, pero Washington le había enseñado mucho. «La información es poder». Gabrielle había aprendido, incrédula, que una práctica común entre los políticos que aceptaban contribuciones más que dudosas para su campaña era conservar las pruebas de esas donaciones: cartas, registros bancarios, recibos o notas: escondidas en algún lugar seguro. Esa táctica de contrachantaje, eufemísticamente conocida en Washington como «Seguro Siamés», protegía a los candidatos de aquellos donantes que, por la razón que fuera, tuvieran la sensación de que, en cierto modo, su generosidad los autorizaba a ejercer una indebida presión política sobre ellos. Si un contribuyente se volvía demasiado exigente, el candidato podía simplemente mostrar pruebas de su donación ilegal y recordarle que ambas partes habían incumplido la ley. La prueba aseguraba que candidatos y donantes estaban estrechamente unidos para siempre, como dos siameses.
Gabrielle se deslizó tras el escritorio del senador y tomó asiento. Soltó un profundo suspiro al mirar el ordenador de Sexton. «Si el senador está aceptando sobornos de la FFE, cualquier prueba existente estará aquí dentro».
El salvapantallas del ordenador de Sexton era un constante pase de diapositivas de la Casa Blanca y de sus jardines, creado para él por uno de los miembros más entusiastas de su equipo que estaba muy metido en la visualización y en el pensamiento positivo. Alrededor de las imágenes circulaba un titular sobre una estrecha franja de papel que rezaba así: «Sedgewick Sexton, Presidente de Estados Unidos... Sedgewick Sexton, Presidente de Estados Unidos... Sedgewick Sexton...»
Gabrielle tocó el ratón y un cuadro de diálogo de seguridad apareció en pantalla.
INTRODUZCA CONTRASEÑA.
Había esperado algo así. No supondría ningún problema. La semana anterior, había entrado en el despacho de Sexton justo en el preciso instante en que el senador estaba sentado y acababa de encender el ordenador. Le vio teclear tres veces en rápida sucesión.
—¿Y a eso le llama usted contraseña? —le retó desde el umbral al entrar.
Sexton levantó la mirada.
—¿Qué?
—Y yo que creía que le preocupaba la seguridad —le reprendió de buen talante—. ¿Su contraseña tiene sólo tres letras? Creía que los de tecnología nos habían dicho que utilizáramos al menos seis.
—Los de tecnología son unos pardillos. Deberían intentar recordar seis letras al azar después de haber cumplido los cuarenta. Además, la puerta dispone de alarma. Nadie puede entrar.
Gabrielle fue hacia él, sonriente.
—¿Y si alguien se colara en su despacho mientras está en el baño? ¿E intentara todas las combinaciones de contraseñas posibles?
El senador soltó una carcajada escéptica. —Soy lento en el cuarto de baño, pero no tanto.
—Le apuesto una cena en Davide a que puedo descubrir su contraseña en diez segundos.
Sexton pareció intrigado y divertido.
—Usted no puede permitirse una cena en Davide, Gabrielle.
—¿Está diciendo que rechaza la apuesta?
Sexton parecía casi apenado por ella cuando aceptó la apuesta.
—¿Diez segundos? —preguntó, desconectándose e indicándole a Gabrielle que se sentara a intentarlo—. Ya sabe que en Davide sólo pido saltimbocca. Y que no es nada barato.
Gabrielle tomó asiento y se encogió de hombros.
—Es su dinero.
Se quedó con la mirada clavada en la pantalla, conmocionada. Al parecer había sobreestimado el nivel de confianza del senador.
INTRODUZCA CONTRASEÑA.
—Diez segundos —le recordó Sexton.
Gabrielle no pudo contener la risa. Sólo necesitaría dos. Incluso desde la puerta podía ver que Sexton había introducido su clave de tres letras en muy rápida sucesión utilizando sólo su dedo índice. «Obviamente las tres letras son la misma tecla. Qué poco inteligente». También había observado que la mano del senador estaba posicionada sobre el extremo izquierdo del teclado, reduciendo el posible alfabeto a unas nueve letras. Elegir la letra era una tarea fácil. A Sexton siempre le había encantado la triple aliteración de su título. Senador Sedgewick Sexton.
«Nunca subestimes el ego de un político».
Gabrielle tecleó «SSS» y el salvapantallas se evaporó.
Sexton no se lo creía.
De eso hacía una semana. Ahora, al volvérselas a ver cara a cara con el ordenador de Sexton, estaba segura de que el senador no se habría molestado en introducir una nueva contraseña. «¿Por qué iba a hacerlo? Confía totalmente en mí».
Tecleó «SSS».
CONTRASEÑA NO VÁLIDA - ACCESO DENEGADO.