– IV –
—¿Usted quién es? —pregunta el profesional a Pablo.
—Un amigo.
—¿Y usted, señora?
—Una amiga, también —responde Helena.
El doctor interroga ahora a Candela quien, sin saber qué responder, mira a Rouviot.
—Ella es la mujer —contesta él.
—¿Qué? —pregunta Helena, con voz apenas audible—. Rubio, es una joda, ¿no?
—Callate. Después te explico.
Ajeno al comentario, el médico se dirige específicamente a Candela.
—Señora, su marido está grave. Entró al hospital en shock y en estado de coma, con un cuadro clínico muy delicado debido a una herida de bala. Estamos intentando estabilizar sus signos vitales, razón por la cual lo intubamos, comenzamos a pasarle algunas drogas y en este momento está conectado en ARM.
—¿Qué es eso? —murmura Helena a Pablo.
—Asistencia respiratoria mecánica.
—¿O sea?
—Que está enchufado a un respirador artificial.
Helena cierra los ojos y mueve la cabeza en un gesto de incredulidad.
—¿Y cuáles son los próximos pasos? —pregunta Pablo.
—Bueno, en cuanto esté emodinámicamente estable lo vamos a llevar para hacerle una Tomografía Computada y ver si podemos intervenirlo. Pero eso ya lo decidirá el cirujano cuando llegue.
—¿Puedo preguntarle quién es?
Antúnez señala con la cabeza la plantilla en la cual figuran los miembros del servicio.
—El jefe de Neurocirugía.
Pablo mira, reconoce el nombre y su gesto se ensombrece. El doctor Ramón Uzarrizaga es, tal vez, el especialista más capacitado que haya en el país.
—¿Lo conocés? —le pregunta Helena.
—Sí. El Gitano y yo lo tuvimos como titular de Neurofisiología en la facultad. Es una eminencia.
—Mejor, entonces. ¿Por qué lo decís con tanta preocupación?
—Porque imagino que nadie molestaría al jefe del servicio a esta hora a menos que el caso sea muy grave.
Candela lo mira angustiada.
—Bueno, señora —continúa Antúnez—, esto es lo que puedo decirle por ahora. Si todo va como esperamos, en unos minutos le haremos el estudio y entonces podremos comunicarle algo más. Con permiso.
El médico se retira y los tres se miran en silencio. De pronto, como si un pensamiento se le hubiera impuesto, Pablo toma una decisión.
—Me voy.
—¿Adónde? —pregunta Helena sorprendida.
—Al consultorio del Gitano.
—¿Para qué?
—No lo sé. Quiero verlo y… —se interrumpe—. ¿Qué querés que te diga? No me entra en la cabeza que José se haya querido matar, y puede haber quedado algún rastro, algo que ayude a la investigación.
—Pero ya está la policía en el lugar, y ellos saben mejor que vos cómo se procede en estos casos —le señala Helena.
—Sí, ya lo sé. Pero es justamente eso: un caso. Y para ellos todos los casos son iguales, en cambio para mí no. —Hace una pausa—. Imagino que deben estar fumando y haciendo chistes mientras esperan que llegue el delivery con la pizza.
Helena intenta interrumpirlo, pero Pablo la detiene.
—Perdoname. Ya sé que es parte de su trabajo y lo entiendo, pero igual necesito ir para allá.
—No te van a dejar entrar, Rubio. Ese lugar ya no es el consultorio de tu mejor amigo, ahora es la escena de un delito —duda—. De un crimen, o como mierda se diga.
—No te preocupes por eso que yo lo arreglo.
Ella lo mira intrigada.
—¿En qué estás pensando?
—No importa. —Suspira y mira a Candela—. Vos ocupate de cuidarla, y por ningún motivo la dejes sola. ¿Entendiste? Y en cuanto haya alguna novedad me llamás.
—Sí, señor —responde con ironía.
Pablo le sonríe, acaricia una vez más a Candela y se pierde recorriendo el mismo pasillo por el que había llegado minutos atrás. Las dos mujeres se quedan en silencio frente a la puerta de Terapia hasta que Helena la mira con ternura y le pone una mano sobre el hombro.
—A ver, gallega, decime ¿cómo es eso de que vos sos la mujer del Gitano?
Candela la mira algo asustada. Pero sabe que, si Pablo la ha dejado a su cuidado, debe confiar en ella. Y si algo necesita en este momento es poder confiar en alguien.