– VIII –

El timbre interrumpe su lectura, y su pulso se acelera al observar por la ventana la figura que aguarda en la vereda. Tiene la tentación de no responder, después de todo, esa persona ni siquiera tuvo la delicadeza de llamarla para avisarle de su visita, pero de inmediato cambia de parecer y baja la escalera con paso acelerado. Inspira profundo y abre la puerta. El hombre que tiene adelante tampoco puede ocultar su tensión, aunque su voz suena segura.

—No me diga que le sorprende verme, porque no se lo voy a creer.

—No voy a hacerlo, entonces. Pase.

—Gracias.

—Imagino que, si vino hasta acá, es porque tiene alguna novedad.

En realidad, había ido solo para mostrarle las fotos de Santana y averiguar si lo conocía, pero la nota demasiado a la defensiva y elige esperar el momento indicado para hacerlo.

—Recuerdo que prepara usted un muy buen café, y esa es una de mis debilidades. ¿Sería un atrevimiento pedirle que me invitara uno?

—No, para nada, ya se lo traigo.

 

La mujer se aleja un instante y Pablo vuelve a echar una rápida mirada por los cuadros y retratos que adornan el ambiente. Tiene la certeza de que allí hay algo importante, sin embargo, su mente se niega a entender lo que su inconsciente está captando.

—Negro y amargo, ¿verdad?

Él asiente con una sonrisa, y registra que no se ha servido nada para ella, lo cual denota su intención de que, esta vez, la conversación no sea extensa.

—Veo que tiene muy buena memoria.

—Demasiada, y a veces lamento que sea así. Le juro que hay cosas que preferiría olvidar.

—¿Se refiere a Hernán?

—Más bien a su muerte. —Lo mira con ojos conmovidos—. Licenciado, ¿ha sufrido alguna pérdida importante en su vida?

Él duda sobre si debe ampliar esa respuesta, pero siente que, si va a empujarla a un abismo tan doloroso, ella tiene derecho a obtener algo a cambio.

—Por supuesto, es muy difícil llegar a mi edad sin que eso haya ocurrido. —La mirada de la mujer lo interroga—. Mi padre.

—¿Hace mucho?

—Veinte años —responde sin poder creer que hiciera tanto tiempo que no lo abraza.

—¿Y cómo era él?

Pablo se sienta en uno de los sillones y bebe un sorbo de café.

—Era un hombre humilde y muy sacrificado. De esas personas que tienen una nostalgia en la mirada que no los abandona nunca. Mi madre lo amó hasta el último de sus días, y lo ama aún. Y yo también, pero tengo la sensación de no haber hecho por él todo lo que se merecía.

—Piensa que no fue un buen hijo.

—Pienso que sí, pero siento que no. Usted sabe cómo funcionan estas cosas.

—Por supuesto —acota Laura mientras toma asiento—. El corazón tiene razones que la razón no entiende.

Él reconoce la cita de Blaise Pascal.

—Es una frase mucho más bella que la formulación de su teorema, ¿no le parece?

—Es cierto, e inevitable. —Le sonríe—. La poesía es mucho más bella que la geometría.

—No estoy tan seguro de eso. De todos modos, para haber sido formulado por un chico de dieciséis años, no está nada mal.

Ella se ríe.

—Es usted un hombre peligroso.

—¿Por qué?

—Porque, como le dije en nuestra charla anterior, su manera de jugar con las palabras y la cadencia de su voz producen un efecto hipnótico. Por suerte, no soy una mujer fácil de hipnotizar.

Pablo le agradece el comentario con un gesto y termina el café. Ahora sí, siente que ha llegado el momento, por eso mete la mano en el bolsillo de su saco, toma el teléfono, busca la imagen y se lo ofrece.

—¿Conoce a este hombre?

Laura la observa por unos segundos. Parece dudar.

—No estoy segura.

—Hay algunas fotografías más. Me gustaría que las viera.

Ella asiente y las va pasando de a una. Al cabo de un rato, le devuelve el celular.

—Tengo la sensación de haberlo visto en algún lado, pero no puedo asegurárselo. ¿Quién es?

—Dante Santana, el hombre que se estuvo haciendo pasar por Hernán todo este tiempo.

La respuesta la conmueve, pero se repone pronto.

—¿Y cómo llegó hasta él?

—Es largo de contar. La cuestión es que, a pesar de tener su nombre y su imagen, tanto a la policía como a mí nos resulta imposible localizarlo. Es como si se tratara de un fantasma.

Comprende al instante lo inapropiada de su metáfora, y está a punto de disculparse cuando el sonido de la llave lo sobresalta y la imagen de Raúl se impone en la puerta. Detrás de él, Rocío sonríe al verlo. El hombre lo observa con gesto adusto.

—Mentiría si le dijera que me da gusto verlo nuevamente, Rouviot.

—Lo sé.

Por suerte, la joven se le acerca y lo saluda con un beso, aliviando en algo la tirantez del momento.

—Hola, Pablo. ¿Cómo estás? —Lo tutea por primera vez.

—Bien, gracias.

—Si no recuerdo mal —interrumpe Raúl—, cuando nos despedimos, le pedí del modo más educado que pude que no nos molestara más. Quizás debí ser más claro.

—No hace falta, le aseguro que fue clarísimo, pero surgió algo que me obligó a volver a su casa.

—¿Puedo saber qué?

Por toda respuesta, Pablo le muestra la imagen de Santana.

—¿Lo conoce?

A diferencia de su esposa, su reacción es inmediata.

—No, no tengo la menor idea de quién es.

—Es la persona que usurpó la identidad de su hijo.

—¿Puedo verlo? —pregunta Rocío, tomando el celular—. Yo tampoco lo conozco, aunque es cierto que no conocíamos a todos los amigos de Hernán. Él era extraño con esas cosas.

—Basta —la corta su padre—. Creo que hasta acá fue suficiente. —Lo encara—. Mire, licenciado, por lo que veo usted ejerce un cierto encanto en las personas que hace que se abran y le cuenten su intimidad, pero ¿sabe qué? Su don no funciona conmigo, así que me haría un gran favor si se fuera ahora mismo de mi casa y no volviera nunca más, porque la próxima vez no voy a ser tan amable.

Raúl le quita el pocillo y lo deja sobre la mesa baja. Va hacia la puerta y se queda allí, parado. Pablo se despide de las mujeres, toma el bolso que había dejado sobre el sillón y se dirige a la salida con la certeza de que algo ha ocurrido. Sale a la vereda y su mirada se encuentra con la de Raúl. Le estira la mano para saludarlo, pero él se niega a tomarla, y entra a su casa. Rouviot comienza a caminar lentamente por Miguel Cané rumbo a la avenida Figueroa Alcorta con una sensación muy clara. Más allá del tono imperativo y prepotente de su voz, en los ojos de Raúl Hidalgo había una emoción que conoce muy bien: miedo.

La voz ausente
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