– VI –
Sentado junto a un ventanal del bar «La Ópera» mira los autos que cruzan Corrientes y Callao en una ininterrumpida procesión. Tomada de la mano, una pareja espera que el semáforo le dé paso, mientras que una nena de no más de seis años se arrima e intenta venderle una rosa. En la otra esquina, alguien aguarda sentado en el escalón de un edificio a que llegue el colectivo y un grupo de mujeres se acerca conversando y riendo de modo exagerado, con esa falta de vergüenza que el alcohol brinda por un rato.
Pablo ama Buenos Aires. Porque es hermosa, porque caminando por sus calles les dio forma a muchos de sus sueños, y porque en las mesas de sus bares estudió, escribió, inició una historia de amor o, como ahora, esperó angustiado.
Son las dos de la mañana. Lo sabe porque desde la radio que escucha el empleado de la caja le llega la voz de Alejandro Dolina que se despide entre los aplausos del público: «Adiós, Maestroooooo».
Piensa en su amigo José Heredia, el Gitano. Se conocieron en la facultad y, aunque se habían visto cursando Psicoanálisis, la primera conversación se dio cuando cursaban una de esas materias que a Rouviot le interesaban muy poco. José le sonrió desde el banco de al lado.
—Futuro psicoanalista, supongo.
Pablo lo miró de reojo.
—¿Vidente?
—No hace falta. Alcanza con ver tu cara de aburrimiento para saber que esto no te importa.
Pablo sonrió al verse descubierto.
—¿Y vos? —le preguntó.
—También quiero ser analista, aunque me parece que soy un poco más amplio.
Al terminar se quedaron conversando en el café de al lado y concluyeron la noche comiendo pizza de parados en Güerrín. Desde entonces, los unió una amistad que pasaba por encima de sus diferencias. José era mucho más diplomático y tolerante, por eso su carrera académica había avanzado en la Universidad sin demasiados sobresaltos y era hoy un destacado profesor. Pablo, en cambio, optó por un camino solitario. Despreciado por algunos colegas y envidiado por otros, se dedicó a escribir algunos textos bastante controvertidos sobre la práctica clínica del Psicoanálisis.
—Ay, Pablito —le dijo el Gitano al enterarse de la pelea que Rouviot había tenido con el decano de la facultad—. No sé cuál de los dos es más necio. Pero, aun así, estoy de tu lado. Supongo que de eso se trata la amistad.
Una amistad que a José le había traído muchos inconvenientes.
Mientras toma un sorbo de café, ve llegar el viejo Peugeot 504 negro y lo reconoce. El conductor baja, entra al bar, se dirige directamente hacia su mesa y se sienta frente a él.
—No le puso llave al coche —dice Pablo por todo saludo.
El hombre de aspecto duro y ojos increíblemente claros apenas si lo mira.
—¿Y quién se va a robar semejante vejestorio? Los chorros son chorros, no boludos.
—Está mucho más flaco.
—Puede verlo así, si prefiere.
Pablo sonríe y llama al mozo.
—Otro café, negro y amargo —indica.
Bermúdez pide un cortado y enciende un cigarrillo.
—Perdón, señor —dice tímidamente el empleado—, pero aquí no se puede fumar.
La mirada del policía lo congela y, por toda respuesta, pone su placa sobre la mesa.
—Callate y traeme un cenicero, nene.
El joven asiente en silencio.
Los hombres se habían conocido hacía algo más de un año, cuando Bermúdez tenía a su cargo la investigación del asesinato de Roberto Vanussi, un empresario que apareció tirado en una zanja al costado de la ruta. Pablo fue convocado como perito de parte para certificar que el hijo de la víctima, principal sospechoso del homicidio, era inimputable y, si bien es cierto que al principio no se miraron con buenos ojos, durante esos días aprendieron a respetarse. Rouviot comprobó que el subcomisario era un hombre honesto y este a su vez, con la ayuda del psicoanalista, pudo resolver un caso de violación seguido de muerte. Desde aquella ocasión no han vuelto a hablar, pero sienten que pueden confiar el uno en el otro.
—Gracias por venir, Bermúdez.
—Faltaba más. —Sacude la cabeza—. Qué cosa lo de su amigo. No tenía aspecto de suicida, aunque hace ya tiempo aprendí a no guiarme por las apariencias.
Pablo lo mira y espera a que el mozo deje los pocillos sobre la mesa.
—De eso se trata, subcomisario, de no dejarse engañar por las apariencias.
—¿Qué quiere insinuar?
—Que no creo que haya sido un intento de suicidio.
—Ah ¿no? ¿Y en qué se basa para decir eso?
—Intuición.
Bermúdez hace un gesto irónico y bebe un sorbo de café.
—Mire usted; no sabía que los psicólogos les daban bola a esas cosas.
Rouviot sonríe.
—No me cargue, que hoy no estoy de humor para eso. Mi amigo agoniza en una sala de Terapia Intensiva con una bala en la cabeza, y me niego a creer que sea su responsabilidad. —Hace una pausa antes de continuar—. Mire, conozco muy bien a José. Es inestable, cabrón, impulsivo incluso, pero no haría algo así. ¿Sabe? No cualquiera puede pegarse un tiro. No se suicida el que quiere, sino el que puede. Y créame, el Gitano no puede.
Bermúdez termina su cortado antes de hablar.
—Mientras venía para acá hice algunos llamados. El caso está en manos del comisario Ganducci.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Según. El Flaco no es un mal tipo, pero es vago y le gusta cerrar los casos lo más rápido que puede. Y, por lo que pude averiguar, en esta ocasión todo encaja para que se dé el gusto.
—¿Habló con él?
—No. Si llego a despertarlo a esta hora me cuelga de las bolas. Pero contacté al oficial a cargo y le pedí autorización para investigar la escena.
—¿Y qué le dijo?
Suspira.
—Al principio se hizo rogar un poco, pero ni bien lo apuré aflojó. Debe ser un flojo, porque cuando le dije que era amigo del comisario y que si me obligaba a despertarlo mañana se lo iba a tener que aguantar él, me autorizó.
—Pero entonces, usted es amigo de Ganducci.
—No, pero no importa. Ambos sabemos que conviene que nos llevemos bien. Estamos demasiado cerca y muchas veces nuestros intereses se mezclan. Así que no quiere tener problemas conmigo, ni yo con él. Además, ya le dije que no les da demasiada importancia a los casos. No se involucra más de la cuenta ni se los toma como algo personal, así que no le va a molestar que le eche una mirada al tema, excepto que le traiga algún problema. —Lo mira—. Cosa que seguramente haremos, ¿no?
—No lo sé. Todo depende de qué encontremos allá.
—¿Y qué es lo que espera encontrar? —lo increpa Bermúdez.
Pablo se encoge de hombros.
—La verdad.