– VII –
Entra al edificio con una sensación de pesadumbre como no recuerda haber tenido jamás. Está cansado y tiene miedo. Necesita tomar algo y relajarse; es el momento de planificar cómo seguir. Va hasta la cava, saca una botella de Syrah y la destapa, toma el decantador del vajillero y vierte el contenido. Le gusta dejar que el vino se oxigene y libere algunos vapores para poder disfrutar mejor de su sabor. A José le causa gracia ese ritual. Considera que se trata solo de una mariconada burguesa. Para Pablo, en cambio, tiene un sentido diferente. Recuerda que una noche, en ese mismo lugar, trató de explicárselo.
—Gitano, el vino no es una bebida más, tiene algo de mágico y sublime.
—No me digas.
—Sí, te digo. ¿Conocés su origen?
—Obvio. Mendoza, los viñedos…
—No, no te hablo de eso.
—¿Y a qué te referís, entonces?
Pablo levanta la copa, la mece delante de sus ojos y lo mira a través del cristal enrojecido antes de empezar su relato.
—Cuentan los mitos clásicos que Zeus, el príncipe del Olimpo, tuvo muchos romances clandestinos. En uno de ellos se relacionó con la bella Semele. Pero Hera, la hermana y esposa oficial de Zeus, era extremadamente celosa y no dejaba pasar las infidelidades fácilmente.
—Conozco muchas de esas —bromeó José. Pero su amigo continuó como si no lo hubiera escuchado.
—La cuestión es que, enterada de la aventura de su esposo, se puso furiosa y encontró la manera de destruir a Semele y al hijo que llevaba en su vientre fruto de su relación con el dios. Pero Zeus rescató al niño aún no nacido y lo injertó en su pierna para que pudiera completar los tres meses que le restaban de gestación.
—Ah, bueno. Reconozco que una pierna embarazada es un espectáculo digno de ser visto. Pero seguí, que la historia se puso interesante.
—Transcurrido ese tiempo el bebé nació. El padre lo escondió de su vengativa compañera y lo dejó al cuidado de las Ninfas. Y así creció Dionisio, rodeado de amor, paz, armonía y belleza.
—O sea que la historia terminó bien.
—No. Porque Hera, que jamás olvidaba, reconoció mucho tiempo después en el rostro delicado y bello de un joven a aquel hijo bastardo y, para completar su revancha, lo enloqueció y transformó todo su refinamiento e inteligencia en perversión y desmesura. A partir de ese momento, Dionisio se rodeó de sátiros y ménades con los cuales recorrió las distintas regiones de la Grecia antigua generando a su paso el desenfreno en todas sus variantes, principalmente la sexual. Pero eso no es todo. Además, había inventado una extraña bebida que enloquecía a quienes lo tomaban: el vino. Por eso el vino y las orgías fueron la forma oficial de consagrar su culto en las llamadas fiestas dionisíacas, unas celebraciones en las que se daba rienda suelta a todas las variantes del placer de los sentidos.
—No sé a vos, pero a mí me está cayendo bien ese muchacho Dionisio.
—Eran reuniones llenas de danza, desborde erótico y, por supuesto, de esta bebida sublime que hoy aroma en nuestras copas. —Hizo un gesto invitándolo a brindar.
El Gitano aceptó el convite y el sonido del cristal invadió el ambiente.
Aquel encuentro ocurrió en el mismo ambiente en el que ahora Pablo está angustiado y solo. Se sirve un poco más de Syrah, camina unos pasos y se detiene ante la foto de la ola que rompe con furia contra el muelle. Muchas veces al enfrentar situaciones difíciles hizo lo mismo. No se trata de un ejercicio voluntario, sino de la energía que le transmite esa imagen.
Siempre asoció esa ola con la fuerza del deseo de verdad que lo habita. Hoy, en cambio, se identifica con esas maderas endebles que sufren su embate con pocas esperanzas de salir indemnes. Sin embargo, sabe que no es momento de reflexiones ni recuerdos. Es hora de actuar. Por eso toma su celular y hace la primera llamada. El teléfono suena tres, cuatro veces antes de que se escuche la voz.
—¿Sí?
—Rocío, ¿cómo estás? Soy Pablo Rouviot.
—Ah, sí. Hola —responde con tono parco.
—Te molesto por lo que conversamos hoy acerca de la posibilidad de visitar el departamento de tu hermano.
—Sí, claro. —La siente debatirse y le da el tiempo que necesita. Luego de un breve silencio retoma la palabra—. Está bien. Supongo que cuanto antes me saque esto de encima, mejor. ¿Le parece bien mañana temprano?
—¿A las nueve?
—Perfecto. Le envío la dirección por un mensaje así le queda registrada. Hasta mañana, entonces. —Corta sin esperar respuesta.
Sabe que la joven no debe entender nada de lo que está pasando, y es comprensible. De repente un desconocido ha llamado a su puerta para avisarle que alguien se está haciendo pasar por su hermano muerto, y como si eso fuera poco, que es posible que ese hombre sea un asesino. Pero la confusión de Rocío no es algo de lo que pueda ocuparse en este momento. Selecciona un nuevo contacto de su celular y hace la segunda llamada. Esta vez la respuesta es inmediata.
—Hola.
—Hola.
—Qué gusto escucharlo. Pensé que se había olvidado de mí.
—No, para nada. Ocurre que fue un día muy intenso.
Bermúdez escucha ansioso.
—Cuénteme, entonces. ¿Qué novedades tiene?
—José está grave y tienen que operarlo para sacarle la bala.
—¿Se trata de una cirugía importante?
—Sí, y muy riesgosa. Pero está en las mejores manos posibles.
—Bueno, ¿quién le dice? A lo mejor zafa, entonces.
—Ojalá…
—¿Algo más?
—Sí.
—¿Qué?
—Estuve en casa de los Hidalgo.
Pausa.
—Licenciado, ¿puede dejar de hacerse el misterioso de una puta vez? Mire que yo no soy uno de sus pacientes para tener que soportar sus largos silencios. Además, usted me involucró en esto, así que tengo derecho a saber, ¿no le parece?
—Sí.
—Bueno, entonces dígame cómo le fue.
—Hablé primero con Laura, la madre de Hernán, y después con Rocío, la hermana.
Pablo camina hacia el comedor, se sienta frente al ventanal y su mirada se pierde en la arboleda en tanto informa al policía de los detalles del encuentro.
—Bueno, por lo que me está diciendo, parece ser que lo trataron bastante bien. Después de todo, lo que fue a decirles es muy fuerte.
—Sí, es cierto. Sin embargo, tuve la impresión de que hay cosas que no me dijeron o, mejor dicho, que me ocultaron.
—Es lo mismo.
—No, no es lo mismo.
—Puta, que es jodido usted. Pero dígame, ¿sobre qué le parece que le escondieron información?
—No lo sé.
—¿Pero, qué escuchó?
—Algo de lo no dicho.
—¿Algo de lo no dicho? —subraya Bermúdez—. ¿Me está queriendo decir que oye cosas que no existen?
—Sí existen. Son palabras que no se pronuncian, pero aun así flotan en el silencio.
—¡Ah, claro! —ironiza—. Ahora sí que entiendo.
—¿Qué es lo que entiende?
—Que usted está tan loco como sus pacientes, y que yo soy un boludo por meterme en este quilombo siguiendo supuestas pruebas que deambulan por el aire.
Pablo sonríe.
—Bermúdez, usted podrá ser muchas cosas, pero jamás un boludo. Confía en su instinto, y esta vez su intuición le dice que yo tengo razón, ¿o no? —Escucha un suspiro del otro lado de la línea.
—Mejor déjelo así, porque si lo pienso un poco lo dejo solo en la parada.
—¿Y de su lado hay alguna novedad?
—Sí, hablé con el Flaco Ganducci.
—¿Y?
—Como acordamos, le dije que dada la relación profesional que tenemos, usted me pidió un favor porque Heredia es amigo suyo.
—¿Se lo creyó?
—Sí. Después de todo no está tan lejos de la verdad, ¿no? Lo que sí, me informó que, para él, el caso era muy claro y que si pensaba complicárselo debía avisarle y presentarme con pruebas contundentes. —Se ríe.
—¿Qué pasa?
—Que cuando le diga que los indicios que tengo son palabras que flotan en el aire, el Flaco no solo me va a mandar a la mierda, sino que tendré suerte si no me impone una licencia psiquiátrica.
—Eso no va a pasar, confíe en mí. Le aseguro que esas pruebas van a aparecer.
—Si usted lo dice.
Se despiden y Pablo se queda pensando. Bermúdez está en lo cierto. Nadie en sus cabales armaría un caso de homicidio basado en la capacidad que cree tener un analista de escuchar verdades ocultas detrás del discurso manifiesto. De modo que, aunque confía plenamente en el psicoanálisis, si desea avanzar debe encontrar pruebas que convenzan a los demás. Por eso, se sirve una copa más de vino, se sienta a la mesa y enciende la computadora de José.