– XIV –

Todavía en la puerta de la casa de los Hidalgo, Pablo tiembla mientras intenta pensar. El hombre a su lado trata de calmarlo.

—Rouviot, relájese, por favor.

—Es que usted no entiende. Estoy seguro de que Sofía está en peligro en este mismo instante.

—Eso ya lo dijo cuando me llamó y me pidió que pasara a buscarlo. Aunque no entiendo qué hacemos todavía estacionados acá.

—Es que no tengo idea de dónde pueden estar.

—Para empezar, podríamos ir al departamento de la chica, ¿le parece?

—No —responde enojado consigo mismo—. No va a ir para allá. Es demasiado inteligente para exponerse tanto.

—¿Y entonces?

—Entonces tengo que entender el mensaje escondido en el libro. —Y de manera impulsiva baja del auto. Bermúdez lo sigue.

—Espere, ¿a dónde va?

—A ningún lado. Necesito pensar.

—¿Y no puede pensar adentro del auto? Digo, así no nos mojamos.

Pablo ignora el comentario. Está demasiado alterado para bromear. Sabe que Santana está desafiándolos, y está seguro de que en ese libro está la pista que puede llevarlos hasta él.

El subcomisario enciende un cigarrillo y Rouviot lo interpela.

—¿Leyó El retrato de Dorian Gray? —le pregunta ansioso.

—No.

 

Se trata de una novela escrita por Oscar Wilde.

Basil Hallward es un pintor que se enamora de un joven muy hermoso llamado Dorian Gray, y le hace un retrato. Al comienzo del relato, Dorian es una persona buena y amable hasta que un día, en la casa del artista, conoce a un hombre irónico, lord Henry Wotton, quien cambia su manera de ver el mundo y lo transforma en un ser egoísta y soberbio. En primer lugar, lo convence de que lo único importante en la vida es la belleza, y más tarde lo angustia al concientizarlo de que ese cuadro seguirá siempre joven, mientras que él, Dorian, algún día será un viejo sin ningún atractivo. Angustiado ante esa verdad inevitable, el joven formula un deseo: que el cuadro envejezca en su lugar para que él pueda disfrutar de una juventud eterna. Y su deseo se cumple.

A partir de ese momento, el retrato se convierte en el espejo de su alma. Cada tanto, Dorian lo mira y comprueba cómo el paso del tiempo y la maldad de sus actos van afeando la figura hasta volverla monstruosa. Mientras tanto, amparado en su apariencia adolescente, él va por la vida cometiendo hechos tan graves que llegan, incluso, al asesinato de su amigo Basil. Hasta que un día toma conciencia de todo lo que hizo y se propone revertir su conducta y recuperar su bondad, pero lord Henry lo convence de que eso es imposible. Así y todo, Dorian lo intenta durante un tiempo. Sin embargo, cuando sube al ático donde esconde el cuadro esperando que algo hubiera cambiado para bien, la imagen que ve es aún mucho más siniestra que antes, y comprende que todo está perdido. Entonces, enloquecido, toma el mismo cuchillo con el que había matado a su amigo y arremete con ferocidad contra la tela.

En la noche se escucha un grito y, cuando los sirvientes y la policía suben al lugar, hallan el retrato inmaculado de un muchacho hermoso y, a su lado, el cuerpo de un hombre viejo y corrompido por el tiempo que tiene un puñal clavado en el corazón.

 

Bermúdez, que ha escuchado el relato en silencio, le da una última pitada al cigarrillo antes de tirarlo.

—Me gustó la historia, hasta me dieron ganas de leerlo. Pero sigo sin entender a dónde nos lleva.

—Yo tampoco, pero estoy convencido de que el rastro está allí.

—Bueno, podría ser que Santana se hubiera identificado con ese pintor deslumbrado por la belleza de Dorian Gray. ¿Cómo se llamaba?

Antes de que pueda responderle, una asociación viene a la mente de Pablo. Algo que Dante dijo durante la sesión en que contó un paseo en lancha junto a Hernán. Recuerda su voz cautivada y erótica cuando lo describió con los ojos cerrados y una sonrisa dibujada en la boca, mientras el viento le movía el pelo…

—Bermúdez, usted es un genio.

—Oiga, no me joda.

—Se lo digo en serio. Por supuesto. Si Hernán es Dorian, él querría ser la persona que el protagonista más ama en la novela.

—¿Y quién es?

—Lord Henry Wotton.

—Todos amores entre hombres.

—Exactamente. Oscar Wilde también era homosexual, y sufrió mucho. Incluso estuvo preso durante dos años por eso y fue condenado a trabajos forzados y, aun así, al salir de la cárcel se animó y se fue a vivir junto al hombre que amaba a un pueblo cerca de Nápoles, hasta que sus familias se opusieron tanto que se negaron a darles el dinero para subsistir y tuvieron que separarse. —Sonríe.

—¿Qué pasa?

—¿Sabe qué hizo entonces Wilde?

—No.

—Se radicó en Francia y cambió su nombre por el de Sebastian Melmoth.

—Cambió de identidad, igual que Santana.

—Exacto.

—Licenciado, veo las semejanzas, pero sigo sin encontrar la pista que necesitamos.

—Pensemos —continúa caminando de un lado a otro—. Usted acaba de señalarme que es una historia de hombres, y tiene razón. No obstante, en el libro hay un personaje femenino: Sibyl Vane. Una mujer de la que Dorian se enamoró hasta que Lord Henry lo convenció de que no valía la pena estar con ella.

—Como intentó hacer Santana con Hernán.

—Así es. Entonces, si nuestra lógica es correcta, Sofía es Sybil Vane, esa chica que, sin saberlo desató la tragedia y pagó con su propia vida. —Enmudece.

—¿En qué pensó?

—Que no puedo creer cómo no me di cuenta antes, si Dante lo dijo con tanta claridad.

—¿Qué fue lo que dijo?

—Dijo, textualmente: este no es el momento de cuidar a Sofía. Sé que es posible que la lastime, pero no puedo evitarlo. ¿Entiende? Me avisó que iba a matarla y no supe escucharlo. La puta madre —maldice.

—Rouviot, por favor, no se desespere que ya estamos mucho más cerca. Si la mente de Santana funciona de un modo tan retorcido, tiene que haber llevado el desafío hasta el final —intenta calmarlo.

—¿Qué quiere decir?

—Que, así como nos señaló que la iba a matar, también nos debe haber dejado el rastro de cómo, o dónde piensa hacerlo, para retarnos a encontrarlo.

—Tiene razón.

—Por eso, sigamos. Sofía es Sibyl Vane, o como se diga. ¿Qué puede decirme de ella?

—No sé. —Pablo duda y comienza a asociar de modo desordenado—. Era una actriz que vivía con su madre, tenía un hermano marinero y trabajaba en un teatro de mala muerte. Dorian se deslumbra con ella hasta que una noche invita a sus amigos para que la vean actuar. Pero, justo en esa función, ella actúa muy mal y lord Henry se burla diciendo que es una muchacha muy hermosa, pero insignificante.

—¿Y qué pasa después? —lo apura Bermúdez.

—Que Gray, desilusionado, rompe su promesa de matrimonio y, al no poder soportar el dolor, Sibyl se mata y desaparece de la historia para siempre. No sé qué más decirle. En realidad, es un personaje menor.

—Es cierto, esa chica no tiene nada de especial. —Al escucharlo, Rouviot abre los ojos con asombro—. ¿Qué me mira así? ¿Dije algo malo?

—Al contrario. Acaba de pronunciar las mismas palabras que lord Henry le dijo a Dorian cuando él se angustió al enterarse de su muerte: que ella no era nadie y que su suicidio le había dado a su pobre vida al menos un poco de brillo. Le resaltó que la joven había sido para Dorian solo la ilusión de un personaje shakesperiano y que, por suerte, había muerto como tal. —Hace una pausa y su rostro se ilumina—. Bermúdez, Shakespeare es el autor preferido de Sofía. Y, además, ¿sabe cuál era el personaje que Sibyl Vane representó esa noche trágica?

—No.

—Julieta.

—Ajá. ¿Y eso qué tiene que ver?

—Que ya sé el lugar al que tenemos que ir. Espéreme un segundo y ponga el auto en marcha que ya vuelvo.

El policía obedece sin entender lo que está pasando. Sentado al volante observa cómo el psicólogo conversa brevemente por el portero eléctrico de la casa y vuelve corriendo.

—Listo, vamos.

—Bueno, pero ¿para dónde agarro?

La respuesta de Rouviot lo deja sin reacción.

—¿Usted se volvió loco? ¿A esta hora de la noche?

Pablo no responde, pero al ver la determinación de su mirada, Bermúdez arranca sin hacer más preguntas.

La voz ausente
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