– XX –
La cabeza de Sofía es un hervidero de ideas. Cuando el joven la recibió sonriente en el garaje, no sospechó que estaba a punto de iniciar el derrotero más peligroso de su vida. Confiada, lo acompañó al segundo piso mientras intentaba, en vano, hablar con Pablo. El muchacho le preguntó cuál era su vehículo, le confesó con timidez que había tomado el trabajo por necesidad, aunque apenas sabía manejar, y le suplicó que ella misma bajara el auto para evitar golpearlo. La situación le dio ternura, por eso, aceptó y le dijo que se relajara. Aprovechando el momento de distracción, él le apuntó con el arma y se sentó a su lado.
—Vamos, tenemos algo que hacer.
—¿Qué? —reaccionó aterrada.
—Ya te vas a dar cuenta cuando llegue el momento. —Fue la única respuesta.
Al llegar abajo, Sofía miró instintivamente hacia el cuarto de los empleados.
—No va a poder ayudarte, está durmiendo una siesta. Pero no te preocupes por él. Te aseguro que en dos horas va a despertar como nuevo. Ahora salí y doblá a la derecha —le ordenó.
Sofía obedeció. ¿Qué otra cosa podría haber hecho si estaba muerta de miedo? Salió a la calle y siguió sus indicaciones. Poco más adelante, en un semáforo, divisó un coche policial estacionado a su izquierda y tuvo la tentación de gritar, pero su captor también lo había visto.
—No muevas ni siquiera un músculo. Sería una pena que murieras acá, cuando podrías ser el personaje de una hermosa historia.
Ella tembló al escucharlo. No había en esa voz el menor rasgo de temor o nerviosismo. Con toda calma, incluso con gentileza, él le pidió que siguiera por Honorio Pueyrredón, que doblara en la avenida Warnes y cruzara la vía por Jorge Newbery. No tenía la menor idea de quién era ese hombre, por qué la había secuestrado ni hacia dónde se dirigían. Antes de llegar a Corrientes, le hizo pegar unas vueltas hasta encontrar un lugar para dejar el auto correctamente estacionado.
—No queremos que la policía tenga ningún motivo para identificarlo antes de tiempo —le susurró.
Al descender, la abrazó a la vez que le recordó que debajo del abrigo había un revólver apuntando a su cabeza. Estaba oscuro y casi no se veía gente. Rodearon el paredón hasta llegar al lugar que él había elegido: un hueco poco visible que permitía el acceso.
—¿Sabés qué es la necrofilia? —Ella asintió—. Bueno, hay gente que paga mucho dinero para tener relaciones sobre las tumbas. Admito que es un gusto raro, pero no más cruel que otros que conozco. El tema es que, quienes trabajan en la prostitución y brindan ese servicio, encontraron algunos sitios por los que entrar al cementerio. Este es uno de ellos. —La empujó con suavidad y le indicó que pasara.
Recuerda que, en ese momento, se preguntó cómo ese hombre habría averiguado todo eso, pero la respuesta la atemorizó aún más. Podía esperarse cualquier cosa de alguien que hubiera sido capaz de participar en una de esas morbosas rondas sexuales.
Una vez adentro, él se movió con paso seguro a pesar de la oscuridad, hasta detenerse frente a un lugar que Sofía reconoció: la bóveda de la familia Hidalgo. Lo sabe porque estuvo allí el día en que dejaron el cuerpo sin vida de Hernán. Todavía recuerda el grito de dolor de Laura que apretó su mano, mientras Raúl acariciaba a Rocío. No había vuelto nunca más, ¿para qué? Sabía que el joven ya no estaba allí. Tampoco les contó a sus padres que, pocos días antes, habían roto la relación. No tenía sentido hacerlo.
Lo cierto es que Dante, así dijo llamarse, abrió la puerta con relativa facilidad y le pidió que ingresara y se sentara a su lado, junto a los cajones que daban a la pared del fondo. Al principio temió que fuera a violarla, pero enseguida comprendió que esa no era su intención.
—Quiero que sepas que voy a matarte —le informó en tono cálido—. Pero no deseo que sufras más de lo necesario.
Ella comenzó a llorar.
—Sofía, calmate, por favor. No tiene por qué ser tan difícil. Después de todo, morir es tu destino, solo es cuestión de tiempo. Pensá que podrías haber muerto vieja, dando lástima, y siendo una más. En cambio, te ofrezco la posibilidad de hacerlo con dignidad, como los guerreros.
A esa altura, todo su cuerpo temblaba, sin embargo, algo le decía que era inútil suplicar. No sabía por qué ese hombre quería matarla, pero no tenía dudas de que ella no podía evitar que lo hiciera.
Sintió una profunda pena. ¿Tenía que ser ahora? ¿Justo cuando, después de tanto tiempo, se estaba permitiendo ser ella misma? Se había alejado del mandato familiar, daba clases en la facultad rodeada de estudiantes que absorbían con voracidad sus conocimientos y, como si fuera poco, apareció Pablo, ese hombre atormentado que la había conmovido. Hace apenas unos días temblaba bajo la ducha luego del primer encuentro sexual, todavía con la sensación de sus caricias en la piel, y ahora, estaba a punto de morir en una oscura bóveda del cementerio de la Chacarita.
—Imagino que te estarás preguntando el porqué de esto —le dijo Dante—. Claro, porque vos nunca me viste, siempre fui invisible para ustedes. En cambio, yo sí te vi muchas veces. Podría decirte el abrigo que llevabas la noche en que fueron con Hernán a cenar a Puerto Madero, pocos días antes de su muerte, y también describir la entrada de tu casa y la puerta de la mansión de tus padres. Estuvimos a pocos centímetros muchas veces en estos días e, incluso, asistí a alguna de tus clases, y vos ni siquiera notaste mi presencia. —Se alteró—. Te odio. A vos y a todos los que se interpusieron entre él y yo. Aun así, voy a darte una oportunidad.
Pero no pudo seguir hablando, porque en ese momento se escuchó la voz de Rouviot y, a pesar de la situación en la que estaba, Sofía sintió que todavía le quedaba una esperanza:
Piedra libre para Dante Santana.
Parece que hiciera mucho tiempo de eso, pero sabe que no pasaron más que unos pocos minutos. A diferencia de ella, Pablo parecía conocer mucho acerca de su asesino y, a partir de la conversación de los hombres, fue armando el rompecabezas, al menos hasta donde pudo. Así y todo, no termina de comprender bien lo que está ocurriendo. Solo sabe que, de algún modo, Pablo consiguió que Dante la dejara sentar a su lado y que, con su extraño desafío, logró que ese revólver que los apuntaba tuviera ahora dos balas menos. Pero el juego aún no ha terminado, y en el arma quedan todavía cuatro más.