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El tren del Washington MetroRail que salía en aquel momento de la estación Federal Triangle no podía alejarse de la Casa Blanca lo bastante rápido a los ojos de Gabrielle Ashe. Estaba sentada rígida en un rincón desierto del vagón mientras oscuras figuras pasaban al otro lado de la ventanilla como borrones. El gran sobre rojo de Marjorie Tench descansaba sobre sus rodillas, aplastándoselas como lo habría hecho un peso de diez toneladas.

«¡Tengo que hablar con Sexton!», pensaba mientras el tren aceleraba en dirección al edifico de oficinas del senador. «Inmediatamente».

Envuelta en la luz cambiante y débil del tren, Gabrielle se sentía como si estuviera bajo los efectos de alguna droga alucinógena. En el exterior ondeaban luces difusas como los focos de una discoteca girando a cámara lenta. El túnel se le antojaba un cañón profundo.

«Que alguien me diga que esto no está ocurriendo».

Miró el sobre que tenía sobre las rodillas. Abrió la lengüeta, introdujo la mano y sacó una de las fotos. Las luces interiores del tren parpadearon un instante y la cruda luz iluminó una imagen más que sorprendente: Sedgewick Sexton tumbado desnudo en su despacho con una expresión satisfecha en el rostro, que tenía vuelto perfectamente hacia la cámara mientras se apreciaba la forma oscura de Gabrielle tumbada desnuda a su lado.

Gabrielle tiritó, volvió a meter la foto en el sobre e intentó cerrarlo a tientas.

«Se acabó».

En cuanto el tren salió del túnel y ascendió hasta las vías al aire libre cerca de L'Enfant Plaza, cogió el móvil y llamó al número privado del senador. Saltó el buzón de voz. Extrañada, llamó al despacho de Sexton. Contestó la secretaria.

—Soy Gabrielle. ¿Está ahí?

La secretaria parecía molesta. -¿Dónde estaba? El senador la estaba buscando.

—He tenido una reunión que se ha alargado mucho. Necesito hablar con él ahora mismo.

—Tendrá que esperar a mañana por la mañana. Está en Westbrooke.

Los apartamentos de lujo Westbrooke Place eran el edificio donde Sexton tenía su residencia en Washington D.C.

—No contesta a su línea privada —dijo Gabrielle.

—Ha reservado esta noche como «C.P.» —le recordó la secretaria—. Se ha marchado temprano.

Gabrielle frunció el ceño. Estaba tan alterada que había olvidado que Sexton se había programado esa noche para pasarla a solas en casa. El senador se mostraba muy puntilloso con que no le molestaran durante sus noches «C.P.». «Sólo aporreen mi puerta si el edificio está en llamas», decía. «Si no es así, sea lo que sea puede esperar hasta el día siguiente». Gabrielle decidió que sin duda el edificio de Sexton estaba en llamas.

—Necesito que lo localice.

—Imposible.

—Esto es serio, de verdad.

—No, me refiero a que es literalmente imposible. Se ha dejado el busca encima de mi mesa al salir y me ha dicho que no se le molestara durante la noche. Se mostró inflexible —añadió, haciendo una pausa—. Más de lo habitual.

«Mierda».

—Bien, gracias —dijo Gabrielle antes de colgar. —L'Enfant Plaza —anunció una voz en el vagón—. Conexión con todas las estaciones.

Gabrielle cerró los ojos e intentó aclararse las ideas, pero un cúmulo de imágenes devastadoras la invadió: las lúbricas fotos del senador y ella... el montón de documentos que acusaban al senador de estar aceptando sobornos... Todavía podía oír las ásperas exigencias de Tench: «Haga lo correcto. Firme la declaración jurada. Admita el affair».

Cuando el tren entró chirriando a la estación, Gabrielle se obligó a imaginar lo que el senador haría si las fotos llegaban a la prensa. Lo primero que le vino a la cabeza la conmocionó y la llenó de vergüenza.

«Sexton mentiría».

¿De verdad era eso lo que el instinto le decía sobre su candidato?

«Sí. Mentiría... brillantemente».

Si las fotos llegaban a los medios de comunicación sin que Gabrielle admitiera el affair, el senador simplemente afirmaría que no eran más que un cruel montaje. Estaban en plena época de la edición digital de fotografías; cualquiera que navegara por Internet había visto las fotografías trucadas perfectamente retocadas de cabezas de celebridades colocadas sobre los cuerpos de otras personas, a menudo de estrellas del porno implicadas en actos obscenos. Gabrielle ya había sido testigo de la capacidad del senador para mirar a una cámara de televisión y mentir de forma convincente sobre su affair. No le cabía la menor duda de que el senador podía convencer al mundo entero de que las fotos eran un burdo intento de atentar contra su carrera. Sexton daría coces a diestro y siniestro, indignantemente ultrajado, quizá llegara incluso a insinuar que el Presidente era quien había ordenado el montaje.

«No me extraña que la Casa Blanca haya decidido no hacerlo público». Gabrielle se dio cuenta de que las fotos podían volvérseles en contra como había ocurrido en el intento inicial. Por muy evidentes que parecieran, eran muy poco convincentes.

Gabrielle sintió una repentina oleada de esperanza.

«¡La Casa Blanca no podrá probar que son auténticas!»

El juego de poder que Tench había empleado con ella había sido despiadado en su simplicidad: «Admita su affair o verá a Sexton ir a la cárcel». De pronto, todo tenía sentido. La Casa Blanca necesitaba que Gabrielle admitiera el affair o las fotos no tendrían ningún valor. Un repentino destello de seguridad le alegró el ánimo.

Cuando el tren se detuvo y las puertas se abrieron, otra puerta lejana pareció abrirse en su mente, revelando una abrupta y alentadora posibilidad.

«Quizá todo lo que me ha dicho Tench sobre los sobornos sea mentira».

Al fin y al cabo, ¿qué había visto ella en realidad? De hecho, nada convincente: documentos bancarios fotocopiados, una borrosa foto de Sexton en un garaje. Todo potencialmente falsificable. Tench podría, en una muestra de astucia, haberle mostrado registros financieros falsos en la misma sesión en que le había enseñado las genuinas fotografías en las que hacían el amor, con la esperanza de que ella aceptara como auténtico todo el paquete. Era un método conocido como «autentificación por asociación», y los políticos lo utilizaban constantemente para vender conceptos dudosos.

«Sexton es inocente», se dijo Gabrielle. La Casa Blanca estaba desesperada y había decidido jugársela, amedrentándola para que hiciera público el affair. Necesitaban que abandonara a Sexton en público, escandalosamente. «Sálvese mientras pueda», le había dicho Tench. «Tiene hasta las ocho de la noche». El ejemplo más claro de táctica de presión en ventas. «Todo encaja», pensó Gabrielle. «Excepto una cosa...»

La única pieza confusa del rompecabezas era que Tench le había estado enviando a ella e-mails anti-NASA. Eso sin duda demostraba que la NASA realmente deseaba que Sexton cristalizara su postura anti-NASA para poder utilizarla contra él. ¿O no era así? Gabrielle se dio cuenta de que hasta los e-mails tenían una explicación perfectamente lógica.

«¿Y si realmente no era Tench quien le había enviado los e-mails?» Cabía la posibilidad de que la asesora del Presidente hubiera pillado a algún traidor en su equipo enviando datos a Gabrielle, que lo hubiera despedido y que luego hubiera intervenido personalmente, enviando el último mensaje, concertando un encuentro con ella. «Tench podía haber fingido haber filtrado todos los datos de la NASA a propósito... para engañarla».

Los frenos hidráulicos del metro sisearon en L'Enfant Plaza al tiempo que las puertas se preparaban para cerrarse.

Gabrielle miró al andén con la mente bulléndole. Ignoraba si sus sospechas tenían algún sentido o si no eran más que ilusiones. Sin embargo, e independientemente de lo que estuviera ocurriendo, sabía que debía hablar con el senador enseguida, fuera o no una de sus noches «C.P.».

Gabrielle cogió el sobre con las fotografías y salió corriendo del tren justo en el momento en que las puertas se cerraban con un siseo. Tenía un nuevo destino.

Los apartamentos Westbrooke Place.