– I –

Sentado en el asiento del acompañante, mira el cartel que indica que están pasando por la entrada a la ciudad de Chivilcoy, y al instante lo inunda una sensación de felicidad casi olvidada. La voz grave del hombre que maneja a su lado lo interroga.

—¿En qué pensó?

—¿Cómo se dio cuenta de que pensé en algo especial?

—Licenciado, no se olvide que, tanto en mi profesión como en la suya, hay que estar capacitado para darse cuenta cuando alguien está ocultando algo. Claro, usted usa ese talento para aliviar el dolor de una persona, y yo para meterlo en cana, pero el arte es el mismo. Así que cuénteme, y no me versee.

Pablo mira el paisaje llano que se extiende ante sus ojos.

—Pensé en mi infancia.

—¿Y por qué pensó en eso justo ahora?

Se toma unos segundos, mientras las imágenes bajan a su mente como si se trataran de las piezas de un tetris.

—Porque yo crecí muy cerca de aquí.

—¿En serio? ¡Qué loco, nunca me lo hubiera imaginado!

—¿Por qué?

—Porque es usted un bicho de ciudad, de esos que uno se imagina caminando por las calles de Buenos Aires o leyendo en los bares. No me lo hacía un chico del campo.

—Pero lo fui, aunque mi madre diga lo contrario.

—¿Ah, sí, y qué dice su madre?

—Que son locuras mías, que apenas iba de vacaciones algunas semanas en el tiempo en que mi padre trabajaba allí, pero se equivoca. ¿Sabe? No es lo mismo el pasado que la historia.

—¿Ah, no?

—No. Porque el pasado es una sucesión de hechos que ocurrieron hace tiempo y están allí, inmodificables. En cambio, la historia es otra cosa. Es la apropiación que cada uno hace de ese pasado. Es algo que late, que vibra, que está viva, y por eso el psicoanálisis cura. Porque, a diferencia del pasado, la historia sí puede cambiarse.

—A ver, explíqueme cómo es eso.

—Mire, Bermúdez, toda persona construye su historia a partir de la apropiación que hace de algunas de las cosas de su pasado, cómo las modifica, cuáles rechaza y con cuáles se queda. Y en mi memoria, yo soy aquel pibe que a los nueve años miraba con ojos asombrados cómo el sol se escondía en el horizonte, sentado sobre una tranquera y escuchando el grito ancestral del chajá.

—Rouviot, no pretendo meterme en su vida, pero nos quedan todavía unos cuantos kilómetros, así que, si quiere contarme sobre eso, tenemos tiempo.

El auto entra en una rotonda y, según lo indica el cartel, toma la tercera salida en dirección a su destino: General Lemos 130 km. Pablo se recuesta sobre su asiento y, sin dejar de mirar ese paisaje que tanto ama, comienza su relato.

—Vengo de una familia muy humilde. Mi padre era albañil, y hubo épocas en las que escaseaba el trabajo y apenas si conseguía algunas changas para mantenernos. Y fue en uno de esos momentos de crisis, a comienzos de los 70, que tuvo que venir al campo. La cosa se había puesto muy dura, y no le quedó más remedio que aceptar el ofrecimiento de construir el casco de una estancia ubicada en un pueblito a unos treinta quilómetros de Chivilcoy. Se iba de casa todos los lunes a la madrugada y volvía los viernes por la tarde.

—¿Y cómo entra usted en este cuento?

—Yo lo extrañaba mucho, y un día, mi mamá nos agarró a mi hermana y a mí, nos subió al tren que salía de Once, si no me equivoco era el que iba a Villegas, y nos vinimos para acá. Todo ese viaje fue una hermosa aventura, y al llegar mi papá nos estaba esperando en el andén. Todavía recuerdo lo hermosa que era esa humilde estación que ahora no es más que una ruina. El tren dejó de funcionar allá por 1994.

Ramal que para, ramal que cierra —cita como si se tratara de un mantra fatal.

—Exactamente. La cuestión es que yo era muy buen alumno en el colegio.

—Me lo imagino —lo interrumpe—. Tiene cara de traga.

Pablo sonríe y continúa sin molestarse por la interrupción.

—Entonces, como me había enamorado del campo y adoraba estar con mi viejo, mamá habló con las maestras, y ellas accedieron a que yo faltara algunas semanas si me comprometía a estudiar solo. Y así lo hice. Por supuesto, volvía para dar los exámenes. —Una perdiz cruza apurada la ruta y él la mira con ternura—. Fueron los años más hermosos de mi vida. Y, si como dicen algunos, al morir el alma viaja al lugar en el que fue feliz, ya sabe dónde va a encontrar la mía.

Bermúdez lo mira de reojo.

—¿Usted cree en el alma?

—No.

—Entonces no me haga venir hasta acá al pedo, ¿quiere?

Pablo ríe con ganas. Un instante después mira su reloj. Bermúdez lo nota.

—¿Está apurado?

—No, es que son las diez de la mañana.

—¿Y qué hay con eso?

—Nada importante.

Miente. En realidad, se está preguntando si Sofía ya se habrá levantado. La noche anterior, luego de recibir el llamado del policía, le dijo que tenía que partir muy temprano, y ella le pidió que la despertara.

—Quiero ver mi primer amanecer desde tu ventanal con vos.

Así lo hicieron. Se abrazaron en silencio durante unos minutos, mientras el sol asomaba sin apuro, como pidiendo permiso. Después la acompañó a la cama y le pidió que descansara. Ella aceptó. Él le dio un beso suave, la arropó y le dejó un juego de llaves sobre la mesa. Al rato bajó y esperó cinco minutos hasta que el auto negro de Bermúdez se detuvo en su puerta. Subió sin preguntar nada. Confió en que el hombre no lo alejaría de la ciudad si la razón no fuera importante. Sin embargo, ahora, tiene deseos de saber.

—¿Y qué vamos a hacer en General Lemos?

—Vamos a visitar el orfanato donde creció Santana. Sabe que tengo mis contactos, así que lo llamé a Andrade, el comisario de la ciudad, quien se ofreció amablemente a acompañarnos. Se me ocurrió que, en ese lugar, tal vez alguien podía decirnos algo que nos sirviera.

—Bien pensado. Al menos, vale la pena intentarlo.

El viejo motor ruge al intentar ganar velocidad en la recta, y Pablo vuelve a ensimismarse en sus recuerdos, hasta que un cartel lo sobresalta nuevamente: Palemón Huergo 25 km.

Ese era el desvío que tomaba cuando iba a la estancia con su padre, y por un momento tiene la sensación de que el tiempo no ha pasado. Pero sabe que no es así. De seguro el sendero ha sido asfaltado, él ya no es un niño, y su padre es apenas un puñado de cenizas olvidadas en el oscuro nicho de un cementerio que jamás se atrevió a visitar.

La voz ausente
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