– XIII –
El Audi pega un salto al tomar el poceado sendero de tierra, y él la mira con un dejo de culpa.
—Se va a destruir, no está preparado para este tipo de caminos.
—Relajate, romper el auto es un gusto que puedo darme. Además, esto está resultando mucho más divertido de lo que pensé.
—¿Divertido?
—Claro. Si pudieras olvidarte por un momento de que en el comienzo de esta historia está el balazo del Gitano, te darías cuenta de que somos algo así como un detective y su compañera yendo detrás de una nueva aventura.
Él menea la cabeza.
—Estás loca. Al menos, el lugar no quedaba tan lejos. Apenas treinta kilómetros.
—Sí, pero de tierra —acota en tono de burla.
Le gusta su humor, y comprueba que fue una buena idea llevarla. No solo hizo las veces de remise, sino que volvió el viaje disfrutable y lo ayudó a pensar.
Mansilla les contó que Dante era hijo de un hombre llamado Cipriano, un peón de campo que, por aquel entonces, trabajaba en La Tranquera, la estancia de los Martínez Bosch, los hacendados más importantes de toda la zona, propietarios de más de seis mil hectáreas que destinaban, parte a la cría de ganado, y parte a la siembra de trigo, maíz y soja.
Al parecer, el padre había llegado una tarde aduciendo que no podía hacerse cargo del chico, y le pidió a Francisco que, por favor, lo recibiera en el hogar. Y él, según les dijo, no pudo negarse. Le hizo firmar unos papeles que un juez amigo legalizó sin hacer preguntas. El magistrado lo conocía desde siempre y, además, en aquella época todo era mucho más sencillo. Y, así de fácil, Dante pasó a ser un número más entre otros tantos niños olvidados.
—¿Por qué intercambiaste los números telefónicos con Mansilla?
—Porque no estoy seguro de no necesitar hablar con él nuevamente, y no siempre vas a estar disponible para traerme hasta acá.
La pareja atraviesa el cartel de entrada a la propiedad sin que nadie les salga al encuentro. Él parece notar la pregunta implícita en la mirada de Sofía.
Es que la gente de campo es muy confiada.
—No te engañes, Pablo. La verdad es que la gente con plata se siente siempre impune y a salvo.
—Si vos lo decís.
Andan algo más de un kilómetro e ingresan a un camino arbolado que culmina al frente de una casa imponente. Ella para el motor del auto y lo invita a bajar.
—No hay dudas de que este es el casco de los dueños. Veamos si hay alguien.
Pablo obedece y, al instante, se encuentran rodeados por unos cinco o seis perros que se acercan amenazantes.
—No tengas miedo —le dice Rouviot—, no van a hacernos nada.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque viví en el campo, y sé cómo los crían. Son distintos a los de la ciudad. Aquí no son ni feroces ni juguetones, porque ni los entrenan ni los tratan como a una mascota, sino como a un animal más. Sos licenciada en Letras, así que te habrás dado cuenta de que, en el Martín Fierro, no hay alusiones a perros, salvo el hecho de que nunca olvidan dónde comieron. El verdadero amigo del gaucho es el caballo.
—La verdad es que nunca le había prestado atención a ese detalle —responde nerviosa—. Así que gracias por la clase, pero, de todos modos, ese dato no me quita el miedo.
—Caminá tranquila. —Ríe—. Ni los corras, ni los mimes, tratalos con indiferencia.
Avanzan unos metros entre la jauría hasta llegar a la puerta. Una vez allí, Pablo golpea las manos. Poco después, un hombre sale, los observa y saluda con cierto recelo.
—Buenas tardes. Ustedes no son de por acá.
Rouviot toma la palabra.
—No, venimos desde la Capital.
—Ajá, ¿y qué andan haciendo por estos lados?
—Queríamos hablar con Cipriano Santana.
—¿Quién lo busca?
A pesar de que el tono continúa siendo el mismo, Pablo percibe un leve gesto de tensión en la cara del desconocido al escuchar el nombre.
—Perdón, aún no me he presentado. Soy el licenciado Rouviot.
—Un gusto. Ignacio.
Lo saluda con un movimiento de cabeza.
—No es nuestra intención molestarlo, solo queremos hablar un momento con él.
El hombre hace un gesto contrariado.
—Eso no va a ser posible. Don Cipriano murió hace poco más de un mes.
El psicólogo mira a su compañera con cierto desconsuelo e intenta una última jugada.
—Qué pena, no lo sabíamos. Pero, a lo mejor, usted puede aclararnos algunas dudas.
—No lo creo, apenas lo conocí —responde cortante.
Debe tener unos cuarenta años. Alto y de ojos claros, viste con ropa a la moda y por la tersura de sus manos, se advierte que no ha tocado un arado en su vida. De seguro, es el afortunado heredero de una familia millonaria.
El hacendado gira y amaga a retirarse sin siquiera despedirse cuando la voz de Sofía lo detiene.
—Perdón. ¿Vos no te acordás de mí?
Ignacio gira y la mira.
—No.
La joven le sonríe y habla con gesto descontracturado.
—¿En serio? Soy Sofía Ortiz de la Serna, fui al colegio con tu sobrina.
—¿Con Pía, la hija de mi hermano?
—Exacto —estalla con fingida alegría—. ¡Qué loco encontrarte acá! No lo puedo creer. —Y sin más se le acerca y le da un beso.
—Te pido perdón por no haberte reconocido. —Cambia de actitud al instante.
—Es que en ese entonces éramos muy chicas, no tendríamos más de catorce años. Por eso no te acordás, porque vos ni nos mirabas, pero para nosotras, eras el tío potro de Pía.
Ignacio estalla en una carcajada.
—¿De verdad ni te miraba? Es un pecado que jamás voy a perdonarme.
Pablo siente la ofensa de que ni siquiera repare en su presencia al hablar, y la frase de Sofía vuelve a su mente: los ricos se sienten impunes. Sea como fuere, la situación se ha revertido y tiene que aprovecharlo.
—Como le dije, no quisiera molestarlo, pero…
—¿Molestarlo? —Lo interrumpe—. Tuteame, Pablo, y decime qué puedo hacer por ustedes.
Todavía sorprendido por el viraje que tomó la situación, balbucea.
—Bueno, necesitábamos saber algunas cosas sobre Cipriano Santana y quizás podrías darnos una mano.
—Mirá, como te dije, no lo conocí bien. Solo lo veía de lejos cuando venía de visita al campo, pero, a lo mejor, Natalio te puede ayudar. Es puestero de la estancia desde antes de que yo naciera y conoció muy bien a todos los peones que pasaron por La Tranquera.
—¿Y podré hablar con él?
—Por supuesto —responde y pega un grito—. ¡Chicho!
A los pocos segundos, como salido de la nada, un muchacho de unos trece años llega corriendo.
—Diga, Don Ignacio.
—Acompañalo al señor hasta lo de tu abuelo, y decile que digo yo que lo atienda bien.
—Claro. —Obedece de inmediato e invita a Pablo a que lo siga.
—Andá tranquilo, mientras tanto, Sofía y yo nos quedamos recordando viejas épocas.
Es evidente que quiere sacárselo de encima, y siente la tentación de decir algo, pero no puede desperdiciar la oportunidad. Por eso, acepta la sugerencia y camina detrás del chico.
Toman por un camino lateral, atraviesan una pequeña loma, y llegan a una casa, mucho más humilde que la anterior, pero igualmente hermosa. Chicho le pide que espere debajo del alero y corre hasta perderse entre unos árboles. Al rato, lo ve llegar en ancas de un caballo zaino. El jinete es un hombre de unos setenta años, de rostro curtido y mirada seria, vestido con la típica indumentaria del gaucho: bombacha, botas, camisa, pañuelo al cuello y un chambergo que usa algo ladeado.
Con una agilidad sorprendente para alguien de su edad, desmonta, ayuda a descender a su nieto y acaricia al animal que, entendiendo que ha llegado su momento de descanso, empieza a comer del pasto que crece debajo de un árbol.
El paisano le hace una reverencia casi imperceptible.
—Natalio Reyes, a sus órdenes.
—Pablo Rouviot.
El hombre lo encara sin vueltas.
—Me dijeron que el patrón quiere que hable con usted. Cuénteme, en qué puedo servirle.
—Se trata de Cipriano Santana. Tengo entendido que lo conoció.
Natalio se saca el sombrero y una sombra de tristeza se instala en esa cara curtida por el sol.
—Pucha, si lo conocí, desde que era un gurí. —Con un movimiento impensado, arranca una rama pequeña, la muerde apenas, como si jugara con ella y comienza a andar. Pablo lo sigue en silencio—. Llegó a la estancia de un modo raro. En aquella época, existían los circos ambulantes, de esos que iban de pueblo en pueblo, se quedaban una semana en cada pago y después seguían viaje. Gitaneaban, ¿entiende?
Pablo asiente. Pasó su infancia en el campo y conoce el hablar pausado de su gente, hijo quizás de esa inmensidad sin prisa de la pampa. Recuerda las charlas interminables alrededor del fogón, en aquellas noches frías, cuando el mate pasaba de mano en mano y los puchos se encendían en las brasas.
—El asunto es que un lunes, un día después de que levantaran la carpa y se fueran, encontré un chango escondido en la caballeriza, durmiendo sobre unos fardos. Cuando me vio se pegó un susto y me rogó que no lo llevara a la comisería. Parece ser que en el circo lo tenían de sirviente y lo cascaban más de la cuenta, y el muchacho decidió escaparse. Y bueno, me dio pena y lo escondí un par de semanas en el galpón, hasta que el patrón se dio cuenta. —Hace una pausa, y sonríe—. Pero eran otros tiempos, ¿sabe?
—Y otros patrones —interviene Pablo que ha captado la nostalgia en la voz acre de Reyes.
—Y sí. Don Enrique era un gran hombre, de esos que se sentaban a currasquear con la pionada, y domaba un potro como el que más.
—No como su hijo.
Es evidente que está enojado con ese hombre que, en este momento, seguramente está intentando seducir a Sofía. Ajeno a esto, Natalio lo mira y entiende que puede hablar tranquilo.
—Y… Don Ignacio es distinto. De chicos éramos inseparables. Lo llevaba a pasear a caballo por la estancia, le enseñé a montar y a tirar con la escopeta. Sé que ahora, en la ciudad, ustedes están en contra de esas cosas. Pero acá, muchas veces hay que llenar la panza con alguna liebre y un poco de maiz. —Hace una pausa y piensa—. Pero el tiempo pasa también pa’ los patrones. Don Enrique se puso grande, entonces su hijo se hizo cargo de la estancia y se volvió bravo. Se distanció de nosotros, y ahora lo veo apenitas cuando viene a pasear por estos lados. Siempre acompañado de muchachas pintarrajeadas o amigos que escuchan música fuerte y van a pescar a la laguna. Por suerte pa’ él, diosito es generoso con el campo. Y mientras sea ansí, él va a seguir mandando, y nosotros trabajando.
En pocos minutos se siente más cerca de aquel hombre que de la mayoría de las personas con las que interactúa cada uno de sus días. Pero no puede entregarse a la emoción que le genera el relato de Natalio, debe volver al motivo que lo llevó hasta allí.
—¿Y qué hizo Don Enrique cuando descubrió a Cipriano?
—Le espliqué de qué se trataba y me dijo que si le encontraba un trabajo podía quedarse en la estancia. Y ansí le fui enseñando el oficio. Aprendió a sembrar, cosechar, colocar un alambrao, capar un toro, marcar terneros y ayudar a una vaca en la parición. Se armó un rancho acá, cerca del ombú grande. —Le señala una choza desvencijada—. Y aquí vivió, hasta que se puso a noviar con la Norma, la hija de uno de los piones del campo de los Almeida. Al año se fueron a vivir juntos a un pueblo lejano. Armó su familia, consiguió trabajo en un almacén de ramos generales, este rancho quedó vacío, y no supe más de él. Hasta que, unos años después, volvió.
—¿Solo?
—Sí. La Norma había muerto al dar a luz, y él no quiso saber más nada de la vida. Me pidió trabajo, hablé con el patrón y lo volvió a tomar. Pero el Cipriano que volvió no era el mismo que se había ido. Estaba raro, como engualichao.
—¿Y nunca le preguntó qué le había pasado? ¿Qué fue de ese hijo?
Lo mira y dibuja una mueca.
—Mire, compadre, aquí uno aprende a que hay que dejar que cada uno se las arregle con sus cosas. Bastante tiene cada gaucho con su propio infierno —dice al tiempo que empuja la puerta del rancho e ingresa—. El asunto es que se instaló otra vez acá, y se quedó nomás, hasta el último de sus días. Una mañana, hace un mes masomenos, no se presentó a trabajar, y me vine a ver si le pasaba algo. Él nunca hacía esas cosas, jamás le esquivaba el cuero al trabajo.
—¿Y? —le pregunta.
Por toda respuesta, el hombre señala con un dedo un tirante que atraviesa el techo.
—Me lo encontré colgado de una soga que había atado a esa madera.
Una profunda opresión lo recorre al imaginar el cuerpo de Cipriano Santana bamboleando en medio de ese cuarto, y siente el impulso de salir corriendo, pero se detiene. No va a tener otra oportunidad de estar allí. Por eso, intenta dominarse y pregunta.
—¿Y qué pasó con el cuerpo?
El hombre lo mira como si hubiera pronunciado una herejía.
—Yo mismo lo bajé. Después nos reunimos con los demás, le rezamos un rosario y lo llevamos en un carro hasta el cementerio del pueblo.
—Pero ¿no dieron parte a la policía?
—Y sí, le avisamos al comisario Garmendia que el Cipriano había muerto.
—¿Y no le pidieron que iniciara una investigación?
Por primera vez, Natalio se ríe.
—¿Investigación? Mire, amigo, se nota que usté es de afuera. El Cipriano era nada más que un gaucho, y por aquí solo se investigan las cosas que les pasan a los patrones. Los peones nos arreglamos solos, como podemos, y está bien que así sea. ¿Pa’ qué exponer nuestras miserias, si después de todo, es lo único que tenemos?
Debe pensar rápido. Está confundido por todo lo que ha escuchado, pero no puede perder de vista su misión.
—Eso quiere decir que nadie revisó esta casa.
—¿Y por qué alguien querría revisar el rancho de un pobre gaucho muerto?
—Para ver si hallaban algo importante.
—Creamé, Cipriano Santana nunca tuvo nada importante en la vida.
Hace un esfuerzo por comprender la lógica de ese hombre bueno y sacrificado que, a su manera, está tratando de ayudarlo.
—¿Le molesta si miro un poco?
El paisano duda.
—No me parece, digo, esto de andar metiendo las narices en las cosas del finado. Pero si quiere…
Deja la frase inconclusa y se retira. Pablo observa el piso de tierra, las paredes de barro y el techo de paja. En el único ambiente hay un catre, un tronco cortado que hace las veces de mesa de luz, una vela, una caja de fósforos, un calentador a kerosene, una pava, un mate, una bombilla, un cuchillo y un tenedor. Sobre una soga tendida divisa dos calzoncillos, tres pares de medias, una camisa y un poncho. Al costado, un par de botas de goma, un sombrero, una fusta, un par de espuelas oxidadas y una rastra. Parecen ser todas sus pertenencias. Hasta que se acerca al catre y, debajo de la colcha vieja y gastada, un bulto llama su atención. Levanta la cobija, y lo que ve lo deja perplejo. Lo toma con cuidado y se dispone a observarlo cuando la voz de Natalio lo interrumpe.
—¿Tiene pa’ mucho?
—No, no. Ya terminé —responde y pone el objeto debajo de su brazo con naturalidad.
La tarde está agradable, aunque advierte que la noche será muy fría. Caminan en silencio hasta la casa principal y disfruta de la sensación de sentir la tierra debajo de sus pies, como cuando era niño. Al llegar, el puestero se despide, pero Rouviot lo detiene.
—La última, y no lo molesto más. ¿Sabe usted si Cipriano era un hombre religioso?
El hombre piensa un segundo.
—No creo. ¿Quién que haya sufrido tanto puede creer que esista un Dios?
Después de responder, Natalio gira y comienza a andar rumbo a su casa. Él se queda mirándolo hasta que su triste figura se pierde entre los árboles. Recién entonces golpea las manos. Al rato, riendo a carcajadas, Sofía e Ignacio salen a su encuentro.