– VI –

A ver si capto bien lo que decís. ¿José está dormido?

—No.

—Bueno, entonces está despierto.

—Tampoco.

—Rubio, dejate de joder y sé más claro porque la nena no entiende nada —protesta Helena justificando su propia incomprensión.

Pablo toma un sorbo de café y piensa una explicación antes de continuar. Han ido hasta un bar cercano para conversar sobre lo que acaba de informarles el doctor Uzarrizaga.

—Un traumatismo cerebral, según sea su gravedad, puede generar diferentes estados alterados de conciencia: estupor, coma, estado vegetativo, locked in o muerte cerebral. ¿Me siguen?

—Creo que sí, pero andá despacio que me estás metiendo miedo.

—En estado de estupor, el paciente no responde, pero puede despertar por momentos ante algún estímulo fuerte. Un pinchazo, por ejemplo. En coma, en cambio, está totalmente inconsciente, no reacciona a los estímulos y es imposible despertarlo. No registran ni la luz, ni el dolor, ni alterna entre el sueño y la vigilia. Bueno, ese es el estado del Gitano en este momento.

—¿Y cómo evoluciona ese cuadro?

—No siempre del mismo modo. Algunos despiertan después de un período de días o semanas incluso. Otros avanzan hacia un estado vegetativo, y en ciertos casos…

—¿En ciertos casos qué? —interviene Candela con un hilo de voz.

—Mueren.

La joven se derrumba y Helena la abraza.

—¿Tenías que decírselo así?

—¿Y cómo querías que se lo dijera?

—Qué sé yo, distinto. Sos psicólogo, ¿o no?

Pablo nota que la situación puede desmadrarse e interviene con firmeza.

—Escúchenme las dos. No hay una manera suave de hablar de esto, y no les voy a mentir. Tengo tanto miedo como ustedes, pero José está allí adentro dando batalla, y nosotros no vamos a velarlo antes de tiempo. Así que lloren, sáquense la bronca que tienen y prepárense para aguantar lo que se viene, sobre todo si… —se interrumpe.

—¿Si qué? —pregunta Candela.

Locked in —susurra Helena—. Eso es lo que más te asusta. ¿Podés explicarnos de qué se trata?

—Del peor de los infiernos.

La respuesta se le escapó sin que pudiera medir el impacto de sus palabras, pero ahora debe continuar. Por eso toma aire y la mira con seriedad.

—¿Es alguna enfermedad nueva?

—No. Supongo que leíste El conde de Montecristo.

—Suponés mal, Rubio. Aquí el lector sos vos.

—Que yo sí la he leído —expresa Candela—. La novela de Alejandro Dumas. Pero ¿qué tiene que ver eso con el locked in?

—Que en esa novela se describió por primera vez este cuadro clínico. Uno de sus personajes se encontraba imposibilitado de hablar o mover su cuerpo y solo podía hacerse entender por el movimiento de sus ojos. —Una mente cubierta por un cuerpo sobre el cual ha perdido el poder de hacerse obedecer, recuerda y continúa—. En la actualidad se lo conoce como síndrome de enclaustramiento. Es un trastorno causado por el daño del tronco cerebral —levanta la mano antes de que Helena proteste— y por favor no me pidas una clase de anatomía porque estoy tan angustiado como ustedes, ¿puede ser? —Ella asiente—. Te lo agradezco.

Mientras termina su café percibe que en una de las mesas cercanas alguien le habla a una mujer que apenas puede contener el llanto, cuando hace unos minutos le había llamado la atención su gesto de enojo. Se percata de que también la actitud del hombre ha cambiado. Ya no aparece suplicante, sino seductor. Lo observa y comprende que va remontando una situación que le era adversa. Sin embargo, lo que más lo impacta es saber que le está mintiendo. Ha estado frente a la mentira tantas veces que aprendió a reconocerla en los menores gestos: una sonrisa, un parpadeo, la variación en el tono de la voz. Pero al mirar la escena vislumbra algo todavía peor: ella acepta esa mentira.

En alguna de sus conferencias, hablando de la ilusión engañosa que genera el amor, ha dicho que los enamorados son dos personas que deciden, por un tiempo, creer las mentiras que van a decirse. No es más que una frase ingeniosa que busca la sonrisa cómplice del auditorio, un modo de jugar con la idea del encandilamiento que se da cuando conocemos a una persona que nos impacta. No obstante, en esa mesa que está a pocos metros, la frase toma un realismo que lo espanta: él miente y ella quiere ser engañada.

Alguna vez llegó a la conclusión de que, en ocasiones, un cierto grado de ignorancia resulta indispensable para ser feliz, pero él no puede. De modo que no va a engañarlas. Candela y Helena merecen saber a qué se enfrentan.

—El síndrome de enclaustramiento deja al paciente ante un escenario aterrador: está despierto y consciente pero no puede hablar, no puede moverse y se encuentra totalmente paralizado. ¿Se dan cuenta de lo que les estoy diciendo? Puede escuchar, entender y pensar, pero su cuerpo se niega a obedecerlo. Apenas si logran comunicarse pestañeando o con algún otro movimiento de los ojos, que es lo único que no se ve afectado. Si le queman la mano le duele, pero no puede quitarla, es capaz de emocionarse, pero no de manifestar lo que siente.

Helena lo interrumpe.

—¡Basta! No puedo ni siquiera soportar la idea de que el Gitano quede en ese estado. —Pausa—. ¿Pero no hay posibilidades de recuperación?

—No muchas. La mayoría son casos crónicos, irreversibles y con una alta tasa de mortalidad. —Aprieta la mano de Candela—. Sin embargo, ha habido ocasiones en las que se obtuvo alguna mejoría parcial, y otras, muy pocas, en que la recuperación fue total.

—Entonces no está todo perdido. —Le devuelve la sonrisa—. Dios no va a querer que a José le pase eso. Yo le voy a rezar a la virgencita para que nos ayude.

Pablo mira esos ojos moros que le recuerdan por un segundo la mirada triste de La Macarena, la virgen de Sevilla ante la cual Candela debe haberse arrodillado infinidad de veces. Tiene el impulso de responderle que si Dios existiera el Gitano no estaría en esta situación, que no habría existido Auschwitz, ni desaparecidos en la Argentina, pero se abstiene de hacerlo. La joven está lejos, en un país desconocido, sin familia ni amigos, y ahora se ha quedado sin José. Por eso elige callar. No va a dejarla también sin Dios.

—Me parece muy bien —susurra—. Rezá y tomate un descanso. Y vos también, Helena. Vayan que no tiene sentido que se queden acá. Según dijo Uzarrizaga, hasta dentro de unas horas no tendremos novedades.

—Como digas. Y andá tranquilo que yo te cuido a esta muñeca.

—Lo sé. —Le da un beso al levantarse—. Nos hablamos.

Sale a la calle y agradece el frío del invierno porteño. Para un taxi y sin pensarlo da la dirección de su casa. Algo desde su Inconsciente le indica que, si quiere avanzar en su búsqueda, debe ir hacia allá.

La voz ausente
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