– XI –

Se incorpora de un salto, con los ojos todavía cerrados. Está transpirado y su pulso late en las sienes como si fuera un tambor. Sabe que no ha sido más que una pesadilla, pero, aun así, le cuesta calmarse. Se levanta y camina hasta el baño. Abre la ducha y espera unos minutos a que el vapor inunde el cuarto. Recién entonces se quita la ropa y se mete debajo del chorro de agua caliente.

Media hora después, con el torso desnudo y el pelo todavía húmedo, parado frente al ventanal, recuerda los detalles del sueño. Está convencido de que su Inconsciente intentó comunicarle eso que, con la ayuda de la lógica, todavía no ha podido descifrar.

Sabe por experiencia que se trata de un trabajo que debe realizarse en el contexto de un análisis, no obstante, desde hace tiempo ha adquirido el hábito de pedirse a sí mismo asociaciones respecto de sus propios sueños.

—Veamos —piensa y se entrega al arte de la interpretación.

La ladera de la montaña representa la razón, esa en la que se estuvo apoyando en busca de respuestas y que hasta ahora no hizo más que dejarlo perplejo ante el enigma. En el sueño, solo cuando se animó a caminar a pesar del riesgo, halló la entrada de la cueva y escapó a la seducción mortal del abismo. Será tiempo, entonces, de dejar de lado tanto razonamiento y asociar libremente acerca de los detalles que aparecieron en su pesadilla.

Las aves que luchan lo remiten a dos padres que pelean. Uno intenta desesperadamente salvar la vida del pichón, en tanto que el otro, mucho más fuerte, el macho sin dudas, gana la batalla, lo suelta y lo mata a pesar del esfuerzo de la madre por rescatarlo. No tiene dudas de que, para él, esas águilas que peleaban en su cielo onírico representan a Laura y Raúl. Pero ¿por qué el hombre habría abandonado a su suerte a su propia cría? No lo sabe, de modo que se relaja y continúa trabajando sobre otro de los detalles del sueño: la cueva. Lo primero que se le viene a la mente es la alegoría de la caverna.

En su libro La República, Platón creó este relato para dar cuenta de la relación que los hombres tienen con la verdad, y propuso un juego ingenioso y perturbador.

Supongamos que, en un espacio cavernoso, un grupo de hombres permanecen prisioneros desde su nacimiento. Están atados por cadenas que no les permiten moverse, por lo cual solo pueden mirar hacia la pared que tienen enfrente. A sus espaldas hay un pasillo alto seguido de una hoguera y, recién después, la salida que da al exterior. Imaginemos que por ese pasillo se desplazaran algunas personas llevando todo tipo de objetos y que, producto de la luz que genera esa hoguera, proyectaran sobre la pared una serie de sombras que, en definitiva, es lo único que los prisioneros podrían percibir. Resulta evidente que, ignorantes de la situación en la que se encuentran, estos prisioneros confundirán esas sombras con la realidad y estarán condenados a desconocer la existencia de lo que ocurre a sus espaldas.

—¿Y si, en este momento, soy uno de esos hombres encerrados en la caverna? —se pregunta—. ¿Si también yo me estoy dejando engañar por percepciones falsas en lugar de ver lo que realmente ocurre a mis espaldas? Y si esto es así, ¿quiénes podrían ser esas personas que caminan detrás de mí e intentan que confunda las sombras con la verdad?

Por cierto, en esta historia, casi todos han tratado de engañarlo: Dante, Mansilla, incluso los Hidalgo. Aunque, para ser justo, no debe incluir a Rocío en ese grupo, pues ella le habló con sinceridad. Lo que no entiende es por qué sus padres decidieron ocultarle información después de todo lo que se animaron a contarle. Acaso, ¿hay algo peor que comprar un bebé, negarle el derecho a la identidad y la posibilidad de conocer su origen? ¿Qué podría ser tan grave como para que no se animaran a confesarlo?

No quiere quedarse atascado en esa pregunta. Prefiere continuar con la interpretación de su sueño.

El rugido de la montaña y su posterior estallido, le trae la idea del big bang, la gran explosión que, según la ciencia, dio origen al universo y, al pensar en eso, advierte que la sustancia pegajosa que lo envolvía en medio de la sangre simbolizaba la placenta, ese órgano que se desarrolla dentro del útero materno y le permite al embrión respirar, alimentarse y eliminar sus desechos. Comprende, entonces, que los alaridos que escuchó, en verdad eran llantos de bebés, y que esas manos que intentaban retenerlo le estaban pidiendo que les prestara atención.

Llegado a este punto, siente la tentación de detenerse a racionalizar cada uno de estos detalles, pero todavía no es momento de hacerlo. No puede permitir que los recuerdos de su ensoñación se diluyan y decide abocarse a otra de sus imágenes: los seis ojos enrojecidos. No cabe duda de que esa bestia era Cerbero, el monstruoso perro de tres cabezas que, según el falso Hernán, José iba a tener que adormecer para poder analizarlo. Pues bien, Pablo lo ha hecho, y ahora puede avanzar seguro por el camino que conduce al infierno personal de Santana. Solo le resta descifrar los extraños símbolos tallados en el sarcófago y, aunque durante la pesadilla no fue capaz de vislumbrar su significado oculto, en este momento lo hace con toda facilidad. Entonces, como si un relámpago iluminara de golpe una noche cerrada, las piezas del rompecabezas se acomodan en su mente hasta desnudar toda la verdad.

Recuerda lo que Dante le dijo al Gitano durante una de sus sesiones, y acuerda. Tenían razón los egipcios: quien conoce el nombre de alguien tiene potestad sobre él, y ahora Rouviot lo conoce.

—¿Cómo no lo vi antes? —se pregunta a la vez que sale disparado hacia el cuarto.

Se viste con lo primero que encuentra y camina rumbo al pasillo. Llama al ascensor, pero está demasiado ansioso para esperarlo, así que baja corriendo las escaleras hasta llegar a la puerta de calle. Aunque el clima es frío, su cuerpo está mojado por el sudor. Maldice por no encontrar ningún taxi. Sin embargo, debe calmarse. Sabe que lo espera un momento difícil, pero inevitable. Por fin, divisa a lo lejos la luz roja en el parabrisas y hace señas para que el conductor se detenga. Cuando se sube al auto, toma su celular y llama. Sabe que no van a estar felices de escuchar su voz, pero sabe también que, con lo que tiene para decir, no les va a quedar más opción que recibirlo.

La voz ausente
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