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Todas las transiciones presidenciales que tienen lugar en la Casa Blanca implican un tour privado por tres almacenes estrechamente vigilados que contienen valiosísimas colecciones de antiguos muebles del edificio: escritorios, cuberterías, camas y otras piezas utilizadas por anteriores presidentes que se remontan hasta el mismísimo George Washington. Durante el tour, se invita al presidente recién incorporado a seleccionar cualquier reliquia que desee y a utilizarla como mueble en la Casa Blanca durante su mandato. Sólo la cama del Dormitorio Lincoln es una pieza fija del mobiliario de la Casa Blanca. Por irónico que parezca, Lincoln nunca durmió en ella.
El escritorio al que estaba sentado Zach Herney en el Despacho Oval había pertenecido antaño a su ídolo, Harry Truman. Aunque pequeño para el concepto moderno de escritorio, era para Zach Herney un recordatorio diario de que la «responsabilidad» sin duda se detenía allí y de que él era el único responsable de cualquier deficiencia en su administración. Aceptaba esa responsabilidad como un honor y hacía lo imposible por inculcar a su equipo las motivaciones necesarias para desempeñar sus funciones.
—¿Señor Presidente? —le llamó su secretaria, asomando la cabeza por la puerta del despacho—. Tenemos la llamada que ha pedido.
Herney hizo un gesto con la mano.
—Gracias.
Cogió el teléfono. Habría preferido un poco de privacidad para esa llamada, pero estaba más que claro que no la iba a tener en ese momento. Dos maquilladores revoloteaban a su alrededor como mosquitos, pinchándole y hurgándole en la cara y en el pelo. Directamente delante de su escritorio, un equipo de televisión lo estaba preparando todo, y una interminable marea de asesores y de relaciones públicas correteaban por el despacho, discutiendo, excitados, la estrategia que debían seguir.
«T menos una hora...»
Herney pulsó el botón iluminado de su teléfono privado.
—¿Lawrence? ¿Está usted ahí?
—Aquí me tiene —la voz del Director de la NASA parecía consumida, distante.
—¿Todo bien ahí arriba?
—La tormenta sigue acercándose, pero mi gente me dice que la conexión del satélite no se verá afectada. Estamos preparados. Una hora e iniciamos la cuenta atrás.
—Excelente, Los ánimos por todo lo alto, espero.
—Totalmente. Mi equipo está entusiasmado. De hecho, acabamos de tomarnos unas cervezas.
Herney se rió.
—Me alegra oírlo. Escuche, quería llamarle y darle las gracias antes de que hagamos esto. Esta noche va a ser inolvidable.
El director hizo una pausa. La voz le sonaba extrañamente insegura al hablar.
—De eso doy fe, señor. Llevamos mucho tiempo esperando esto.
Herney vaciló.
—Parece usted agotado.
—Necesito un poco de sol y una cama de verdad.
—Sólo será una hora más. Sonría a las cámaras, disfrute del momento y luego le enviaremos un avión que le traerá de vuelta a D.C.
—Estoy impaciente —dijo el hombre, antes de volver a guardar silencio.
Como hábil negociador, Herney había aprendido a escuchar, a oír lo que se decía entre líneas. Había algo en la voz del director que, de algún modo, sonaba mal.
—¿Está seguro de que todo anda bien ahí arriba?
—Totalmente. Como una seda —afirmó el director, que parecía ahora ansioso por cambiar de tema—. ¿Ha visto la versión final del documental de Michael Tolland?
—Acabo de verla —dijo Herney—. Ha hecho una trabajo fantástico.
—Sí. Fue todo un acierto por su parte enviarlo.
—¿Todavía está enfadado conmigo por haber implicado a civiles?
—Demonios, sí —gruñó el director con buen talante y con la habitual fuerza en su voz.
Al oírlo Herney se sintió mejor. «Ekstrom está bien», pensó. «Sólo un poco cansado».
—Muy bien, le veré dentro de una hora vía satélite. Les daremos algo de que hablar.
—Eso es.
—Oiga, Lawrence —ahora la voz de Herney sonó grave y solemne—. Ha hecho usted algo increíble ahí arriba. No lo olvidaré mientras viva.
En el exterior del habisferio, empujado por el viento, Delta-Tres luchaba por enderezar y volver a empaquetar en el trineo el material volcado de Norah Mangor. En cuanto consiguió volver a colocar el equipo en el trineo, aseguró la cubierta de vinilo y envolvió el cadáver de Mangor, colocándolo encima y atándolo después. Mientras se preparaba para arrastrar el trineo lejos de allí, sus dos compañeros subieron deslizándose por el glaciar hacia él.
—Cambio de planes —gritó Delta-Uno por encima del viento—. Los otros tres han caído por el acantilado al mar.
Delta-Tres no se sorprendió. También sabía lo que eso significaba. El plan de la Delta Force de fingir un accidente dejando cuatro cadáveres sobre la plataforma de hielo había dejado de ser una opción viable. Abandonar un solo cuerpo provocaría más preguntas que respuestas.
—¿Un buen barrido? —preguntó.
Delta-Uno asintió.
—Recuperaré las bengalas y vosotros dos deshaceos del trineo.
Mientras Delta-Uno retomaba el camino recorrido por los científicos, recogiendo cualquier pista que delatara que alguien había estado allí, Delta-Tres y su compañero bajaron por el glaciar con el trineo de equipamiento cargado. Después de sortear, no sin dificultades, los bancos de hielo, por fin llegaron al precipicio donde acababa la Plataforma de Hielo Milne. Dieron un empujón y Norah Mangor y el trineo se deslizaron silenciosamente por el borde, cayendo en picado al Océano Ártico.
«Un buen barrido», pensó Delta-Tres.
Mientras regresaban a la base, observó satisfecho cómo el viento iba borrando el rastro de sus esquís.