– XXVI –

Media hora más tarde, el lugar es un concierto de policías que se mueven al compás de las luces azules de los patrulleros. Sofía tiembla en sus brazos y Bermúdez se acerca acompañado de una persona de gran altura y nariz aguileña.

—Rouviot, le presento al comisario Ganducci.

Todavía confundido, se pone de pie y lo saluda. El hombre lo mira con respeto.

—Un gusto, licenciado. Mire, la verdad es que debería pedirles, tanto a usted como a su amiga, que vinieran conmigo, pero por pedido de Bermúdez voy a dejar que se vayan a descansar. Sé que pasaron por una situación muy difícil. Eso sí, les ruego que mañana se den una vuelta por la comisaría para dejar su declaración.

—Quédese tranquilo, comisario, así será. Y muchas gracias por su consideración.

Ganducci se retira y comienza a dar órdenes a su personal. Pablo mira a su compañero de odisea y le pide un favor.

—Bermúdez, ¿podría encargarse de que alguien llevara a Sofía hasta su casa?

—Relájese, eso ya está arreglado. —Y le señala un móvil que la está esperando.

—Está en todas, usted. —Desvía la vista hacia la joven y la acaricia—. Me parece que deberías ir a lo de tus padres, no quiero que estés sola. —Ella intenta una protesta, pero él la interrumpe—. Te dije que iba a cuidarte, y es lo que estoy haciendo. Confiá en mí.

—¿Y por qué no venís conmigo?

—No puedo, tengo algo importante que hacer.

Un poco a desgano, ella acepta. Rouviot le coloca su abrigo en los hombros, la acompaña hasta que sube al auto, y la besa con ternura.

—Pablo, ¿me vas a llamar?

—Claro —le responde, aunque duda.

Le gusta esa mujer, pero no puede evitar pensar que él lastima todo lo que toca, y Sofía ya ha sufrido demasiado. El coche arranca y lo ve perderse por las calles circulares del cementerio. Tiene frío. Quizás sea el clima, o tal vez ese presentimiento que le habita el alma. Recuerda el llanto de Candela y la voz angustiada de Helena en el mensaje y, sin darse cuenta, comienza a caminar.

—¿A dónde va? —le cuestiona Bermúdez.

—A tomar un taxi, tengo que ir al hospital.

—¿Me está cargando? No voy a dejar que se vaya solo en ese estado. Vamos, lo llevo.

Acepta el ofrecimiento y se dirige hacia la puerta en busca del viejo Peugeot negro. Minutos después, el vehículo avanza por Corrientes en dirección al centro.

—Rouviot, ¿por qué no llama a su amiga para ver qué pasó?

—Porque tengo miedo —responde con voz temblorosa—. ¿Sabe? El Gitano es una de las pocas personas que me quedan en la vida y no podría soportar la noticia. Prefiero enterarme cuando llegue. A lo mejor, la obligación de contener a Candela me dé las fuerzas para afrontar este trance con dignidad.

El policía lo mira.

—Entiendo. Pero mientras vamos para allá, ¿podría hacerle algunas preguntas? Así de paso se distrae un poco.

—Sí, claro.

—Cuando estaba en la bóveda con Santana, ¿cómo supo cuál de los dos frascos tomar?

Él intenta una sonrisa.

—Daba lo mismo, en ninguno había veneno.

—¿En serio?

—Sí. Era solo un juego para poner a Sofía nerviosa. Un modo sádico de estirar un poco más la situación.

—¿Y cómo lo adivinó?

—Porque, si Dante hubiera querido envenenarla, lo podría haber hecho en cualquier lugar, no hacía falta traerla al cementerio, y deduje que no se iba a tomar tanto trabajo por nada. Tenía un motivo.

—Supongo que sí, pero ¿cuál?

Lo mira.

—Que para representar su acto final había decidido cambiar la historia.

—No entiendo.

—¿Se acuerda de Sibyl Vane, la actriz de la que se había enamorado Dorian Gray? —Bermúdez asiente—. Bueno, no fue ella quien murió en una cripta sobre el cuerpo de su amado, sino el personaje que representó la noche en que Dorian y sus amigos fueron a verla al teatro.

—¿Y ese dato, qué importancia tiene?

—Mucha. Porque es el mismo dato que me indicó que podía sacar a Sofía del lugar, Dante no iba a dispararle.

—Pero ¿cómo estaba tan seguro?

—Porque Julieta Capuleto no se pegó un tiro ni se envenenó.

—¿Y cómo murió?

—Se suicidó con un puñal sobre la tumba de Romeo. Por eso bajé del auto en Barrio Parque, para preguntarle a Laura dónde estaba el cuerpo de su hijo. Comprendí que lo que Dante quería era que todos pensaran que, como Julieta, Sofía se había suicidado con un cuchillo sobre la tumba de Hernán. Estoy seguro de que van a encontrar ese cuchillo cerca de su féretro.

—¿Por qué justo ahí?

—Porque Dante estuvo apoyado contra ese féretro todo el tiempo, seguramente para que no viéramos el arma.

Rouviot tiene razón. Lo que no puede imaginar es que se trata de la misma daga con la que, hace tantos años, Dante mató a Ernesto Olmedo y amenazó a Francisco Mansilla para poder salir de aquel infierno.

—Y, además, otro detalle terminó de convencerme de que no iba a matar de un balazo a Sofía —continúa el psicólogo.

—¿Cuál?

—El libro.

—¿Qué libro?

—El que pensaba dejar al lado de su propio cadáver: Las desventuras del joven Werther.

—¿Qué hay con eso?

—Es la historia de un muchacho que, al no poder soportar la vida sin su amada, se pega un tiro a la medianoche. —Lo observa de reojo—. ¿Qué hora es?

El policía consulta su reloj.

—La una y cuarto.

—Bueno, creo que, si no hubiéramos aparecido a perturbar su plan, habría acuchillado a Sofía y se hubiera pegado un tiro justo a las doce. Tal vez por eso inventó el jueguito de los frascos de veneno, para hacer tiempo hasta que llegara el momento preciso de bajar el telón.

—Así y todo, cuando usted se interpuso entre Santana y yo, creí que se había vuelto loco —comenta Bermúdez.

Pablo menea la cabeza.

—Sabía que tampoco me iba a disparar a mí, ni a usted. Solo le quedaba una bala y debía guardarla para él. La tragedia que había escrito en su cabeza era demasiado perfecta como para renunciar a ella justo en el momento de su desenlace. —Sonríe.

—¿Qué pasa?

—¿Sabe cómo se llamaba el autor de esa novela?

—¿De qué novela?

Las desventuras del joven Werther.

—No.

—Goethe, Johann von Goethe.

—Es decir…

—Juan.

Bermúdez suspira, a la vez que prende un cigarrillo.

—¡La puta madre! Qué jodida está la cabeza de la gente.

—Es cierto, Dante tenía una mente muy enferma, pero con una lógica perfecta.

El policía lo mira de reojo con admiración.

—¿Y cómo hizo para descifrar una trama tan loca?

—Ya se lo dije…

—Ah, sí, ya sé. Escuchando palabras que flotan en el aire.

A pesar de su angustia, el hombre le saca una sonrisa.

—Igual, Bermúdez, le confieso que hasta el final tuve algunas dudas, por eso fui a ver a los Hidalgo, necesitaba hacerle algunas preguntas.

—¿Qué preguntas?

—Primero, cuál era la fecha de cumpleaños de Hernán, y me respondieron que el veinte de mayo. Entonces, indagué si el diez de abril significaba algo para ellos.

—¿Por qué?

—Porque es la fecha en que Santana le contó a José que hubiera cumplido años su amigo que murió de sobredosis, al que llamó Dante. Es decir, Hernán.

—Pero ¿Hernán no era Juan?

—Era ambos. En su delirio, dividió su recuerdo en dos personas diferentes. Al que había muerto de sobredosis le dio su propio nombre, Dante, quizás porque también una parte de él había muerto con Hernán. En cambio, al otro, a su gran amor, lo llamó Juan.

—Por favor, qué retorcido es todo esto —comenta Bermúdez y lo interroga—. ¿Y qué respondieron a su pregunta?

—Raúl contestó que para él no implicaba nada. Laura, en cambio, se puso a llorar y dijo que el veinte de mayo le habían entregado a su hijo, pero que la fecha real de su nacimiento, la que figuraba en el acta que había dejado la persona que lo abandonó en el hogar, era el diez de abril.

—Comprendo. ¿Y qué más les preguntó?

—Si el nombre original del bebé que adoptaron era Juan. Cuando me dijeron que sí, se acrecentó mi sospecha de que Hernán y Dante eran hermanos, pero todavía era solo eso, una sospecha. Necesitaba que ellos me lo confirmaran.

—¿Y lo hicieron?

—Sí. Recordé que, en una charla, Laura me dijo que a Hernán sí le dieron todo lo que un hijo podía soñar, y le cuestioné que, si era cierto que a Hernan sí, ¿a quién no le habían dado la misma oportunidad?

—¿Y cómo reaccionó?

—Estaba demasiado angustiada para hablar, pero tenía que sacarme la duda. Entonces, les cuestioné por qué seguían mintiéndome después de que yo había descubierto que Hernán era adoptado. ¿Qué podía haber peor que robarle a un chico la identidad y su derecho a la verdad? Y en ese momento, Laura me develó el secreto que la había torturado durante toda su vida, la decisión que nunca pudo perdonarse.

—¿Y qué era?

—Hernán tenía un hermano que también había sido internado en ese hogar junto con él, pero decidieron adoptar solo a uno de ellos. Y, en ese acto, los habían separado para siempre. Bueno, en ese momento corroboré que mi sospecha era cierta.

Bermúdez tira el cigarrillo y durante unas cuadras avanzan en silencio. Poco después, hace un comentario.

—Santana estaba peor de lo que yo creía. Mire que hay que estar muy loco para acostarse con el hermano.

Pablo frunce el ceño.

—¿Sabe qué pasa? En su cabeza, era la única manera de que pudieran volver a estar juntos y ser una familia. —Piensa un segundo y exclama—. ¡Qué cosa el Inconsciente!

—¿Por qué lo dice?

—Porque nos impulsa a hacer cosas sin que sepamos el motivo.

—¿Podría ser más claro?

Príncipe y mendigo —suelta Pablo—. Ese fue toda la vida el libro preferido de Santana.

—¿Y qué hay con eso?

—Es obvio que, a pesar de que tenía solo tres años cuando fue separado de Hernán, Dante se fascinó con esa historia de impostura que conseguía que dos personas se volvieran una. ¿Y sabe por qué?

—No.

—Porque, de alguna manera, siempre supo que una parte de él estaba en otro lugar.

—Ahora, no entiendo qué le permitió unir todos estos cabos sueltos —le interroga Bermúdez.

—Un sueño.

El policía lo observa.

—Me está cargando.

—No. Fue un sueño en el que había llantos de bebé, crías que se dejaban de lado, una enorme placenta y el big bang. —El hombre de ojos claros asiente sin entender nada de lo que acaba de escuchar—. Ahí supe que el secreto de este drama estaba en el génesis. Todo tenía que ver con el origen de Dante Santana. Con ese momento trágico en que su madre murió, su padre lo abandonó, fue separado de su hermano y entregado en manos de un perverso.

—Entonces, nosotros estábamos equivocados en algo.

—¿En qué? —pregunta Rouviot.

—Después de lo que usted averiguó en la estancia, creímos que la esposa de Cipriano había muerto al dar a luz a Dante, pero no era así. En realidad, ella murió en el parto de Hernán.

—Exactamente. —Sacude la cabeza.

Bermúdez le sonríe.

—Al final hicimos una buena yunta. Somos como Bonnie and Clyde.

Pablo menea la cabeza.

—Bermúdez, Bonnie Parker era una mujer.

—¿En serio? —pregunta asombrado—. Bueno, es lo mismo. —De pronto lo mira y ve que los ojos del psicólogo están llenos de lágrimas—. ¿Qué le pasa?

—Fracasé.

—¿Qué dice?

—Dante. No pude salvarle la vida. Yo tampoco fui capaz de darle una oportunidad.

—Ah, bueno, usted está tan loco como él —comenta el policía atónito—. Rouviot, si no fuera por todo lo que hizo, este caso no se habría resuelto y de seguro la piba estaría muerta. Así que déjese de joder. Tampoco podía salvar a todo el mundo. —Hace una pausa—. Mire, yo no estudié ni sé todo lo que usted sabe, pero he pasado muchas cosas. Permítame que le dé un consejo: acepte que no es Dios, y trate de vivir en paz.

Cuando el auto se detiene en la puerta del Hospital de Clínicas. Pablo mira a ese hombre que tanto ha confiado en él y tiene el impulso de abrazarlo, pero se contiene. En cambio, le estira la mano.

—Gracias, Bermúdez. Nunca voy a olvidar lo que hizo por mí y, si alguna vez me necesita, sepa que cuenta conmigo. Para lo que sea.

De pronto, ese hombre rudo se acerca y le toma la cara con gesto paternal.

—Míreme, Pablo, y escuche lo que voy a decirle. Usted es un gran tipo, y conocerlo fue una de las pocas cosas buenas de mi puta vida. —Le da una cachetada suave—. Y ahora vaya, que arriba lo están esperando.

Rouviot cierra los ojos un instante y baja del auto. Entra al lugar y encara hacia las escaleras. Sube como si fuera un autómata. Al llegar al décimo piso, gira por el pasillo y allá, en el fondo, las ve. Están abrazadas, llorando. Al reconocerlo se ponen de pie y corren a su encuentro. La primera en llegar es Candela que se arroja a sus brazos. Segundos después, llega Helena.

—Rubio, ¿dónde mierda estabas?

No tiene tiempo para dar explicaciones porque, justo en ese momento, se abre la puerta y aparece la figura enorme del doctor Uzarrizaga.

—Vení, Pablo —lo llama.

Él se desprende como puede de las mujeres y camina hacia donde está su antiguo profesor.

—¿Querés verlo? —le pregunta el médico. Rouviot lo sigue en silencio—. Hicimos lo mejor que pudimos. —Alcanza a escuchar al tiempo que llega al box donde yace su amigo.

Pablo tiembla y se arroja sobre su cuerpo. A los pocos segundos siente cómo una mano le acaricia la cabeza y oye la voz querida de José.

—¿Qué te pasa, maricón?

Rouviot levanta la vista y se encuentra con los ojos vidriosos del Gitano. Confundido, mira a Uzarrizaga sin comprender qué está ocurriendo.

—Como te decía —continúa el médico—, hicimos lo mejor que pudimos, y lo logramos.

Recién entonces, Pablo suelta toda su angustia contenida y llora, pero esta vez su llanto no es de dolor, sino de felicidad.

 

Hay momentos en la vida en los que pareciera ser que Dios existe. Instantes fugaces en los que todo se ordena de un modo casi perfecto y el mundo aparenta cobrar algún sentido. Y para Pablo Rouviot, después de tanta angustia, este es uno de esos momentos.


FIN

La voz ausente
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