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Normalmente, a esas horas el Ala Oeste estaba tranquila, pero la inesperada aparición del Presidente, en albornoz y zapatillas, había sacado a los ayudantes y al personal residente de sus «camas de guardia» y de las áreas de descanso.
—No logro dar con ella, Presidente —dijo un joven ayudante, que entró corriendo tras él al Despacho Oval. Había buscado por todas partes—. La señora Tench no contesta al busca ni al móvil.
El Presidente parecía exasperado.
—¿Habéis buscado en...?
—Ha salido del edificio, señor —anunció otro ayudante, entrando a toda prisa—. Fichó hace cosa de una hora. Creemos que quizá haya ido a la ONR. Una de las operadoras dice que Pickering y ella han estado hablando esta noche.
—¿William Pickering? —El Presidente pareció desconcertado. De Tench y de Pickering podían decirse muchas cosas, excepto que tuvieran algún trato—. ¿Le habéis llamado?
—Tampoco contesta, señor. La centralita de la ONR no da con él. Dicen que el móvil de Pickering ni siquiera suena. Es como si hubiera desaparecido de la faz de la Tierra.
Herney clavó la mirada en sus ayudantes durante un instante y a continuación fue hasta el bar y se sirvió un vaso de bourbon. Cuando se llevó el vaso a los labios, entró corriendo un agente del Servicio Secreto.
—¿Presidente? No pensaba despertarlo, pero debería saber que esta noche han hecho estallar una bomba en un coche junto al monumento a FDR.
—¿Qué? —Herney a punto estuvo de dejar caer el vaso—. ¿Cuándo?
—Hace una hora —anunció el agente con rostro compungido—. Y el FBI acaba de identificar a la víctima.