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Recostado en su cama, en medio de la penumbra, siente cómo Sofía baja hasta su vientre y lo aferra de las caderas. Su cabeza sube y baja en movimientos breves y precisos que lo excitan, al tiempo que demora, adrede, la llegada del placer esperado.
Dueña de la situación, lo observa, disfruta de su desnudez y juega con su cuerpo. Lo acaricia con los pechos, invitándolo a entregarse a un roce desconocido, lo rasguña y lo muerde con suavidad. Al rato, le recorre lentamente el pene con la lengua hasta envolverlo con la humedad de su boca. Las manos de Pablo aprietan el colchón y un gemido escapa de su garganta.
—Te gusta. —No es una pregunta, es una afirmación. Sabe qué le está provocando y disfruta con eso—. Decímelo.
Él se resiste, pero ella lo presiona con la boca mientras su lengua se mueve al ritmo de la música de Brahms. Como respuesta a su silencio, ella le hiere apenas el glande con los dientes, hasta que la frase resuena en el aire.
—Me gusta.
Pablo mira hacia abajo y ve los ojos negros, más negros y encendidos que nunca.
—Me encanta que te guste —le confiesa—. Pero no me importa, porque esto no es para vos, es para mí. —Y al decirlo, sus dedos se hunden en el cuerpo de Pablo. El sonido gutural le advierte que está llevándolo al borde del orgasmo y se detiene—. Esperá —susurra y se incorpora lentamente—, todavía no.
Con delicada precisión toma su miembro con los dedos, se acaricia el clítoris con él y lo acomoda en el borde de la vagina.
—Mirame —le ordena.
Vencida por completa su voluntad, él obedece y Sofía comienza a descender muy lentamente sin dejar de observarlo. Pablo siente cómo cada milímetro que recorre le genera un estímulo distinto, hasta que, al sentir el pene que ha entrado por completo, la joven renuncia al control para entregarse al desenfreno de la pasión.
Al principio, sus movimientos son lentos y rítmicos. Desde esa posición de dominio, desata su coleta y deja que el cabello caiga hasta cubrirle los pechos. Pablo estira las manos y los oprime. La mira, extasiado, como si en el mundo no importara nada más que esa mujer que gime sobre él. De pronto, la respiración de Sofía se acelera y se cubre la cara con las manos, como si se avergonzara de la hembra que está a punto de estallar.
—Voy a acabar —le anuncia buscando provocarlo aún más.
Él la escucha gemir, siente cómo su potencia aumenta y eleva su pelvis intentando llegar lo más profundo que puede. Entonces, ella implora, casi con dolor.
—Quedate ahí.
Él obedece. Son apenas unos segundos de tensión, de quejidos breves, hasta que un grito atávico se impone sobre la melodía del concierto número tres de Brahms y el cuerpo femenino se estremece en espasmos involuntarios. Un suspiro final da cuenta de que Sofía ha llegado al clímax y, en ese momento, él siente cómo un líquido suave y caliente le rodea el pene. Asombrado, lo avasalla la necesidad de moverse en busca de su orgasmo, pero ella lo detiene, al tiempo que se levanta y se acuesta a su lado.
—¿Qué querés?
No puede responder. Teme decir algo que arruine el momento, pero ella insiste.
—Decilo, Pablo. ¿Qué querés?
Sintiendo cómo la excitación le recorre el cuerpo, él se anima a preguntar.
—¿Qué puedo pedirte?
Por toda respuesta, Sofía le muerde los labios y lo inunda con su aliento a sexo.
—Lo que quieras. Por hoy, solo por hoy, soy toda tuya.
Una profunda respiración es toda su réplica. Entonces, decidido a adueñarse de ella, la toma de la nuca y le besa el cuello. Luego baja hasta que su lengua se impregna del olor y el gusto de Sofía, y comprende que no solo su voz sabe a oboe. Toda ella es una armonía única, una partitura que no había tocado jamás. Luego, la gira hasta ponerla boca abajo. Ella, entregada, vuelve natural cada uno de esos movimientos. Pablo recorre con los labios cada rincón de su cuerpo, hasta que se sienta sobre ella y duda, pero la voz de Sofía derriba todas sus barreras.
—No pares, no dejes que aparezcan mis miedos.
Y sin pensarlo la penetra por atrás, con movimientos suaves y lentos hasta que, minutos después, la respiración de Sofía da cuenta de que lo está disfrutando. Es un momento único y eterno al que cede sin oponer ninguna resistencia. Y, como si todo le estuviera permitido, desata la furia de su deseo. La aprieta, le muerde la espalda hasta dañar su piel rosada, intenta controlarse, pero ya es tarde. Al cabo de un tiempo sin tiempo, la voz lo incita una vez más.
—Ahora sí, dámela, quiero escucharte acabar.
Y derribado ya todo límite, se acelera, hasta que siente como si la vida misma escapara de su cuerpo, y el grito que escucha esta vez nace de él y borra todo resto de conciencia.